Una habitación propia, Barcelona, Seix Barral, 2016.
—, Tres guineas, Barcelona, Lumen, 1999
Obras literarias
Atwood, Margaret, El cuento de la criada, Barcelona, Salamandra, 2017.
Carter, Angela, La cámara sangrienta, Madrid, Sexto Piso, 2014.
—, La pasión de la nueva Eva, Barcelona, Minotauro, 1982.
De Burgos, Carmen, «El perseguidor», en La mujer fría, Madrid, Torremozas, 2012, págs. 103-139.
Delgado, Nieves, 36, Cádiz, Cerbero, 2017.
Du Maurier, Daphne, Rebeca, Madrid, Santillana, 2004.
García Morales, Adelaida, La lógica del vampiro, Barcelona, Anagrama, 1990.
Gilman, Charlotte Perkins, «El empapelado amarillo», en Venus en las tinieblas: relatos de horror escritos por mujeres, edición de Antonio José Navarro, Madrid, Valdemar, 2007, págs. 127-150.
Le Guin, Ursula K., Historias de Terramar, 2 vols., Barcelona, Minotauro, 2003.
—, La mano izquierda de la oscuridad, Barcelona, Planeta, 2009.
Miéville, China, La estación de la calle Perdido, Barcelona, Ediciones B, 2017.
—, La cicatriz, Barcelona, Ediciones B, 2017.
—, El consejo de hierro, Arganda del Rey, Madrid, La Factoría de Ideas, 2005.
Rowling, J. K., serie Harry Potter, Barcelona, Salamandra, 2000-2008. Esta serie contiene los siguientes libros: Harry Potter y la piedra filosofal; Harry Potter y la cámara secreta; Harry Potter y el prisionero de Azkaban; Harry Potter y la Orden del Fénix; Harry Potter y el misterio de príncipe; Harry Potter y las reliquias de la Muerte.
Tolkien, J. R. R., El señor de los anillos, Barcelona, Minotauro, 1988.
Adenda: sobre la cultura de la cancelación.
A fecha 11 de mayo de 2021, me decido a añadir unas breves reflexiones que creo que pueden complementar este artículo introductorio. Pretendo ir un poco más allá de la presentación básica que he hecho, agregando un tema muy reciente. Es una cuestión sobre la que, como me suele ocurrir, tengo más dudas que respuestas y en la que voy a implicarme de manera más personal que en las páginas anteriores. No corren buenos tiempos para las dudas, porque ahora acostumbramos a opinar con rotundidad sobre casi todo, como si supiéramos de casi todo, y a eludir los matices que, sin embargo, para mí aportan mucho más que las frases lapidarias.
La cultura de la cancelación ha surgido y se ha extendido de forma más intensa en los últimos años. Consiste en una actuación reprobatoria frente a determinadas personas y obras literarias y artísticas, por motivos ideológicos, al considerar que realizan comportamientos o incluyen contenidos machistas o patriarcales, racistas, homófobos o tránsfobos, por ejemplo. La actuación puede ir desde la crítica al boicot expreso a esas obras y personas. Este fenómeno ha sido reivindicado y usado por algunos sectores sociales, mientras se rechaza por otros como una forma inadmisible de censura contra la libertad de expresión artística y como una dictadura de lo políticamente correcto.
No puede olvidarse que, en la posmodernidad, ya no se acepta el estatus sagrado e intocable que han podido tener los artistas.
Hay muchos ejemplos: al tenor español Plácido Domingo se le ha acusado, por parte de varias mujeres que habían estado vinculadas con él profesionalmente, de acoso sexual. Algunos conciertos del tenor en Estados Unidos se suspendieron por esta causa. Estos hechos fueron posteriores al caso de Harvey Weinstein, productor de cine estadounidense, denunciado públicamente por graves delitos sexuales. No pretendo entrar en la veracidad o no de las acusaciones, y mucho menos dudar de ellas ni de la gravedad de los delitos. Se ha criticado a estas mujeres por realizar denuncias en medios de comunicación y redes sociales, en vez de en tribunales de justicia. Pero ha podido ocurrir que se trate de hechos antiguos, ya prescritos, a lo que se añade que la Justicia no se ha distinguido, precisamente, por su apoyo a las víctimas: muchos agresores han quedado impunes, después de servirse de una posición de poder para realizar sus actos y para que esas mujeres no hablaran. Durante largo tiempo, estos comportamientos por parte de determinados varones en el mundo artístico se consideraban «normales»: para ascender, las mujeres tenían que someterse a ese derecho de pernada. Que ahora ellas hablen, que la sociedad actual sea mucho menos tolerante, que las generaciones más jóvenes prefieran no tener ninguna relación con los agresores y que estos sean sancionados de alguna manera, si no puede hacerlo la justicia, me parece muy comprensible.
Entiendo que muchas personas quieran ir a un festival de fantasía, ciencia ficción y terror sin encontrarse allí a un autor brillante pero decididamente homófobo: porque buscan espacios donde se sientan cómodas y libres, seguras de no tener que toparse con alguien que niega sus derechos y, más aún, actúa con claridad contra estos. No obstante, los organizadores del festival pueden plantearse que ceder a este tipo de presiones les condicionaría constantemente, de modo que tal vez decidan no aceptar exigencias que, además, vayan acompañadas de violencia verbal y campañas de acoso en las redes, por ejemplo.
Reconozco que hay autores y articulistas a los que no trago de ninguna manera, por su modo de pensar y escribir: me parecen francamente estúpidos, arrogantes o gañanes, machistas y reaccionarios, mediocres o esnobs. Dada la gran cantidad de literatura y prensa que se publica, me puedo permitir el lujo de no leerlos o leerlos lo imprescindible y si no me queda más remedio.
El problema está en los caminos que puede tomar, ahora y en el futuro, la cancelación. ¿Qué criterios tendríamos que utilizar a la hora de plantearnos el rechazo o boicot de autores y obras? ¿Cuáles serían los límites? Claro que ponerle límites para que no caiga en excesos (y los excesos rigoristas siempre hay que esperarlos) ya supone aceptar esta conducta, el derecho a cancelar.
Creo que lo más importante es situar sobre la mesa una serie de preguntas:
¿Es justa la cultura de la cancelación? ¿Siempre, a veces o nunca? ¿Cuándo la consideraríamos justa y con qué criterios?
¿Hay que «separar» la obra de la persona que la ha escrito, de su biografía, pensamiento y hechos?
La cancelación, ¿debe ser una decisión y actuación individual o colectiva?
¿Hasta dónde nos puede llevar este fenómeno? Sin duda, como ya he apuntado antes, hay determinadas personas cuyo comportamiento y modo de pensar nos resultan desde desagradables hasta inaceptables por completo. ¿Debe invalidar eso su obra artística?
¿Tenemos derecho a llamar a un boicot colectivo contra un autor/a y su creación?
¿Puede ser la cancelación una excusa para que determinados/as autores/as justifiquen su fracaso, debido más a falta de calidad que a un contenido políticamente incorrecto?
¿Se ha convertido lo políticamente correcto en una censura más?
Voy a poner otros ejemplos de cancelación que afectan a autoras.
El primero es el caso de Matar un ruiseñor (1960) de Harper Lee. Se trata de una novela sobre la discriminación racial y las relaciones interétnicas, la justicia, la honestidad personal, la infancia, el aprendizaje de la vida y el paso a la adolescencia, juventud y edad adulta, entre otros temas. Refleja la sociedad del sur de los Estados Unidos. Pese a ser un ejemplo de empatía, tolerancia y apuesta contra los prejuicios, y pese a su gran calidad literaria, se ha pedido la retirada de la obra como lectura en las escuelas públicas, por usar expresiones racistas y por su tratamiento de los personajes afroamericanos. ¿Debe eliminarse una obra como lectura escolar por este motivo y no ser examinada justamente en su contexto? Al excluir cualquier libro problemático de las lecturas escolares, ¿estamos propiciando