Tadeo Palacios

Mañana nunca llega


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de la provincia habría de considerarlo? ¿Sabía quién era él?

      «¡Qué va a ser, oye, so orejas de paila! ¡Tú nada más vienes a rascarte la verija!». Y Farfán, tan antiguo en el puesto de mandadero como Teófilo en el de limpieza pública, le explicó que tampoco era que el alcalde en persona se lo hubiera pedido, sino que oyó clarito cuando Dioses le dijo a una de las regidoras que «por favor no se olvidaran de avisarle a Lequernaqué para que los acompañe en La Tomasita, el sábado a la una». Y como era el único al que conocía con ese apellido «ripioso» en todo el municipio, le pasaba el dato, por si acaso. «Pero no te botes como basura, cholito. Por esta que Dioses lo hace para congraciarse con los del sindicato, para que vean que es buen patrón y que se preocupa hasta de celebrarle los veinte años de servicio a los piojosos».

      Lequernaqué sabía de sobra que lo que Farfán tenía de zángano, lo tenía de boquiflojo. Aun así, no guardaba motivos para desconfiar del Orejón —es más, tuvo razón con lo del pago de los reintegros y lo de las canastas—, por lo que decidió fiarse de su palabra o, mejor dicho, quiso creer con todas sus fuerzas en lo que acababa de escuchar, y lo hizo con tanta vehemencia que, ya en su casa, durante la cena, se lo contó a su mujer e hijos, preso de una emoción desbordante y hasta se diría que redentora. Al verlo, cualquiera hubiera jurado que el alcalde había cruzado el arenal en la cuatro por cuatro del municipio para dejar la invitación a la puerta de Teófilo, en ese descampado lleno de esteras que rodeaba el parque Kurt Beer. Antes de eso, el propio Teófilo había jurado que el tal Armando no era nada más que un pobre rosquete, un miserable. «¡Qué equivocado estaba, Mañuca! Si se nota que el ilustre quiere cambiar las cosas». Y agregó emocionado que los chicos y ella podían repartirse su porción del almuerzo de mañana porque comería con el doctor Dioses.

      Esa noche, el aguadito le supo a gloria a pesar de que su familia se rio bajito, apretando las muelas. «Viejo pa’ mentiroso este».

      Las flores de la ponciana parecían arder envueltas por el fogonazo del verano. Lequernaqué aprovechó el rato para desempolvar rabiosamente sus mocasines y para subir la basta de un pantalón que, de tanto lavarse, parecía hecho con la piel áspera de los tiburones. Quién lo hubiera dicho: él, que se había dedicado por veinte años a servir en el eslabón más bajo de la cadena de mando edilicia, de la noche a la mañana era invitado a un sitio al que de otra manera no iría. «¡Cincuenta por un poquitito de ceviche! ¡Más caga la soña, cojú!». Y faltando diez minutos ocurrió: mientras se fajaba la camisa, los vio venir por la acera de enfrente. A la cabeza iba el alcalde, seguido por otros siete miembros de su corte. Intentó saludarlos, pero como nadie lo vio —o eso supuso—, ni bien cruzaron la pista, marchó detrás para evitar los aspavientos.

      Uno a uno pasó a la mesa que el local había reservado. Cuando todos estuvieron sentados y los mozos habían dispuesto los platitos con chifles y las cartas y los vasos fríos, Lequernaqué ensayó la mejor de sus sonrisas —de veras que trató—, en tanto esperaba que lo reconocieran o que, al menos, lo invitaran a sentarse. «Uno, tres… ocho». Dioses, cinco regidores y dos hombres que le eran desconocidos. ¿Qué no era un almuerzo para agasajar sus veinte años, para reconocer su entrega laboriosa? La mesa llena. Se acercó a uno de los mozos; no obstante, como los vio muy ocupados con sus azafates y sus mandiles impecables —o eso le pareció—, Teófilo levantó por su cuenta una silla de la mesa de al lado y decidió ser el primero en saludar.

      —¿Doctorcito?

      Armando intentó sin éxito poner un nombre al rostro acabado del sujeto que le tocaba el hombro. Los demás comensales detuvieron su charla y clavaron su atención en el recién llegado, presos de un legítimo desconcierto. «¿Y ese?».

      —Eh… Hola… ¿Qué se le ofrece?

      —Buenas tardes, doctor Dioses —y extendió la diestra—. Lequernaqué, a sus órdenes.

      —Ah, qué bien. Un gusto.

      Y volviéndose a uno de sus regidores tras soltar la mano ajena, áspera y sudada, Dioses buscó reanudar el chiste que estaba contando, algo sobre un burro y un mono perdidos en una isla desierta, pero el nervioso hombrecillo insistía. ¿Qué quería? ¿Sería tal vez un partidario en busca de un favor? ¿Uno de los muchos tipos que abrazó en campaña y que venía con una fotografía de ambos, impresa en una a4?

      —Esto… Por favor, déjenme un campito para meter la silla.

      —Señor, disculpe, pero ¿qué cree que hace? —dijo una de las regidoras, ajando una nariz de puerco—. ¿Quién lo ha llamado?

      —Verá usted, el señor alcalde, aquí presente, me invitó a este agasajo —respondió el conserje disfrazado de profesor con una petulancia mal ensayada, devaluada. ¿Qué se había creído esa chola carecoche y patas de pajarito?

      —Señor…

      —Lequernaqué.

      —De acuerdo. Señor Lequernaqué —dijo carraspeando el alcalde—, creo que aquí hay un gran malentendido.

      Los demás ni siquiera se esforzaban en esconder su fastidio, alzando los hombros, chistando o negando con la cabeza

      —¿Un malentendido? ¿Cómo así, doctor?

      —Verá, yo no recuerdo haberlo invitado a ningún almuerzo…

      En ese momento, Teófilo le explicó que ayer, el Orejón Farfán —«¿El secretario del consejo? ¿Orestes Farfán?»… «Sí, ese mismito»— le contó que el alcalde pidió a una de sus regidoras que le avise de la reunión; pero, como sabía que las señoritas regidoras siempre andaban muy ocupadas, y como no quería estorbar a nadie, se dio por enterado cuando se lo comentó el Orej… el señor secretario.

      —Y de verdad estoy agradecido porque, a veces, uno piensa que lo echan al olvido por su trabajito de barrendero. Y mire lo que son las cosas: cuando menos lo esperaba, me llaman para celebrar los años que le entregué al distrito…

      Entre tanto, los ahí reunidos intercambiaban guiños como tratando de buscar una explicación, una excusa, un pretexto capaz de desembarazarlos de esa incómoda escena. Cómo decirle al pobre tipo que el Lequernaqué al que se refería el alcalde en esa conversación ya ocupaba un sitio y un plato, pues era el esposo de la regidora con hocico de lechón y no un trabajador. Algo debía decir el alcalde. Este asunto no podía quedarse así. ¿Qué dirían si se viera al doctor Dioses y a sus regidores comiendo en la misma mesa con ese obrero confianzudo? ¡Habrase visto! ¡El quilombo que metería el sindicato! Tendría que organizar almuerzos y reunirse a pedido de cada trabajador porque sino, cuando menos se lo esperase, por ahí se podría acusar a la gestión de argollera y discriminadora, y toma tu denuncia y adiós al nombre, al porte, a las jerarquías y al principio de autoridad. Había demasiado en juego. Por eso tenía que ser el doctor Armando Dioses, alcalde provincial, el que se hiciera cargo con su don de gentes.

      —¿Todo bien, señores?

      Teófilo reconoció la figura tosca del guachimán del local.

      En ocasiones, en lo que peinaba las veredas de la zona, había intercambiado alguna mueca de desprecio con el hombretón que vigilaba la entrada del restaurante. Escupir y pisar la flema. Ni buenas tardes, ni buenos días, ni nada. Teófilo podía jurar que, sin el sobretodo naranja, las escobas y la carretilla, ni siquiera era capaz de reconocerlo, o quizá sí y por eso se había aparecido para largarlo.

      —No, no se preocupe, estimado —se apresuró a decir Dioses y añadió, mirando de reojo a Lequernaqué—, todo va de las mil maravillas.

      Y después de excusarse con sus acompañantes, el flamante alcalde provincial se levantó de la mesa y tomó a Teófilo por el brazo derecho.

      —Acompáñeme.

      Acompasadamente, como deslizándose sin tocar el suelo, ambos se dirigieron hasta el vestíbulo de La Tomasita. Cualquiera hubiera jurado que la charla amical y que ese tufillo impostado que buscaba crear un clima de complicidad lo harían sentir cómodo. Teófilo empezaba, sin embargo, a percibir cierta ingravidez, como si su cuerpo estuviera lleno de helio y fuese