E. M Valverde

Sugar, daddy


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solo me ha dado el sermón de siempre –escupí el hueso de la cereza de una forma muy poco femenina que le hizo sonreír, y vi cómo se contuvo de hacer más preguntas. Me rodeó los hombros con un brazo y me atrajo a su pecho.

      Sorprendida, me quedé en silencio, acostumbrándome poco a poco a lo bien que se sentía; la seguridad a la que me podría acostumbrar.

      —Oye Areum, me puedes decir lo que sea, ¿vale? –acunó mi nuca, peinándome de una forma extática–. Absolutamente lo que sea.

      Me encantaría hablarle sobre el contrato con el heredero autoritario que me provocaba tantas emociones, pero no podía.

      —Esto se siente muy bien –me apoyé en su hombro y aprecié los pequeños detalles: el cielo azul, la fresca colonia masculina de su camisa, los dedos de Kohaku en mi pelo.

      —A veces me siento en un cuento... –dijo nostálgico, un poco tenso por la cercanía. Estuvimos unos minutos en un silencio agradable, y fue bonito mientras duró.

      —Tienes el pelo muy suave –su voz maduró como la miel, y sus dedos tomaron mi mentón con un descaro impropio de él. Nuestras caras se quedaron a menos de un palmo y le miré desconcertada, ¿qué pretendía?

      Kohaku desvió la mirada por el aparcamiento, y desencajó la mandíbula, disgustado. Me soltó de golpe.

      —¿Qué cojones hace ese aquí? –su pecho se abrió en defensa, y al seguir su mirada, vi una figura alta y sonriente devolviéndonos recargado contra un coche negro, fumando–. ¿No venía Joji a recogerte del instituto?

      —No sé por qué está aquí –confesé, poniéndome en pie y acomodando la falda para disimular el incipiente temblor de mi cuerpo.

      La pantalla de mi móvil se iluminó, con un mensaje de un número desconocido.

      ¿A qué esperas para venir a saludarme?

      —T

      No estaba en posición de insultarle y negarme, y mucho menos delante de Kohaku. No había especificado qué pasaría si rompía alguna cláusula del contrato, pero me prometió que acabaría llorando.

      —¿Areum? –dijo Kohaku tras ver que no reaccionaba y Takashi seguía sosteniéndole la mirada.

      —Me tengo que ir, nos vemos mañana –le di un abrazo antes de que pudiese decir nada, y sentí cómo los dos se quemaban el uno al otro con la mirada, porque Kohaku me arañó sin querer.

      —Mándame los mensajes de mierda que siempre me mandas, ¿vale? –susurró aquello en mi oído como si fuese la cosa más secreta y prohibida del mundo, y noté un tinte triste en su voz–. Y ten cuidado con la rodilla.

      —Voy a estar bien –me agaché para recoger la mochila de la acera, y oí una maldición enfadada mientras estaba inclinada.

      —Menudo hijo de puta... –miré extrañada a mi amigo, y me devolvió la mirada, nervioso–. ¿No llevas pantalón corto debajo de la falda?

      —Hoy hacía bastante calor –me excusé, intentando no pensar demasiado en que probablemente se me hubieran visto las bragas.

      Kohaku se quedó callado, mirando mi pañuelo y midiendo mis palabras hipócritas. Hondeé la mano hacia él, y me correspondió pero más rígido..

      A mi cuerpo no le costó nada ponerse serio conforme me acerqué al coche y a su propietario.

      Señor Takashi. Honoríficos. Uniforme. Sumisión.

      ¿En qué momento mi realidad se había vuelto una comedia barata de internet?

      Me obligué a mirarle a la cara, y él ya me regalaba una sonrisa lasciva mientras tiraba la colilla y la pisaba con su zapato, mirándome de soslayo.

      —Buenas tardes, Señor Takashi –dije educada, y me abrió la puerta de copiloto–. ¿Qué hace aquí?

      La respuesta era tan obvia que ni se molestó en contestar, pero tuvo la cortesía de abrirme la puerta.

      En el espejo retrovisor, vi los puños cerrados de Kohaku.

      Dejé las manos sobre mi regazo, incómoda con el ronroneo del motor; ni de coña iba a entablar conversación con Takashi.

      —Hacía tiempo que no veía una escena tan enternecedora –giró el volante con una mano, sentado elegante en su traje azul, poderoso y orgulloso–. Los gestos de tu amigo son muy obvios, seguramente ya te hayas dado cuenta –hizo una pausa, creando expectación–. ¿No crees que es gracioso?

      —¿El qué?

      —Que le gustes –numeró–, que no te des cuenta, y que vaya a ser yo quien te disfrute –Takashi sonó oscuro, como si estuviera advirtiendo el futuro próximo. Me pegué con disimulo a la puerta de copiloto, lo cual fue idóneo para captar su atención. Cubrió mi rodilla con su mano, deteniéndose en caricias superfluas–. Hoy estoy de muy buen humor, Areum.

      —Me alegro –mantuve la falda en su lugar bajo mis manos cruzadas, blancas de tanto apretar por el estrés que me producía no saber qué iba a pasar. De reojo, vi la sonrisa enorme que cruzaba su cara.

      Desconocía si Takashi era capaz de sentir emociones básicas más allá de furia y superioridad, pero suspiró como si hubiera tenido un pensamiento inmoral.

      —Aprecio que obedezcas las normas, pero yo de ti no me llamaría así mientras conduzco –sentí un cosquilleo cuando subió los dedos por la cara interna de mi muslo, pero frenó en la barrera que suponían mis manos–. Prefiero tener la erección después.

      10. [de buen humor]

      Areum

      Para la suerte de mi salud mental, Takashi no subió la mano más durante el corto trayecto en coche, aunque lo haría tarde o temprano.

      —¿Por qué no ha venido Joji a recogerme? –le seguía los pasos con lentitud, porque se paraba cada dos por tres a saludar a algún empleado del edificio. Parecía un jefe profesional y piadoso, nada que ver con la faceta que me había mostrado a mí.

      —¿Tu chófer? No lo sé, pero tu madre habló conmigo –pulsó el botón del ascensor–. Después de la riña por teléfono sobre tu amiguito, me convenció para recogerte algunos días del instituto –examinó mi reacción cuando fui entendiendo el enrevesado plan de mi madre–. Ya sabes, así no estás tanto tiempo con ese niñato.

      Me coloqué en la esquina opuesta cuando las puertas del ascensor se cerraron. Eran veinte pisos con él, más un tramo de escaleras después. Pftt.

      —Señor Takashi –me peiné la melena oscura tras mi hombro, mirándole con seducción vacía–, apuesto a que es un hombre muy ocupado, no debería perder el tiempo en recogerme del colegio. Es el trabajo de Joji llevarme en coche –miré disimuladamente el panel de botones, ¡todavía íbamos por el séptimo piso! El tiempo se hacía eterno con él.

      Dos zapatos negros y formales avanzaron contra los míos hasta acorrarlarme en silencio. Alcé lentamente los ojos de su camisa estampada, sobrecogida por los centímetros nulos de distancia. Su flequillo oscuro y partido le daba un aspecto más agudo a su mirada parda y nublada, y si hubiera tenido un buen corazón, los ojos de Takashi habrían permanecido en mi memoria.

      Se inclinó, sus labios brillantes al haberlos relamido.

      —Te recogeré algunos días –dijo conciso–. Me gusta la idea de recoger a mi sumisa del colegio, así te veo en tu entorno natural antes de que te tenses al verme –cogió mi mandíbula con gentileza, sonriéndome burlonamente.

      Sumisa, porque eso era en lo que me había convertido al firmar. Pues lo llevaba claro...

      —Además, adoro ver la cara de embobado del niñato manzana en ti –se refirió a Kohaku–. Me hace disfrutar más lo de después –desató el nudo del pañuelo hasta revelar mi piel, pellizcando de forma suave pero igualmente dolorosa una marca.

      Intenté