—Hans Gustávovich, ¿me permite utilizar el teléfono?
—Sí, claro, pero que no sea mucho tiempo…
Vorontsov llamó a la redacción del periódico Vaba Sõna y pidió que se pusiera al aparato el señor Jürla.
—Buenas tardes, Karl Ennovich, al habla Vorontsov.
—Buenas tardes, conde.
—El escritor Nikándrov ha venido de Moscú a verlo.
—¿A mí? —se sorprendió el reportero principal de la sección de artes y crónicas—. Yo no lo he invitado. Me parece que habrá venido a verlos a ustedes, no a mí…
—No, no le merece la pena relacionarse con nosotros. Se mantiene al margen de la política, es uno de los escritores con mayor talento de Rusia. Me gustaría pedirle que viniera hoy al Corona de Oro, Nikándrov le contará lo que está ocurriendo en Rusia.
—Creo que, a grandes rasgos, podemos sospechar qué es lo que está ocurriendo en Rusia.
—Pero obtendrá las noticias más frescas de mano de un escritor que se ha visto forzado a abandonar la patria.
—Comprendo, comprendo… ¿Me darán de beber?
—Habrá vodka.
—¿Ve en qué burdo materialista me he convertido desde que en su país vencieron los materialistas? —Jürla se echó a reír—. No se me retrasen.
—Lo esperamos sobre las diez.
Vorontsov dejó el auricular en su sitio, sus dedos fuertes se restregaron los pómulos y alargó varias veces los labios en una mueca de risa violenta, insonora.
Llamar a las redacciones de los dos periódicos rusos — Últimas Noticias y El Popular— era arriesgado. En Últimas Noticias sentían inclinación por la plataforma de los cadetes, mientras que El Popular era el órgano de los socialistas revolucionarios. Estos periódicos no tenían peso alguno, y Vorontsov quería atraer sobre Nikándrov la atención no tanto de la emigración infeliz, sin dinero y sumida en intrigas, como de la intelectualidad local. Por eso no llamó ni a Liajnitski, el editor del Últimas Noticias, ni a Vladímir Baránov, el principal crítico de El Popular. Al editor Vajt simplemente no podía llamarlo: el eserista lo odiaba.
«Siempre nos pasa lo mismo —pensó mientras pasaba las hojas de su agenda—. Cuando los extranjeros demuestran interés, entonces también los nuestros empiezan a dar vueltas alrededor. Y si llevo ahora a Nikándrov a que se relacione con los nuestros, empezarán a arrugar la nariz: unos porque no ha sido suficiente de izquierdas, y otros porque no tiene excesiva fama de ser de derechas… Nada, que los locales armen ruido, entonces también lo harán los nuestros… sin necesidad de pedírselo».
—¿Jan? Hola, buenas —dijo Vorontsov cuando hubo llamado al siguiente número—. Tengo algo que pedirle. Coja a alguno de sus compañeros poetas y vengan hacia las diez al Corona de Oro, Nikándrov ha venido de Moscú.
—¿Y ese quién es?
—Su colega escritor. Es un cerebro y un muchacho encantador. He invitado a Jürla, va a dar la noticia: una conferencia de prensa que conducirán los poetas, sensacional por sí sola.
Vorontsov se volvió hacia Saaks, volvió a restregarse las mejillas frías y bien afeitadas y dijo:
—Hans Gustávovich, quería pedirle algo. ¿Haría el favor de prestarme cinco mil marcos?
—No puedo, amigo mío. No puedo de ninguna manera.
—Siempre he sido formal… Cinco mil, son solo quince mil dólares…
—Su formalidad solo puede interesar a una persona: a usted. De lo contrario tendría que pagar intereses. ¿Y a mí qué más me da? No se ofenda, señor Vorontsov, pero cada persona debe tener su propio objetivo.
—Tiene razón… ¿Puedo hacer otra llamada?
—Claro, claro, ya se lo he dicho.
Vorontsov cubrió ligeramente el auricular con la mano:
—Zhenia, soy yo. Ha venido Nikándrov. Va a ser muy violento que el primer día se dé de bruces con… Bueno, ya me entiendes. Coge a uno de los nuestros y venid hacia las diez al Corona. Si Zamiátina, Jolov y Glébov no están ocupados en el cabaré, tráetelos también. Y preparad el máximo de preguntas sobre su pasado, sobre su papel en nuestra vida cultural y su relación con los traductores en Europa. ¿Me has comprendido?
Vorontsov se giró de nuevo a Hans Gustávovich y dijo:
—Le ofrezco un anillo de compromiso. Este, ¿cómo lo ve?
—fale, pero todas las joyerías han cerrado la compra-fenta.
—¿Qué me está diciendo, que lo que llevo en el dedo es cobre?
—¿Por qué cobre? No es cobre. Comprendo que no va a llefar cobre en el dedo. El cobre deja en los dedos chorreaduras y después viene el reumatismo. Simplemente no sé cuánto fale ese anillo y quiero ser honrado.
—No le estoy vendiendo el anillo. Se lo dejo en prenda. Por cinco mil marcos. Si no se los he devuelto dentro de una semana, podrá venderlo por veinte mil.
—Anda, qué astuto e inteligente es usted, señor forontsov —Saaks se echó a reír mientras sacaba el dinero—, y cómo le gusta el riesgo. ¿Acaso se puede dejar el amor en prenda?
—Eso ya no es de su incumbencia.
—Hasta la fista. Y no se cabree, es una broma. Por cierto, ha llamado la mujer que lo llama por las noches.
—¿Qué mensaje ha dejado?
—Me ha pedido que le diga que el estado de su amigo ha empeorado.
—¿Ha empeorado mucho?
—Sí, sí, es ferdad, dijo «ha empeorado mucho». Pidió que pasara a verlo hoy por la tarde.
—Tengo que hacer otra llamada —dijo Vorontsov y, sin esperar el permiso detallado y lento de Saaks, solicitó el número y, en alemán, cambiando ligeramente la voz, dijo—: Por favor, dígale a la dama que los sábados alquila la habitación número siete que hoy me retrasaré y que no llegaré a las diez, sino hacia la medianoche.
—Sí, señor, le dejaré una nota a nuestra huésped.
—No es necesario. Dígaselo de palabra.
—De acuerdo, señor, se lo diré de palabra.
—Perdona, me he entretenido —dijo Vorontsov de regreso en su cuarto—, ¿por qué no has bebido sin mí, Lenia?
—Solo no soy capaz.
—Así que estás asegurado contra el alcoholismo, ¿eh?
—Cierto.
—Aquí ya se ha montado cierto revuelo alrededor de tu figura: la prensa, los poetas…
—¿Se lo han olido? ¿Cómo?
—Los folicularios, ya sabes qué trabajo tienen, además, no eres una aguja en un pajar. ¿Tienes hambre?
—Supongo, solo que no tengo sensación de hambre.
—¿Tienes muda de recambio? ¿Nada de piojos?
—He pasado por el centro de desinfección y no tengo recambio. ¿Nos movemos a alguna parte?
—¿No tienes una camisa algo más nueva? ¿Corbata?
—Nada, no he traído nada de Moscú, ni de Washington.
—Si hubieras venido de Washington, colaría, pero como has venido de Moscú… el portero del local no va a dejar que…
—¿A quién?
—A nosotros. Mejor