ocurre gritar o llamar a la policía, aquí mis amigos ayudarán a los chequistas que estarán custodiándolo. No va a negarse a realizar este trabajo, ¿verdad, Valentín Fránzevich?
Este asintió en silencio.
—Si acepta satisfacer nuestra petición —continuó Vorontsov—, estoy dispuesto a enseñarle su pasaporte de… ciudadano alemán. Lo recibirá aquí mismo, después de que haya hecho otros tres o cuatro viajes. Al menos entiende que no tiene más salida que aceptar mis condiciones, ¿no?
—Solo un imbécil no lo entendería —respondió Nikolái Makárych.
—Eso está bien. Mañana por la tarde venga al Corona de Oro, el que está en el sótano, yo lo buscaré allí. ¿De acuerdo?
—Sí.
—No se ponga así, no se me enfade —sonrió Vorontsov ligeramente—, con esa fortuna no habría salido adelante aquí, su cabecita no lo soportaría, no es de esa clase: recuerda con demasiada exactitud sus ingresos anuales.
—Me las habría apañado, Víktor Vitálievich, y ya me va a perdonar, pero los aristócratas que no sabían ni querían contar sus ingresos…, esos son los que condujeron a Rusia a la bancarrota. Los aristócratas tendrían que haber tenido amor platónico por Rusia y haber traspasado su administración a aquellos a los que les gustan las cifras y las recuerdan.
—¡Si ese es el programa! Ya verá, el nuevo gobierno le ofrecerá el puesto de camarada del ministro de Economía.
—¿Y el ministro, de su estamento, se pondrá otra vez a darme indicaciones? Ni que decir tiene que sería mejor que se dedicara a apostar en las carreras y a cazar, sin duda: como ordene…
—Ya basta, Nikolái Makárych, ya basta —respondió Vorontsov, y sus pómulos empezaron a rechinar—. Mi bisabuelo salió bajo las balas a la plaza del Senado,15 vale, era jugador y, aun así, tenía carruajes en propiedad. Queremos a Rusia, y el esquema solo es importante para que usted aplique su incansable fuerza. Esto es más serio. Y si se hubiera decidido a huir con esos millones del Kremlin, los chequistas lo habrían pescado de todas formas. Debe ganarse su confianza para no temer un registro en la frontera, entonces le dará piedras a Litvínov y también sacará para usted. Cuánto se va a llevar usted, es cosa suya. A mí me dará, en cada viaje, un millón. Como si usted quiere cinco, no voy a controlarlo. Hasta la vista. Mis amigos se quedan en el compartimento vecino; si pasa algo, dé una voz, lo ayudarán. Yo tampoco andaré muy lejos…
—Haced algo con el escritor, por pura tontería se me ha escapado que estaba huyendo de los sóviets…
Los tres se dieron la vuelta al momento.
—¿Qué escritor? —preguntó Vorontsov.
—No me he quedado con su nombre, solo que es literato.
—Mal hecho —dijo Vorontsov—. ¿Cómo hace esas cosas? Vorontsov sacó de su bolsillo interior un estilete alargado, presionó un ingenioso botoncito —un punzón fino surgió con gracia— y lanzó una mirada interrogante a Vlas Ígorevich. Este alargó el brazo y Vorontsov le entregó el estilete.
Vorontsov salió el último del compartimento. Entornó con cuidado la puerta, se dio la vuelta y, al ver a Nikándrov junto a la ventana, soltó el aire como dando un gemido.
—¡Dios mío, Lenia! ¡Leonid, querido mío!
Litvínov, el embajador de la RSFSR en Estonia, se levantó despacio de la mesa y salió sin prisa, con un suave contoneo, al encuentro de Pozhamchi. Lo palpó con sus fríos ojos azules, ocultos tras los gruesos cristales de las gafas, esbozó una sonrisa seca y con un gesto invitó al principal tasador del DEA de la república a una mesa pequeña, de patas raquíticas y arqueadas, puesta para dos personas.
—¿Ha llegado sin incidentes? —preguntó Litvínov.
—Sí, todo en orden, gracias a Dios. —Pozhamchi respondió sonriendo agitado y obsequioso en exceso y comprendiendo que, desde fuera, no se vería bien. Por alguna razón le parecía que ese hombre de cabeza grande al final de la conversación iba a hacerle preguntas sobre literatura y sobre su diálogo con Vorontsov en el compartimento del tren y, por eso, se sentía inseguro, como si lo observaran con un microscopio. No había tenido tiempo ni de recuperarse, de crearse una línea clara de comportamiento, porque unos diplomáticos espigados —Jrómov y Potapchuk— se sentaron en su compartimento a los tres minutos de que hubiera salido Vorontsov, y desde la estación lo llevaron enseguida a la embajada y aquí, sin dejar que se aseara y picara algo, lo invitaron a ver al embajador.
—Bueno, pues si es gracias a Dios… —Litvínov se sonrió con esa extraña sonrisa suya—, por favor, tome un café.
—Muy agradecido.
«De los suburbios casi seguro —pensó Litvínov—. ¿Por qué los suburbanos son tan tenaces en política y en las finanzas? ¿Es por un defecto en su amor propio o por un codicioso deseo de ser urbanos?».
—¿No le han pedido que me transmita nada?
—El camarada Krestinski me sancionó que le transmitiera sus saludos.
—Gracias. Qué interesante: «sancionó», puede verse al mismo tiempo como «autorizó» o como «castigó»…
—¿Quién ha castigado? —Pozhamchi no lo entendió.
—De momento nadie, a nadie —respondió Litvínov pensando: «Si él me hablara con sus términos y su vocabulario, imagino que yo tampoco lo entendería a la primera».
Clavó su dura mirada en el sobrecejo de su interlocutor y preguntó:
—¿Hay algo que quiera hacer? ¿Alguna petición?
—No, no hay peticiones, camarada Litvínov, qué dice…
—En ese caso, permítame que lo felicite por el trabajo tan noble que ha realizado trayéndonos las alhajas. Permítame que le haga entrega de un premio… —y Litvínov le dio a Pozhamchi un sobre con dos papelitos verdes de cien dólares cada uno.
—Muy agradecido —dijo Pozhamchi, y no dejó que su cara mostrara que lo había comprendido a la primera: Litvínov lo tenía sólidamente atrapado con su mirada especial. Por lo visto, esa sonrisa maliciosa y desdeñosa dejaba al descubierto justo lo que Litvínov intentaba ocultar tan a conciencia, y hoy y cinco años completos, desde el momento en que triunfó la revolución. ¿Cómo no iba a sonreír con desdén cuando en su cartera había ocho mil dólares y, en el maletín que iba a dar a ese bandido de ojos fríos, casi dos millones?
«De todo hay en la viña del Señor —pensó Pozhamchi— . ¿Qué necesidad tenía yo de fiar a la tía de Vorontsov a cuenta de las esmeraldas? Todos estamos listos a la hora de ver la ganancia cercana, pero eso de mirar hacia delante, allá donde todo está negro y lleno de espinas, bien que nos esforzamos en no pensarlo, somos como los topos».
—¿Qué ingresos tenía usted antes de la revolución? —preguntó Litvínov.
—¿Mis ingresos? Lo he borrado de mi memoria. ¿En los ingresos está la felicidad?
—Eso es cierto. ¿Y dónde está? ¿La felicidad?
—Quién sabe… —respondió Pozhamchi—. Cada felicidad es diferente, no las hay iguales.
—También es cierto —convino el embajador y se levantó.
Pozhamchi le tendió el maletín:
—Ahí está… Todo… ¿Los recoge usted o alguno de sus ayudantes?
—¿Y qué hay que recoger? —Litvínov se encogió de hombros—. Usted ha podido desaparecer con la maletita. En la primera parada en Estonia.
Pozhamchi se quedó helado otra vez y, con una risita obsequiosa, levantó con recelo la mirada. El embajador lo miraba sin pestañear y su cara parecía