trabajando fuera y esperar su regreso sería inoportuno.
—Buenas tardes —dijo Vladímirov mientras le ofrecía asiento a la mujer—, tengo unas preguntas para usted.
—¿Es usted alemán?
—Ruso.
—¿Trabaja aquí por su propia voluntad?
—Completamente.
Stajóvich se comportaba con una dignidad sorprendente, lo que gustó a Vladímirov. Había llegado a ver a gente que se arrastraba por el suelo, que se mesaba los cabellos, que intentaba besar las botas de los chequistas, que mendigaba clemencia, mientras que esta anciana estaba tranquila, tenía la mirada fija y atenta en la cara de su interlocutor, la estudiaba.
—Veamos, lo primero: ¿por qué tiene esas joyas?
—Son joyas de la familia. No soy responsable de ellas, me llegaron de mis antepasados, nobles rusos…
—Entonces sírvase responder a mis preguntas en ruso — señaló Vladímirov con brusquedad—. Para usted el concepto «ruso» es particularmente abstracto, como, por cierto, lo fue para sus antepasados.
—No se atreva a hablar así a una dama de la soberana rusa.
—Sí me atrevo. Si «ruso» hubiera sido para usted la esencia, la vida, el dolor… ¡habría pensado en cuántos millones de rusos morían y morían de hambre! Y con esas piedrecitas suyas se podría haber dado de comer a un vólost.
—No hemos sido nosotros quienes hemos traído esta hambre a Rusia…
—¿Yo, entonces?
—Usted. Y la banda a la que sirve.
Vladímirov miró muy serio a la mujer, a su cara tranquila y estirada, y dijo:
—Una «banda», de acuerdo con el ordenamiento de la legislación penal, es un grupo de criminales que sustrae bienes ajenos por medio del asesinato, el robo y el soborno. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí.
—Y ahora le pregunto, ciudadana Stajóvich: ¿por qué me miente?
—Si se atreve a seguir en ese tono, me negaré a responder. Mi vida ya está vivida, no me asustará con la muerte.
—No pretendo asustarla con la muerte. Es más, mañana mismo la dejaremos libre… Pero encontraremos la forma de decirle a la gente, y nuestra prensa se lee en París y en Londres, que usted, tras sobornar a esa persona que usted y yo sabemos, recibió hace una semana en el antiguo Banco de los Mercaderes, presentando un certificado falsificado, estas joyas del edecán del gran príncipe Serguéi Alexándrovich y que ahora está haciendo trámites para hacer pasar las joyas por suyas, de su familia, que le han llegado como herencia de sus antepasados nobles siguiendo la forma y el fondo de la ley.
—¡No, no! —de pronto empezó a susurrar Stajóvich—. ¡No, no!
Cada palabra de las pronunciadas por Vladímirov era cierta.
La vigilancia a la que se había sometido a Stajóvich después de las declaraciones de Stef-Stepansky había dado unos resultados asombrosos: vieron a la anciana entrando a su casa ya avanzada la tarde y llevando una maletita. En el interrogatorio el cochero dijo que la anciana lo había contratado junto al Banco de los Mercaderes, de donde había salido con un hombre. Este se fue a pie por una travesía, mientras que la anciana regresó a casa «conmigo», según dijo el cochero. Atraparon a la anciana enseguida, ni siquiera tuvo tiempo de esconder las joyas. Lo único que no sabía Vladímirov era el apellido de su acompañante, por eso se había expresado de esa forma —«tras sobornar a esa persona que usted y yo sabemos»—, contando con que, después de un golpe tan demoledor, la anciana se descubriría por completo.
—¡Sí! —dijo él—. ¡Sí! Y, ahora, dejémonos de emociones. Vayamos a los hechos. La dirección de su acompañante: ayer salió con él del Banco de los Mercaderes…
—¿Sabe acaso usted qué significa el último amor de una mujer? ¡No lo descubriré! Es un encanto, es el más cariñoso, es honrado y resuelto, como Otelo…
—Para mí, Otelo es la persona más repugnante de la literatura —dijo burlón Vladímirov, rompiendo el ritmo del interrogatorio—, se apropió del bárbaro derecho de quitarle la vida a otra persona, rindiéndose al ciego sentimiento de los celos… Según la ley universal, habría que juzgarlo por monstruo asesino…
—Usted nunca ha amado…
—Sí lo he hecho, sí —Vladímirov tranquilizó a la anciana—, he querido, Yelena Ávgustovna.
—Uno de los hombres más bajos de la tierra rusa, el conde Tolstói, también odiaba a Shakespeare.
—Gracias por la comparación —dijo Vladímirov—. Es un doble orgullo. Pero nos hemos apartado un poco con esto de la literatura. Regresemos a las piedras. Uno: la dirección de su acompañante; dos: el número de teléfono de la embajada a la que entregaba las joyas; y tres: la dirección del corredor que especula por usted en la bolsa de Londres.
El director del antiguo Banco de los Mercaderes informó a los chequistas de que no había aparecido por el trabajo el subjefe de la Sección de Alhajas Mijaíl Mijaílovich Krútov, el mismo que, según se aclaró más tarde, le había entregado a Stajóvich las joyas del gran príncipe con un certificado falso del Narkom de Economía. El grupo de la Checa moscovita enviado a su piso informó de que esa mañana Krútov se había dado de baja del registro de la casa y dijo que salía urgentemente para Kiev, a ver a su hermana enferma. Según los informes, Krútov no tenía parientes en Kiev.
Krútov se instaló en Serguíev Posad, en casa de Oleg, el hermano del asaltante y bandido Faddeika. Era la tercera semana que Oleg sufría de alcoholismo. Era un trabajador artístico de cajas fuertes, las cascaba como si fueran nueces. Cierto que ahora Oleg trabajaba poco, se dedicaba más a beber escondido en una pequeña dacha. Era un lugar tranquilo.
Faddeika llegó a ver a su hermano ya cuando caía la tarde, durante el día no se movía por la ciudad: la Checa hacía estragos con todas sus fuerzas.
—Mira lo que haremos —le dijo Krútov mientras removía con un cuchillo el té en una taza de aluminio—, vamos a cargarnos su táctica. No haremos que los hombres vayan a las mozas, sino al revés…
—Sé más claro —le pidió Faddeika—, que te complicas más de la cuenta y no entiendo un pimiento.
—Ahora que la Checa ha atrapado a todos los viejecitos con piedras, los que han quedado pasarán a la clandestinidad. Y puesto que «todo lo mío lo llevo conmigo»… ¿lo entiendes? Empezarán a llevar las piedrecitas en los bolsillos. Cuentan de ti que tienes chulos, ¿es así?
—Sí.
—¿Y qué clase de mujercitas tienen?
—Huum… pues… mujeres, pechugonas.
—Las pechugonas te las puedes quedar. Necesitamos que sean delgadas, jovencitas, a ser posibles de las aristócratas. Con esas pican. ¿No has comprendido nada?
—Nada —respondió Faddeika echándose a reír.
—Está bien. Mañana me llevarás con tus chulos… Yo mismo les daré las directrices.
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9 Fusilado en el año 1941.
10 Fusilado en 1937.
11 Actual Tallin, Estonia. (N. de la T.)
12 Fusilado en 1937.