Yulián Semiónov

Diamantes para la dictadura del proletariado


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conoce a la perfección tu manera de escribir solfeo de oído, sin notas. Si puedes, envíame con quien tengas ocasión varias latas de cacao. Espero tus cartas.4

      Yo, R. R. Volobúiev, agente de la Policía Judicial de la provincia de Mozhaisk, Gobierno de Moscú, he levantado la siguiente acta de detención del ciudadano Grigori Serguéievich Belov. Circunstancias de la detención: el ciudadano G. S. Belov llegó en tren a Moscú y empezó a buscar un cochero de punto para ir a la aldea de Vozdvizhenka. Todos los cocheros ya estaban repartidos entre los trabajadores; sin embargo, Belov, que estaba en estado de cierta embriaguez, sacó de su maletín un reloj de oro de bolsillo abombado con el sistema «Hnos. Buhre» y ofreció al cochero Kuzorguin Afrikán Abrámovich la tapa de oro puro si este echaba a sus viajeros y lo llevaba a él, al ciudadano Belov, a la aldea. Basándome en esto, detuve al ciudadano Belov y lo conduje a la comisaría de la milicia en la estación.

      —Firme —indicó Volobúiev—, mire ahí, a la esquinita.

      —No es «a la esquinita», sino «en la esquinita» —lo corrigió Belov—, un representante del poder debe expresarse con corrección. En cuanto a la firma, no voy a hacerlo.

      —¿Cómo que no?

      —Pues como que no.

      —Si no está de acuerdo con algo, cámbielo, volveremos a escribirlo, pero tiene que firmar, aquí todos firman cuando los pillamos.

      —¿En base a qué me han apresado?

      —¿Por qué estropear un reloj? Los bandidos suelen ofrecer las cosas así, los que no tienen dinero legal, sino solo trastos del pueblo robados ¡a los proletarios!

      —Yo soy un trabajador con responsabilidades, ¿queda claro? Sería mejor que me soltara ahora, sin hacer ruido y por las buenas, de lo contrario… haré que tenga muchos disgustos en todo Moscú.

      —¡Tengo los nervios curtidos de sustos! No me da miedo…

      La puerta de la milicia se abrió y en el pequeño cuarto, lleno de humo de cabo a rabo, un militsioner metió a dos mendigas con unos niños de pecho. Un crío y una cría de unos cinco años se agarraban a la falda de las mujeres. Y un rapaz de unos diez años forcejeaba por escaparse de la mano seca y campesina del miliciano al mismo tiempo que se des hacía en blasfemias realmente originales.

      —¿Y esto? —preguntó Volobúiev—. ¿Qué ha pasado, Lapshín?

      —Son del Volga, y el chiquillo hurga en los bolsillos…

      —Mételos en la celda, allí lo arreglaremos…

      —Ay, gusano, gusano —dijo con amargura una de las mujeres, con el pelo negro y despeinado al descubierto—, seguro que tragas bien de pan, pero mis tetas no tienen leche, y ya ves, mi crío se apaga… Y gracias a Dios te dan ropa…, pero si no hay ni para pan, ¿cómo van a dar ahora dinero por ropa? Mi Nikolashka hurga entre los billetitos, salva a sus hermanos, a sus hermanas.

      —Suelta al chiquillo, Lapshín.

      —Es que muerde, camarada Volobúiev…

      —Eso es que va a vivir —se sonrió sombrío Volobúiev— , al menos los dientes no se le mueven.

      Abrió un cajón de la mesa, sacó unas rebanadas de pan, partió la mitad y se la tendió al chico:

      —Toma.

      Este agarró el pan y, dividiéndolo a su vez en dos, se lo tendió a las mujeres.

      Volobúiev resopló y le dio al muchacho el trozo que había decidido quedarse.

      —Podéis iros —dijo—. Suéltalos, Lapshín…

      Cuando las mujeres se hubieron marchado, Belov dijo:

      —Suelta a un ladronzuelo, pero a un hombre honrado…

      Un aldeano es un aldeano, por mucho que vaya de uniforme…

      Volobúiev lanzó una mirada dura al rostro colorado, juvenil y todavía lampiño de ese joven guapo y vestido a la usanza del viejo régimen, mientras empezaba a rascar la funda de su arma; sacó su Nagant y levantó el percutor. Habría disparado a ese Belov bien alimentado y rosáceo, pero este empezó a lanzar unos gritos tan espantosos y estridentes que Volobúiev se recompuso en un santiamén, aunque la mandíbula se le quedó entumecida y los brazos se le movían como bailando.

      —¡Se lo contaré todo! —gritaba Belov—. ¡No dispare! ¡Aquí está todo! ¡En el maletín! ¡Mire! ¡No dispare, buen hombre!

      Volobúiev cerró los ojos y se mantuvo así durante unos segundos, después guardó el Nagant en su funda, se acercó a Belov, le quitó de las manos el maletín y, tras abrir los cierres, esparció el contenido en la mesa. Brotó una montaña de oro: tres pitilleras, doce relojes, quince anillos con diamantes, cuatro monedas zaristas de diez rublos.

      Volobúiev se quedó un buen rato sentado junto a esta montaña de oro y lentamente tocó todos y cada uno de los objetos… Después —sin que ni siquiera él se lo esperara— dejó caer la cabeza sobre el oro frío y mate y lanzó un aullido, de una sola nota, espantoso, como de mujer…

      —Si quieres, quédate todo, pero por Dios te lo pido, déjame ir —oyó a su espalda la voz de Belov—. Quédatelo, nadie lo sabrá, yo seré una tumba, seré mudo, no se me escapará ni una palabra, buen hombre…

      Volobúiev se secó las lágrimas, se sonó en un trapo y dijo:

      —Discúlpeme la debilidad; la propuesta de soborno la recogeremos en un acta aparte, por supuesto, y ponga del revés los bolsillos: eche encima de la mesa todo lo que lleve.

      En los bolsillos de Belov había ciento cincuenta mil rublos, un carnet de trabajador del DEA de la RSFSR y una carta sin dirección con el siguiente contenido:

      Grisha, me veo obligado a escribirte esta carta porque una y otra vez esquivas los encuentros personales, algo que me duele, como ser humano y como amigo (perdóname, pero te sigo considerando un amigo, igual que antes, y no un compañero de habitación accidental).

      Cuando nos encontramos —¿lo recuerdas?—, eras una de las mejores personas que yo conocía, eras capaz de regalar tu última camisa a un amigo.

      Pero ¿qué es lo que te ha pasado, Grigori? ¿De veras el poder del oro y de las perlas es más importante para ti que el poder de la amistad entre los hombres? Si es así, sírvete entregarme una tercera parte de lo que te sacas en el DEA. En caso de que te niegues a cumplir mi petición, denunciaré a las autoridades tu actividad en el trabajo, no la abierta por la que recibes dinero del Gobierno de nuestra república trabajadora, sino la secreta que perjudica a los proletarios infelices y hambrientos. Por consiguiente, si para el día de mañana por la mañana no vienes a nuestro piso y repartes conmigo joyas por valor de 1 (un) millón de rublos, al momento pondré una denuncia en la Checa.

      Tu antiguo amigo y ahora conocido

       Kuzmá Tumánov

      —¿Dónde reside Tumánov? —preguntó Volobúiev.

      —En Palija.

      —Palija, ¿y eso qué es?

      —Hay una calle así, en Moscú.

      —Entonces tiene que decir: calle tal, número tal.

      —Número doce, piso seis «a».

      —¿Cómo es eso, seis «a»? El cinco es cinco, el seis será seis, y si hay siete, pues hay que decirlo.

      —¡Maldito burro! —empezó a gritar