Yulián Semiónov

Diamantes para la dictadura del proletariado


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lo comprendemos. No se enfade: ¿es posible que el nivel de comprensión de un literato crezca de acuerdo a su talento?

      —Entonces ¿cómo es que no entiende ni jota de Pushkin? ¿De Lérmontov o de Leskov? Me parece que Europa es egoístamente selectiva en cuanto a su aprecio del talento ruso: lo que encaja en sus medidas normales y corrientes os maravilla: «¡Ved qué cosas hacen los rusos!». De cuando en cuando me da hasta miedo pensar: «Si Gógol no hubiera nacido en Rusia, el mundo ni lo conocería». Pero resulta que Pushkin no encaja en sus medidas. No has hecho más que enmarcarlo como revolucionario y va y se comporta como un cortesano; apenas has dominado su amor sublime por Natalia y, por favor, qué tenemos aquí: una línea guasona en su diario sobre cómo se encargó de Anna Kern…

      —¿Y no le parece a usted que los bolcheviques se han alzado no tanto contra el régimen social, como contra el nacional?

      —¿Quiere llegar a que entre los comisarios hay mucha judería?

      —Creo que los comisarios están encabezados por un ruso, por Lenin…

      —Pardon, usted mismo es…

      —Francés, soy francés… Mi nariz es aguileña no a causa de la diseminación de la sangre judía, soy gascón… Allí sentimos inclinación por los viajes y la política. Nos gustan las mujeres, claro, pero aún más la política.

      —Si es usted político, dígame entonces: ¿cuándo van a ayudar sus líderes a Rusia?

      —¿Se refiere usted a los emigrantes blancos y a la oposición interna? No van a ayudarlos, solo van a prestar ayuda a una fuerza efectiva.

      —Eso quiere decir que no hay esperanzas, ¿no?

      —¿Por qué…? Las medidas categóricas son ajenas a la política; no estamos hablando del amor, donde sí es posible una explosión total.

      —En tal caso, la política se me presenta como el matrimonio de dos enemigos jurados.

      —Está cerca de la verdad… Y no se trata de nuestra capitulación ante los bolcheviques, simplemente el mundo es pequeño y Rusia es tan grande que sin ella no es posible la actividad vital normal del planeta.

      —¿Simpatiza con el bolchevismo?

      —Los bolcheviques privaron a mi familia de sus medios de existencia al anular la deuda de la administración zarista. Mi hermano, padre de tres hijos, se pegó un tiro, había depositado todos sus ahorros en préstamos rusos… Pero yo no odio a los bolcheviques, odio a los ciegos en política.

      —Espere, querido francés, nosotros le devolveremos su deuda. El pueblo se despertará y todo volverá a su sitio.

      —¿Y qué hacer con un pueblo que está en completo silencio?

      —El pueblo está en completo silencio hasta que destaque un guía, un jefe que tenga bandera.

      —¿Y bajo qué bandera puede alzarse el pueblo? ¿Bajo la bandera de aquel que proclama: «Devolveremos a la burguesía francesa sus millones»?

      Nikándrov se paró de repente y articuló en voz baja:

      —¡Que el demonio me lleve, ya está bien!… Siempre he sabido qué es lo que no quiero y qué deseo. Escapar cuanto antes de aquí… Aunque sea al medio de la nada, ¡donde sea! Pero que sea ya… Bueno, aquí es donde vivo. Venga, le haré un té y le enseñaré mis manuscritos…

      Mientras subían por la escalera, Blenner dijo:

      —Es el primer discutidor abstracto que he conocido en Moscú. Todos los demás no hacen más que meterse unos con otros. Y usted no se detiene en las particularidades…

      —Es que usted es extranjero. Le interesan sobre todo las particularidades, en cuanto a la generalidad… usted tiene una propia. ¡Voy a descubrirle una particularidad! Gobierne quien gobierne, yo quiero a mi tierra y no voy a ponerme a airear los trapos sucios solo para darle esa satisfacción. Yo soy yo, si le intereso así, bienvenido; si no, nos daremos la espalda y adiós muy buenas…

      Chicherin se encogió de frío y se echó sobre los hombros una chaqueta corta y sin mangas de piel de conejo. La sien izquierda le molestaba con un dolor largo y fastidioso: llevaba mucho rato trabajando con documentos, acababa de llegarle por correo diplomático un último envío de Berlín y de Londres.

      En su detallado informe Ioffe escribía desde Berlín:

      El canciller ha declarado que considera la colaboración ruso-germana una barrera en el camino del expansionismo político de Francia y de la presión económica de Inglaterra. Considera que el principal obstáculo para cumplir con el plan de intercambio económico y cultural serán no tanto las fuerzas externas como la oposición interna por parte del potente capital del Ruhr. Rathenau ha recalcado que la irresponsable dureza de las contribuciones impuestas a Alemania en el Tratado de Versalles permite ahora aislar el excesivo extremismo del capital germano, pues los productores —los obreros y los campesinos—, así como los intelectuales con disposición patriótica, van a apoyar, sin duda alguna, al gabinete en sus intentos de organizar unas relaciones equitativas con una gran potencia, incluso aunque esta potencia resulte ser la Rusia comunista…

      Krasin informaba desde Londres sobre el curso de las últimas conversaciones con los representantes de las tres principales firmas de acero y con el secretario Lloyd George. Escribía:

      Los ingleses están tan seguros de ser una potencia que no ven necesario disimular los puntos de empalme que consideran de interés estratégico. En particular mister Enright me preguntó directamente: «¿En qué medida van a limitar ustedes el capital francés no solo en Rusia, sino también en los países limítrofes, y cómo piensan ayudar a los empresarios británicos a crear barreras contra el posible resurgimiento del poderío industrial germano?». A diferencia de conversaciones pasadas, se nota la ajustada concreción en el planteamiento de las preguntas, lo que atestigua las serias intenciones de la parte contraria.

      Chicherin se llegó a la estufa de azulejos, pegó bien la espalda, sintió el lento calor y cerró los ojos. Esbozó una sonrisa.

      «Han empezado a revolverse —pensó Chicherin—. Por fin se han dado cuenta de que el gobierno de Lenin “no se vendrá abajo definitivamente y para siempre” al cabo de tres días».

      Chicherin regresó a la mesa, descolgó el teléfono y llamó a Karaján.

      —¿Cómo van las cosas con los cursos breves de francés y de inglés? —preguntó—. Por favor, tome este asunto bajo su más estricto control. Siempre nos fallan minucias enojosas: reconocernos, aceptarnos…, ya lo están haciendo, pero diplomáticos que puedan encaminar este reconocimiento en provecho de la causa… se cuentan con los dedos de una mano.

      Querido Auguste: