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secular, son algunas de las manifestaciones de esa quiebra del modelo originario. De todo ello nos ocupamos en el capítulo sexto.

      De la lectura de este último capítulo se desprenderá casi necesariamente el contenido del séptimo, el del fin de la presencia cristiana en Tierra Santa. A la descomposición política de la Siria franca hay que añadir la torpeza y estrechez de miras del Occidente cristiano. A uno y otro factor se debe el fin de la presencia cruzada en Palestina. En medio de todo ello, surge la personalidad hasta cierto punto ingenua de san Luis, el último gran cruzado, que nada pudo hacer para evitar el desastre. Quizá lo hubieran podido hacer los mongoles, repunte de viejas y legendarias esperanzas para los cristianos, pero al historiador no le está permitido caer en el juego tentador de los futuribles. En cualquier caso, a ellos es preciso dedicar, y así lo hacemos, una especial atención.

      El último capítulo, el octavo, se refiere a los otros ámbitos geográficos y culturales donde se desarrolló el fenómeno cruzado. Sobre todo, la Península Ibérica en la que, a partir del 1100, la reconquista se reviste de cruzadismo para solidificar justificaciones y reforzar estrategias. Las invasiones del “fundamentalismo” islámico norteafricano –en especial almorávides y almohades– constituirían un importante estímulo en el proceso de progresiva ideologización de la secular confrontación peninsular. Algo muy distinto es lo que se produce en el tercero de los escenarios cruzados, el del Báltico. En él no hay reconquista, pero sí colonización y cristianización, que encuentran en la cruzada un buen argumento fortalecedor: la orden teutónica será su principal beneficiaria.

      No hemos querido finalizar estas páginas sin aludir en un breve epílogo a otras cuestiones que, por razones de espacio, no hemos podido desarrollar en capítulos individualizados. Una de ellas es la crítica al fenómeno cruzado, algo presente desde muy temprano y que adoptó formas de expresión muy diversas, pero que en ningún caso supuso un freno real, o por lo menos decisivo, para la continuidad del movimiento. Otra cuestión es la de la ampliación del espíritu cruzado y su actuación frente a cualquier forma de rebeldía contra la autoridad de la Iglesia. Herejes, cismáticos o simples enemigos políticos del papa se convierten en objetivo de unas cruzadas que, por esta vía, estuvieron llamadas a larga vida. Pero esa vida tampoco fue corta para las convencionales cruzadas frente al infiel: los siglos XIV y XV presentan numerosos ejemplos.

      Insistimos en que el presente libro no tiene otra aspiración que la de la síntesis divulgativa. Para hacer más ágil la lectura hemos renunciado a las notas a pie de página, pero, como ya se ha indicado, el lector encontrará al final de cada capítulo la información bibliográfica que ha servido de soporte al mismo, especificándose, en su caso, el origen de las referencias directas a autores que pueda haber en el texto.

      Quisiéramos, finalmente, expresar nuestro agradecimiento a las dos personas que nos han permitido llevar a cabo el enriquecedor ejercicio de reciclaje historiográfico que es siempre un libro de estas características. Me refiero, en primer lugar, a nuestra colega y amiga Dolores María Pérez Castañera, quien nos hizo el encargo, y a Ramiro Domínguez, el editor que lo ha materializado.

      Cruzados en el momento de embarcarse hacia Tierra Santa. Miniatura del siglo XIV

      La guerra, a lo largo de la historia, se ha visto siempre asistida por elementos sacralizadores tendentes a justificarla. Todos los pueblos de la Antigüedad combatían en nombre de sus dioses, a ellos consultaban el inicio de las campañas y a ellos les dedicaban sus frutos. Las guerras eran las de los dioses que presidían la vida religiosa de los pueblos que las protagonizaban. A los más poderosos de entre éstos correspondían divinidades igualmente poderosas que, así, se sobreimponían a otras más débiles, y cuando se producía una conquista, el panteón de las divinidades conquistadoras veía cómo se enriquecían los graneros de sus templos con los bienes y tributos de los vencidos.

      Israel, por tantos motivos arsenal de justificaciones político-ideológicas para el Occidente medieval, no introdujo grandes modificaciones en su esquema de hacer y justificar la guerra. Todo lo más fue adaptando al Dios celoso de su progresivo monoteísmo una vieja institución religiosomilitar que, probablemente desde antes del siglo IX a.C., compartía con otros pueblos de la zona como los moabitas. Nos referimos al herem o anatema, consistente en la separación de todo o una parte del botín de guerra, hombres vencidos incluidos, y su consagración a la divinidad mediante su aniquilamiento purificador. No pocos historiadores han querido ver en esta radical expresión de la violencia sagrada el más claro exponente de la antigua guerra santa.

      De todas formas, la guerra de los israelitas responde al mismo concepto que preside la de los pueblos de la Antigüedad que le preceden o que le son contemporáneos. Es la guerra de los dioses, que se ejecuta por su mandato, o al menos con su aprobación, pero que no corresponde ni a su defensa ni a la extensión de su credo. En este sentido, y como afirma R. de Vaux, estaríamos ante guerras santas pero no ante las guerras de religión que buscan defender, consolidar y extender sus principios. En consecuencia, estaríamos aún lejos del momento en que la guerra santa adopta la forma novedosa de una guerra por Dios.

      El cambio se produce hacia el año 100 a.C. y también en ambientes hebreos, concretamente en aquellos que pugnaban por defender el credo y las costumbres religiosas del judaísmo frente al helenismo política y culturalmente imperante. Los tardíos libros bíblicos primero y segundo de Macabeos, redactados hacia aquella fecha, reflejan muy bien este cambio. El sometimiento del pueblo de Israel al control político de los seléucidas se traduce, durante el reinado de Antíoco IV Epífanes (175-164 a.C.), en una insufrible persecución religiosa. La sublevación de Matatías y sus hijos, entre ellos el primero y más conocido Judas el Martillo o Macabeo, fue la cristalización de la defensa religiosa del judaísmo amenazado por los seléucidas y sus partidarios los judíos filohelenistas.

      En la llamada guerra de los Macabeos, narrada por la Biblia, se dan ya muchos de los elementos que aparecerán desarrollados posteriormente en las nuevas guerras por Dios: defensa de la fe mediante voluntarios animados por una legítima y santa ira, solidaridad con correligionarios oprimidos por sus creencias en tierras extrañas, búsqueda de la gloria y fama eternas, ritualización de la guerra mediante liturgias previas a la entrada en combate e, incluso, aparición, en momentos de máximo apuro, de aliados celestes en forma de caballeros vestidos de blanco y blandiendo armas de oro (2 Mac 10,29 y 11,8).

      También en el seno del judaísmo, pero al margen de la tradición bíblica, podemos rastrear algún otro signo de este cambio de mentalidad bélico-religiosa que tiende a identificar la guerra santa con la propia causa de Dios. En torno a los comienzos mismos de nuestra era las comunidades esenias de Qumrán manejaban un manuscrito, la conocida como Regla de la guerra, en que, en términos apocalípticos, se narra el plan de campaña y distribución de las fuerzas de los hijos de la luz, que, guiados por los ángeles Miguel, Rafael y Sariel, harán realidad la victoria escatológica del bien sobre los hijos de las tinieblas liderados por Belial.

      A través de estos ejemplos, por tanto, no es difícil rastrear la forja de la nueva concepción de una guerra santa al servicio de la causa de Dios. Será el cristianismo el que acabará dándole forma, aunque, como veremos en seguida, no antes del siglo IV.

      Se ha dicho con frecuencia que en sus trescientos primeros años de historia los cristianos asumieron y defendieron, en ocasiones con vehemencia, los postulados propios del pacifismo que, en líneas generales, viene a caracterizar los textos del Nuevo Testamento y muy especialmente los evangelios canónicos. Desde hace algún tiempo, sin embargo, un sector representativo de especialistas tiende a matizar este reduccionista e idealizado panorama. De los datos de que disponemos nada autoriza a pensar que por parte de la Iglesia pudiera existir un rechazo generalizado, y mucho menos oficial, hacia la prestación del servicio militar. De hecho, los primitivos