Carlos de Ayala Martínez

Las Cruzadas


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en otra carta dirigida en este caso a contestar dudas planteadas por los obispos francos, el papa asegura que quienes cayeran en el campo de batalla luchando con valor contra paganos e infieles serían acreedores del perdón de sus pecados y, en consecuencia, merecedores de la vida eterna.

      Es posible que sea exagerado afirmar que nos encontramos aquí con la primera concesión de indulgencia o remisión de los efectos del pecado al estilo de las futuras bulas de cruzada. Como en seguida veremos, hasta mediados del siglo XI el ejercicio de las armas, incluso en el contexto de una guerra justa y santa, comportaba penas espirituales, y por tanto, en línea con la interpretación de Jean Flori, es más que probable que el papa Juan VIII únicamente estuviera suspendiendo la aplicación de tales penas, y no, como se hará más adelante, ofreciendo la participación en la guerra santa como una vía de salvación en sí misma. Pero, en cualquier caso, no cabe duda de que estamos ante un paso más, y un paso decisivo, en la carrera sacralizadora de la guerra justa por Dios: el hecho de morir en ella se equiparaba al martirio y, por consiguiente, a la acción purificadora y salvífica de la penitencia.

      Faltaba, por tanto, dar un paso más, el de la santificación de la violencia en sí misma como medio lícito de alcanzar la salvación. Aún se tardaría un poco en llegar a ello. ¿Qué es lo que estaba ralentizando de manera tan patente el proceso que, en último término, permitiría alumbrar las primeras auténticas cruzadas? Un poco más arriba aludíamos a una cierta vena pacifista que la Iglesia tardaría mucho en acallar. Es cierto que el pacifismo de esa vena corría con más fluidez entre cristianos tachados de heterodoxos que en el interior de la Gran Iglesia, pero tampoco ésta fue del todo inmune a ella. El indicador más significativo al respecto no es tanto la condena del hecho militar, que en realidad nunca llegó a producirse, como la prevención canónica a la participación en él de los cristianos.

      En relación con los consagrados, la postura oficial es clara y se mantendría inalterada durante siglos. Ya el concilio de Roma de 386 prohibía la ordenación sacerdotal de quienes hubieran ejercido la profesión militar, y el canon ocho del primer concilio de Toledo se mostraba taxativo en el año 400: “si alguno después del bautismo se alistase en el ejército y vistiese la clámide y cinto militar, aunque no haya cometido pecados graves, si fuere admitido al clero, no recibirá la dignidad del diaconado”. Pronunciamientos conciliares y papales se sucederán en esta misma línea hasta mucho tiempo después. Una capitular carolingia de 769, que recogía prescripciones conciliares anteriores, reiteraba la prohibición que tenían los clérigos de pertenecer a la militia e ir a la guerra, salvo en el caso de que, en calidad de capellanes, hubieran de ir a ella para celebrar misa y portar las reliquias correspondientes. Un siglo después el papa Nicolás I (858-867) hacía una clara y clásica distinción entre los milites Christi, es decir los clérigos, y los milites saeculi o laicos: los primeros en ningún caso debían portar armas ni acudir a la guerra, aunque ésta fuera defensiva y contra infieles. En realidad, la posición de la Iglesia en este punto no llegaría a cambiar nunca: la pureza ritual del clérigo no podía verse en ningún supuesto teñida de sangre; cuestión distinta es la de las numerosas excepciones que ya entonces y desde mucho tiempo atrás venían produciéndose.

      Pero lo que realmente nos interesa es saber qué efectos tenía en el cristiano laico el uso legítimo de las armas, que desde luego la Iglesia no condenaba. A mediados del siglo IV, todo un padre de la Iglesia de la talla humana de Basilio de Cesarea recomendaba a quienes hubieran participado en una guerra, por justa y asumible que fuera, que se vieran privados de la comunión durante un período de tres años, y el papa Inocencio I (401-417), mucho más radical, no dudaba en negar el bautismo a quienes lo solicitaran ejerciendo la carrera militar, y en imponerles nada menos que trece años de penitencia si, después de abandonar el ejército y recibir el bautismo, se reincorporaban a la vida castrense. Para el papa era claro que empuñar las armas era un ejercicio indispensable y desde luego legítimo, pero resultaba incompatible con la limpieza espiritual que garantizaba la salvación. Es evidente que la Iglesia vivía en este punto en una casi esquizofrénica contradicción, que intentaría resolverse mediante las prescripciones tarifadas de los llamados penitenciales. Como es sabido, entre los siglos VII y XI, todos los pecados posibles se hallaban relacionados en libros que incluían la correspondiente penitencia que debían satisfacer. Existían muchos y muy diversos “manuales de confesión” de este tipo, y en ellos las penas previstas podían variar, pero no era infrecuente que el homicidio en contexto de guerra legítima comportara una penitencia mínima de cuarenta días de ayuno.

      Mientras la lógica que presidía estos penitenciales estuvo vigente, y lo estuvo hasta bien avanzado el siglo XI, no era fácil que se impusiera un auténtico espíritu de cruzada. En esta superación de las antiguas “rémoras pacifistas”, el siglo X y la primera mitad del XI jugaron un papel decisivo; en el transcurso de esos ciento cincuenta años se acabó imponiendo la aceptación de la guerra, no solo como el mal inevitable y por consiguiente legítimo, sino como una posible vía de salvación.

      La “inversión de valores” que supone el tránsito de la guerra santa por ser necesaria y ajustada a los designios de Dios e intereses de los cristianos, a la guerra santa como vía de salvación y expresión loable de una nueva espiritualidad, es un fenómeno complejo, plagado de contradicciones, no siempre lineal en su desarrollo y al que, desde luego, contribuyeron factores de lo más diverso cuyo despliegue cronológico, como ya hemos apuntado, se sitúa en un amplio período que cubre buena parte de los siglos X y XI. Naturalmente ese proceso transicional se consumará definitivamente a raíz de la predicación y el desarrollo de la primera cruzada a partir de 1095. Fijémonos en este apartado en algunos de esos elementos previos que nos ayudarán a entenderlo.

      En primer lugar era necesario, en la medida de lo posible, liberar el uso de las armas del tabú de impureza que recaía sobre ellas, en otras palabras, era preciso santificar el oficio de la guerra haciendo extensiva la militia Dei no solo a los que se consagraban a Dios mediante la oración, sino también a quienes defendían su causa mediante el uso de las armas, es decir, a los caballeros.

      Pero naturalmente no todo uso de las armas resultaba moralmente aceptable y mucho menos digno de ejemplaridad edificante. La violencia contraria a los valores defendidos por la Iglesia debía ser literalmente extirpada de la sociedad. A ello va destinado el complejo movimiento de la paz y tregua de Dios, y a ello también va dirigido el esfuerzo eclesiástico por arrogarse, en último término, el monopolio de la violencia legítima y su capacidad de administrarlo en beneficio de la defensa de la expansión de la cristiandad y de cuantos príncipes fieles a ella contribuyeran al mantenimiento de la fe.

      Una manera efectiva de sacralizar el uso de las armas fue, sin duda, el de atribuirlo a esos modelos de vida cristiana que eran los santos. El desarrollo y la difusión del culto a viejos y nuevos santos guerreros era un buen mecanismo legitimador; lo sería aún mayor la santificación de ciertos personajes como consecuencia precisamente de su actividad militar.

      La tipología de los santos guerreros es de lo más variado. Algunos eran antiguos soldados romanos que, en época de persecución, sufrieron martirio por negarse a sacrificar a los dioses y, sobre todo, a levantar sus armas contra los cristianos. Uno de los más conocidos por la extraordinaria difusión de su culto tanto en Oriente como en Occidente es san Jorge. Desde el siglo VIII era el protector del Imperio bizantino y algún tiempo después santo patrono de su ejército. Para entonces era ya conocido en Occidente, concretamente en el sur de Italia, antiguo territorio bizantino, donde, según la tradición, en 1063, en Cerami, ayudaba a los normandos en su ocupación de Sicilia frente a los musulmanes, y lo hacía en persona, vestido de blanco sobre un caballo del mismo color, que también era el del estandarte que enarbolaba.

      Otros santos constituyen estrictas creaciones legendarias de cuño bíblico. Es el caso de san Miguel, el arcángel que acaudilla las legiones celestiales y cuya imagen ya decoraba el estandarte de los reyes germánicos en sus campañas contra los magiares de la primera mitad del siglo X: a su ayuda atribuye la tradición la espectacular y decisiva victoria frente a ellos que Otón I obtuvo en Lechfeld en 955.