Carlos de Ayala Martínez

Las Cruzadas


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sin duda era la de Roma la que encerraba mayores riquezas y por tanto la más codiciada para los depredadores. También ella quiso organizar su propia militia bajo la advocación y el estandarte de san Pedro. En realidad, desde mediados del siglo X, Roma poseía ya un advocatus en la persona del titular del Sacro Imperio Romano Germánico, pero no siempre la armonía presidía las relaciones entre ambas entidades y más aun cuando, conforme avanza el siglo XI, las ansias reformistas del pontificado se empiezan a mostrar incompatibles con el intervencionismo cesaropapista de los emperadores. Por ello, los papas, sin prescindir mientras pudieron hacerlo de tropas germánicas, procuraron ir organizando su propio ejército, al que acudían voluntarios pero también, y sobre todo, mercenarios. Con una tropa de estas características el papa León IX intentó en 1053 neutralizar la amenazadora anarquía en que se había convertido la presencia normanda en el sur de Italia. La campaña, dirigida por el propio pontífice, fue un fracaso y los milites sancti Petri fueron literalmente barridos junto a Cività-al-Mare y el papa “retenido” durante nueve meses en sus posesiones de Benevento. Los cronistas no tardarían en designar a las víctimas de la derrota como milites Christi inmolados en el martirio de una causa justa y santa.

      La Iglesia, además de arbitrar medidas concretas que, en determinados supuestos, permitiesen convertir la guerra en un loable ejercicio de santificación, estuvo profundamente interesada en evitar la violencia que consideraba ilegítima, y para ello procuró dosificar, en la medida de lo posible, una actividad que, desde luego en los siglos X y XI, era imposible de erradicar por completo. En efecto, en el ambiente de anarquía que hemos descrito un poco más arriba, y que de modo particular afectaba a extensas áreas de la Francia meridional y Cataluña, surge el llamado movimiento de la Paz de Dios. Obispos de estas regiones, normalmente conectados con las tendencias renovadoras del monacato cluniacense, son sus protagonistas. Entre 990 y 1020 convocaron y presidieron concilios provinciales constituidos en auténticas asambleas de paz en las que se exigía de nobles armados y caballeros que respetasen las personas y bienes de las iglesias y que se abstuvieran de cualquier extorsión contra campesinos o pacíficos comerciantes. La violencia de los señores de la guerra era moralmente inaceptable y debía ser castigada no solo con las penas espirituales del anatema sino también con una legítima defensa que, en ocasiones, adoptó la inquietante forma de tumultuosas acciones de campesinos armados y dirigidos por clérigos y monjes comprometidos con el movimiento de la Paz de Dios. Algunos denunciaron a la Iglesia como responsable moral de iniciativas subversivas que harían peligrar la paz social tanto o más que la violencia señorial. Pero lo cierto es que la Iglesia estaba decidida a imponer, de un modo u otro, su propio criterio a la hora de valorar tipos de violencia y de impedir todo aquel brote que no contara con su bendición. Por ello, entre 1037 y 1041, y a través de sendos concilios celebrados en Arlés, los responsables del movimiento de la paz de Dios dieron con otra fórmula aun más drástica: ningún caballero podría practicar la violencia de su oficio entre la tarde del miércoles y la madrugada del lunes. Es lo que se conoce como tregua de Dios, un período que se correspondía con los días de la semana especialmente vinculados a las prácticas devocionales de la fe cristiana y que, bajo ningún concepto, podía verse turbado por la insensata violencia de la militia mundi.

      Es evidente que las instituciones eclesiásticas de paz y tregua no fueron siempre respetadas, pero es cierto, sin embargo, que ayudaron a generar un clima social que demandaba como deseable el nuevo orden que la Iglesia se esforzaba en imponer. Fijémonos solo en un ejemplo cercano: entre 1064 y 1068 son los propios condes de Barcelona, Ramón Berenguer I y Almodis, los que convocan y presiden en Barcelona y Gerona sendas asambleas de paz en que adoptan forma jurídica algunos de estos planteamientos eclesiásticos; es más, en opinión de Pierre Bonassie, el hecho de que los acuerdos de entonces fueran más adelante agregados al corpus jurídico de los Usatges de Barcelona muestra a las claras que recibieron la consideración de auténticas “leyes de la tierra”.

      ¿Qué perseguía realmente la Iglesia con todo ello? Evidentemente hay un deseo sincero de garantizar el orden social y la paz pública: todos sufrían los efectos de su ruptura, aunque de modo especial los más desfavorecidos y, por supuesto también, los propios establecimientos religiosos. Hay asimismo una firme voluntad de hacer del discernimiento de los distintos tipos de violencia un monopolio eclesiástico, de inestimable valor a la hora de imponer un controlado programa de sacralización en el uso de las armas. Y hay también, y quizá de manera especial, toda una pedagogía de la conversión que, privando al caballero de su mundanizado oficio, lo llegara a transformar en válido instrumento de la Iglesia. En efecto, no se insistirá bastante en que el “movimieto de la paz y tregua de Dios” constituye una suerte de redentora purificación penitencial: privándoles del uso de la violencia, los caballeros se veían impedidos de practicar algo que no solo les proporcionaba placer sino que, en cierto modo, era su cauce de subsistencia; la abstención de hacer la guerra se sitúa en el plano de la penitencia colectiva que alejando el pecado permite atisbar la imposición de un orden justo, pero es también el procedimiento que, mediante el ahorro de energía bélica, posibilitaría su ulterior canalización hacia los propios objetivos de la Iglesia. Estamos en la antesala –una más– de la cruzada. No conviene olvidar que la asamblea de Clermont de 1095 en que Urbano II predicaría la primera de ellas no fue más que un concilio reformador cuyo primer capítulo fue consagrado a la ratificación formal de la tregua de Dios.

      Como hemos visto, la guerra santa no fue ajena al ideario del cristianismo en su primer milenio de existencia, incluso, y sobre todo a partir del siglo X, arbitrará las justificaciones necesarias para hacer de ella un adecuado medio de salvación personal. Sin embargo, con anterioridad al siglo XI, no son muy abundantes las ocasiones en que encontramos al frente de concretas manifestaciones de guerra santa a la jerarquía eclesiástica, y menos todavía al papa de Roma. Sin duda había obispos que colaboraban en ellas, y lo hicieron muy activamente, pero con frecuencia sosteniendo acciones cuyo liderazgo último correspondía a los poderes seculares. También es verdad que algunos papas de la segunda mitad del siglo IX, en torno al impulso centralizador del gran pontificado de Nicolás I (858-867), hicieron llamamientos en defensa de una Roma que se adivinaba ya como concreción sintetizadora de la cristiandad; estamos, ciertamente, ante una excepción, y, pese a todo, esos llamamientos meramente defensivos se dirigían sobre todo a las autoridades carolingias responsables últimas de la defensa del Patrimonium Petri.

      Y es que eran los poderes seculares, y no los eclesiásticos, los que por regla general venían asumiendo el liderazgo de la guerra santa y sus diversas manifestaciones, todas ellas, hasta por lo menos el siglo XI, cinceladas en modelos de guerra religiosa no totalmente clericalizados. Es decir, no es la Iglesia la que impone las pautas para su convocatoria y desarrollo, sino que son los poderes civiles los que se encargan de hacerlo. Éstos se hallan envueltos en un aura sacral que los legitima para el ejercicio del poder y para desarrollar su labor protectora sobre la Iglesia. Ésta se encuentra sometida a ellos, asumiendo un papel subsidiario que la convierte en mera entidad sancionadora de las iniciativas regias y que, ante todo, pone de manifiesto su extraordinaria debilidad.

      La situación cambia de manera radical a partir del siglo XI. Es el momento de la reforma gregoriana, cuando la Iglesia consigue emanciparse del poder secular creando un modelo propio de sociedad a cuyo frente se sitúa el pontificado romano. Es un modelo lógicamente clericalizado en el que la fuente última de autoridad corresponde al papa. “Sólo él puede usar las insignias imperiales”, según reza el Dictatus Papae de 1075, y por consiguiente solo él puede convocar y dirigir la guerra santa. Ésta, expresión de su poder y materialización de su renovado programa expansivo, es arrebatada a reyes y emperadores y esencialmente eclesializada. Por eso, cuando en 1074 el papa Gregorio VII decide intervenir a favor del Imperio Bizantino, seriamente amenazado por los turcos, y lo quiere hacer poniéndose personalmente al frente de un ejército de 50.000 hombres, se dirige al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Enrique IV, para que, en su ausencia, se encargue de la defensa de la Iglesia occidental. Se han invertido totalmente los términos.

      Esta eclesialización de la guerra santa la aparta de la espontaneidad con que se había