Juan Pedro Cavero Coll

El pueblo judío en la historia


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a las provocaciones de su vecino. Respecto a la acción de gobierno del grupo palestino, no puede calificarse de éxito. Hamás sobrevive en Gaza, aunque a duras penas, gracias a la ayuda económica de Irán y de otros estados árabes y sufre un duro bloqueo económico de Israel.

      Al menos, desde el punto de vista político el ascenso de regímenes islamistas producido tras la llamada Primavera árabe (2010-2013) ha beneficiado a Hamás. Por lo demás, el partido lleva más de un lustro promoviendo una gradual islamización social (prohibición a las mujeres de participar en maratones mixtos, de fumar la pipa de agua en lugares públicos y de ir en moto detrás de un hombre, introducción de un código de vestimenta para las estudiantes universitarias, separación obligatoria de niños y niñas en las escuelas, etc.) que está encontrando cierta resistencia entre algunos habitantes de la Franja.

      Fatah, por su parte, desde que en 2007 perdiera el control de la Franja de Gaza no se ha visto acusada por la comunidad internacional de ser responsable de los continuos lanzamientos de cohetes a Israel. Nadie tampoco ha culpado a Fatah de cuanto ocurre en ese territorio tan pobre y difícilmente gobernable que es la Franja de Gaza. En Cisjordania, donde Fatah ocupa el poder, la lluvia de millones recibida anualmente de la Unión Europea, Estados Unidos y otros países posibilita el cobro puntual de los salarios por los funcionarios y la construcción de infraestructuras, además de impulsar la economía. Incluso el rechazado control militar israelí permite a Fatah confiar en que no habrá incursiones de Hamás en Cisjordania. ¿Compensa a Fatah perder estas prebendas por un acuerdo con un Hamás inflexible? ¿Será capaz Hamás de adoptar una postura lo suficientemente conciliadora como para facilitar la formación de un único gobierno en Cisjordania y la Franja de Gaza?

      No resulta fácil saber qué rumbo tomará a corto plazo el conflicto palestino-israelí. Sin embargo, desde la desaparición del Mandato británico de Palestina hasta la actualidad puede apreciarse en israelíes y en palestinos una tendencia ―aun con altibajos― a consolidar su presencia en esa zona. Unos y otros cuentan con instituciones que gobiernan poblaciones asentadas en territorios y, tanto Israel como Palestina, son reconocidos como estados por la mayoría de los países del mundo. Uno de los últimos hitos en ese afán por aumentar la presencia internacional fue el reconocimiento de Palestina como «estado observador» de la ONU, aprobado por la Asamblea General de dicha institución el 29 de noviembre de 2012.

      Ciertamente, esta tendencia a la consolidación puede cambiar. Sin embargo, quien se empeñara en no aceptar la creciente fortaleza de Israel y de Palestina como naciones estaría remando contra lo que ha ido aconteciendo. Desconocemos por ahora, por ejemplo, si la ya madura asunción de responsabilidades de gobierno llevará a Hamás a adoptar un pragmatismo que le haga abandonar principios generales tan quiméricos como los que, en el otro extremo, tienen los ultranacionalistas judíos. No sabemos si, a diferencia de grupos como Al-Qaeda, Jihad y Hizbulá los dirigentes de Hamás acabarán convenciéndose de que, en el escenario internacional, no es posible conseguir siempre todo lo que uno se propone y carece de sentido, por tanto, insistir en ello.

      Pero la paz no depende solo de la mayor o menor voluntad palestina. El ritmo negociador para alcanzar una solución pacífica también ha dependido del interés de los primeros ministros que Israel ha tenido desde el comienzo de las conversaciones (Menajem Beguin, 1977-1983, Isaac Shamir, 1983-1984 y 1986-1992, Isaac Rabin, 1992-1995, Simón Peres, 1984-1986 y 1995-1996, Benjamín Netanyahu, 1996-1999, Ehud Barak, 1999-2001, Ariel Sharon, 2001-2006, Ehud Olmert, 2006-2009, Benjamín Netanyahu, 2009…), así como de los apoyos parlamentarios que les han sostenido.

      El contexto internacional actual es ajeno a las rivalidades que dividieron parte del mundo en bloques capitaneados por las superpotencias. Ello ha impulsado iniciativas a favor de una pacífica solución del conflicto de Oriente Próximo, como pudo comprobarse durante la Conferencia de Annapolis (Estados Unidos, 27 de noviembre de 2007), en la que el presidente de la ANP Abbas y el primer ministro israelí Olmert acordaron relanzar las negociaciones de paz.

      En los últimos lustros Estados Unidos ha mostrado reiteradamente su apoyo a la existencia de los estados palestino e israelí. El 24 de marzo de 2009 el presidente estadounidense Barack Obama declaró que «para nosotros es crucial progresar hacia una solución de dos estados, donde israelíes y palestinos puedan vivir lado a lado en sus propios estados con paz y seguridad». Y el 21 de marzo de 2013, en la misma línea, Obama afirmó en el Centro de Convenciones de Jerusalén ante cientos de jóvenes israelíes que para que «siga habiendo un estado judío y democrático debe haber al lado un estado palestino». Nobles aspiraciones que conllevan un programa de acción de largo alcance.

      El fin del conflicto palestino-israelí requiere consenso. ¿Quiénes han de llegar a dicho consenso y qué temas principales precisan acuerdos? A la primera parte de la pregunta responderemos que quienes deben encontrarse son los protagonistas del desencuentro: en términos generales las sociedades palestina e israelí y, por extensión, todos aquellos países que niegan el reconocimiento a los estados de Palestina e Israel.

      Respecto a los temas que demandan pactos entre los contendientes, el fundamental es el reconocimiento del derecho del otro a existir, con lo que eso conlleva: tierra donde asentarse, comida y agua para subsistir, trabajo para desarrollar las propias capacidades y obtener medios de vida, así como paz y seguridad para disfrutar de la existencia. En concreto, la solución del conflicto palestino-ísraelí exige entre otras condiciones alcanzar compromisos sobre los siguientes temas: cese de los ataques palestinos ―y en lo posible, de los grupos fundamentalistas radicales― a Israel y de las consiguientes represalias del estado judío, la identificación de los refugiados palestinos, el fin de los asentamientos israelíes en los territorios ocupados, el estatuto de Jerusalén y el reparto del agua.

      Como en cualquier disputa, el fin de los problemas en Oriente Próximo requiere voluntad de alcanzar acuerdos por ambas partes, que ha de plasmarse en primer lugar en el reconocimiento a existir del otro y en su consideración de interlocutor válido para comenzar a negociar. Tras décadas de rechazo, el 9 de septiembre de 1993 el gobierno israelí y la OLP aceptaron el reconocimiento mutuo en sendas cartas firmadas por Isaac Rabin, primer ministro de Israel, y Yasser Arafat, presidente de la OLP; días después, el 13 del mismo mes, tanto el gobierno israelí como la OLP aceptaron la creación de la ANP como organización administrativa autónoma para el gobierno de la Franja de Gaza y de parte de Cisjordania.

      Como hemos visto, la situación es diferente entre Hamás e Israel. A pesar de su experiencia de gobierno en la Franja de Gaza, Hamás continúa siendo una organización yihadista que se niega a reconocer al estado de Israel, contra el que atenta con ataques armados en cuanto puede. El estado judío, por su parte, persiste en considerar a Hamás una organización terrorista, como también hacen la Unión Europea y Estados Unidos. Al menos hasta mediados de 2013 Jaled Meshal ―dirigente de Hamás― y sus colaboradores en el gobierno de la organización persisten en oponerse a negociar con Israel y rechazan una solución de paz del conflicto palestino-israelí basada en la existencia de dos estados.

      Respecto a la posibilidad de contar o no con intermediarios para alcanzar acuerdos que conduzcan a la solución del conflicto palestino-israelí, la historia demuestra que ―a pesar de los errores― la ONU, Estados Unidos, la Unión Europea y Egipto han ejercido de una u otra manera labores de mediación que han dado fruto. De poco sirven, por ejemplo, juicios críticos como el mostrado por el escritor palestino-estadounidense Edward Saïd quien, en su libro Orientalismo, publicado en 1978, calificó a los estudios occidentales sobre Oriente Próximo y Medio de «discursos del poder, ficciones ideológicas, grilletes forjados por la imaginación», que desprecian los matices y los diversos contextos y forjan estereotipos que contribuyen a fomentar la animadversión.

      Tras considerar la posición de Said «un asalto al saber», el historiador estadounidense David Landes ―partiendo implícitamente de la posibilidad de llegar a conocer y comprender las razones y circunstancias de la conducta ajena― afirmaba en su libro La riqueza y la pobreza de las naciones mostraba su desacuerdo con quienes piensan que hay que formar parte de un grupo humano para entender sus razones y penetrar en su pasado y su cultura:

      «Debe rechazarse categóricamente la idea de que la