Rosa Julia Guzmán

La observación del desarrollo infantil


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desde los diferentes sistemas y entidades. Esto, considerando que tanto el desarrollo como el aprendizaje se dan durante toda la vida, pero ciertas características generalmente se acentúan más en ciertos periodos que otros y su conocimiento se hace especialmente relevante en aras de brindar una atención adecuada con respecto a diferentes aspectos.

      Desde el estudio del desarrollo se han definido ciertos núcleos: el físico (asociado con el crecimiento del cuerpo y el cerebro, así como “las capacidades sensoriales, habilidades motoras y la salud”); el cognitivo (involucrado en procesos como la atención, la memoria, el aprendizaje, el lenguaje, el pensamiento, la creatividad y el razonamiento, entre otros); y el psicosocial (vinculado con las relaciones sociales, el desarrollo emocional y de la personalidad). Estos no actúan por separado, sino que su desarrollo se interrelaciona permanentemente no solo entre sí, sino también con las características de los contextos socioculturales en los que se encuentra el individuo.

      Los núcleos permean una serie de periodos de desarrollo típico, con rasgos y secuencias evolutivas esperadas, que se van dando a lo largo del ciclo vital, pero sin olvidar las diferencias que puedan existir en su ritmo a causa de características de los contextos y las culturas. Desde los planteamientos de Santrock (2004), Papalia et al. (2013), estos son: el periodo prenatal (desde la concepción hasta el nacimiento), la infancia (del nacimiento hasta los tres años), la niñez temprana o edad preescolar (que va desde el final de la infancia hasta los cinco o seis años), la niñez intermedia y tardía (de los seis a los once años, aproximadamente), la adolescencia (enmarcada como la transición de la niñez a la adultez temprana, es decir, de los diez a los once años a los dieciocho a veintidós). Después de estas, continúan las demás etapas del ciclo vital como lo son la adultez temprana (de los veinte a los cuarenta años), la adultez media (de los cuarenta a los sesenta y cinco) y la adultez tardía (de los sesenta y cinco años en adelante).

      No obstante, nos centramos en los periodos iniciales del desarrollo, por ser estos considerados los periodos más críticos o sensibles del desarrollo al demostrarse que “el desarrollo cerebral durante la infancia tiene un rol central en el aprendizaje, la conducta y la salud tanto física como mental” (Mustard, 2003, p. 85).

      Respecto a la etapa prenatal, es el periodo del desarrollo humano que comprende todo el proceso de gestación, es decir, desde el momento de la concepción hasta el nacimiento del niño. En este periodo interactúan tanto la dotación genética como los factores ambientales y se forman las estructuras y órganos básicos para el funcionamiento adecuado del cuerpo y del cerebro. Es un periodo caracterizado por el crecimiento acelerado de estos, las influencias ambientales actúan como un factor esencial, ya sea protector o de riesgo (Almonte-Vyhmeister y Montt-Steffens, 2013). En relación con el aspecto cognitivo, en esta etapa se desarrollan las capacidades para responder a la estimulación de los sentidos para prestar atención, recordar y asociar elementos y comienzan a generarse procesos de aprendizaje. Además, es el periodo en que se empieza a formar el vínculo afectivo entre el bebé y la madre en tanto el feto responde a su voz y se manifiesta una preferencia hacia ella.

      Después del nacimiento, llega el periodo de la infancia en el que comienzan a operar en armonía todos los sentidos y sistemas del organismo, y se aumenta progresiva y rápidamente la complejidad del cerebro humano (recordando la gran influencia del medio o contexto en dicho proceso). Igualmente, el crecimiento físico y desarrollo de habilidades motoras se da de manera muy rápida (Papalia et al., 2013).

      El desarrollo cognitivo se manifiesta en las capacidades crecientes para aprender y recordar, así como en el desarrollo de la capacidad de reconocer, utilizar símbolos y resolver problemas que se da de manera clara hacia el final del segundo año. Entre el segundo y tercer año la adquisición del lenguaje cobra un valor esencial y el desarrollo corporal comienza a tener un mayor énfasis en las habilidades motoras finas (a diferencia de los primeros años en que eran, principalmente, gruesas). En términos del desarrollo psicosocial, se evidencia un gran apego a los padres o cuidadores, aunque con un mayor desarrollo de la autoconciencia y un aumento del interés hacia otros niños, de modo que se da el paso de la dependencia a la autonomía (Pérez-Pérez y Navarro-Soria, 2012).

      En la niñez temprana, el crecimiento físico se evidencia como constante, se desarrolla la lateralidad y se mejoran la fuerza y la coordinación motora (fina y gruesa). De igual modo, es una etapa en la que se tiene un mayor dominio de la marcha y se comienzan a controlar los esfínteres; se tiene una mayor conciencia del propio cuerpo; el apetito suele verse reducido y se presentan problemas asociados con el sueño. En el área cognitiva, se evidencia un egocentrismo claro, así como la presencia de ideas sobre el mundo que no responden a las lógicas de los adultos. Hacia el final del periodo se aumenta la comprensión del punto de vista del otro; la memoria y el lenguaje se observan más consolidados, así como el desarrollo de la inteligencia que se manifiesta con más claridad en términos observables por tratarse de la edad preescolar (Almonte-Vyhmeister y Montt-Steffens, 2013). Es un periodo caracterizado por una mayor búsqueda de autonomía; el dominio del lenguaje es una de las principales adquisiciones. El pensamiento es aún concreto e irreversible, se da una relación activa con los objetos y una mayor búsqueda de dominio sobre estos y las personas cercanas. De allí que antes de los cuatro años, el niño evidencia una etapa de posesividad y de obstinación.

      Posteriormente, de los cuatro a los seis años, aproximadamente, en el aspecto psicosocial se evidencia el desarrollo de la identidad de género y son comunes el altruismo, la agresión y los miedos (Berger, 2007). En cuanto a las relaciones sociales, la interacción con otros niños comienza a tener mayor importancia al final del periodo, aunque la familia sea todavía el centro de las relaciones. A su vez, se complejiza la capacidad para comprender las emociones, aumentan el autoconcepto, la autoestima (aunque se caracteriza por ser global), el autocontrol, la independencia y la iniciativa.

      Esta última parte de la niñez temprana se caracteriza además por una autonomía relativa en contextos no familiares, un mayor dominio del lenguaje y la motricidad, así como un auge de la imitación de roles y el juego dramático. En suma, aparecen miedos específicos (a la oscuridad o a elementos o personajes —reales o fantásticos—) y el juego evoluciona desde lo corporal hacia el juego basado en reglas pasando por el simbólico, que es más característico de los dos a los cuatro años. Por otra parte, las emociones suelen ser exageradas, fugaces e intensas; es la edad de los “por qué” (al involucrarse pensamientos de causalidad y comenzar a darse razones de los actos) y la tarea principal se convierte en la adquisición del sentido de iniciativa.

      El desarrollo integral de los niños requiere ser generado a partir del establecimiento de ambientes de bienestar (desde los entornos hogar, de salud, educativo y de espacio público), con posibilidad de acceso a bienes, servicios y relaciones basadas en la perspectiva de derechos y equidad. Desde esta mirada, los elementos que caracterizan cualquier modalidad de atención integral para la primera infancia y que obedecen al principio de integralidad son: prestación conjunta de los servicios de educación y cuidado; ambientes protectores que reúnan condiciones de infraestructura y logística para favorecer una atención pertinente y adecuada, así como generar en los niños y las niñas sentimientos de confianza, con el fin de crear y vivir relaciones de afectividad, solidaridad, respeto y participación; atención en programas de educación inicial, basados en metodologías y contenidos, desarrollados en espacios que respondan a las necesidades y características de los niños y las niñas menores de seis años; articulación entre juego, arte, lenguaje y literatura, de manera tal que aseguren “un universo de experiencias capaces de despertar en el niño el interés por el conocimiento del mundo social y natural, una adquisición y dominio del lenguaje, una participación en la vida cultural de su tiempo y de relaciones plenas de sentido” (República de Colombia, 2006, p. 39); fortalecimiento del rol de la familia como primer educador y como corresponsable de la educación de la primera infancia,