Vicenta Marquez de la Plata

Mujeres con poder en la historia de España


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cómo justificar a esas alturas sus últimas aventuras amorosas.

      Muchos bastardos tuvo el rey y desde muy pronto. En su mocedad tuvo un hijo del cual se ignora la identidad de la madre (los últimos estudios dicen que puede tratarse de una hija del conde de Chirel) y que llevó por nombre Francisco Fernando de Austria, nacido cuando el soberano estaba ya casado con su primera mujer, doña Isabel de Borbón. Murió el niño en la villa de Isasi a 12 de marzo de 1634, cuando apenas contaba ocho años. Cuando se supo su muerte unos días más tarde, se llevó su cuerpo al Escorial.

      Otra hija tuvo, la cual generalmente no es mencionada por los autores. Se llamó Ana Margarita, tomó los hábitos a la edad de doce años como agustina en el convento de la Encarnación de Madrid. Esto era común entre las bastardas reales, pues se trataba de evitar la proliferación de personas de la real casa. Ingresándolas en un convento se les aseguraba una vida digna, incluso lujosa, y se evitaba que tuviesen hijos. Nuestra Ana Margarita falleció a los veintiséis años, siendo madre superiora de su convento.

      Varias hijas solteras dejó Felipe IV a su muerte. Una se llamaba Margarita de Austria, la cual a la edad de seis años entró de religiosa en las Descalzas Reales y profesó a los dieciséis. En 1666 tomó el nombre de Margarita de la Cruz.

      Una religiosa que profesó en las Agustinas de Madrigal se llamó Anne Marie Juana Ambrosia Vicenta, a la que suelen mencionar como hija de Felipe IV. Sin embargo, la interesada declaró el día de su profesión que era «hija del serenísimo señor D. Juan Joseph de Austria, hijo de nuestro señor D. Phelipe IV». Es decir, fue nieta, que no hija, de don Felipe.

      Hija del soberano fue Catalina, que murió religiosa en Bruselas en donde falleció a los cincuenta y tres años en 1714.

      En la obra Soberanos del Mundo se mencionan otros hijos de Felipe IV: don Alfonso, que profesó en la Orden de Santo Domingo y que llegó a obispo de Málaga; don Carlos y don Fernando, que se apellidaron Valdés; otro se llamó don Alfonso Antonio de San Martín (llamado así porque don Juan de Sanmartín lo crio y aprohijó) y llegó a ser obispo de Oviedo y de Cuenca. Este fue hijo de una dama de la reina, llamada Thomasa Aldana. Otro, poco conocido, fue un segundo don Juan, a quien crio don Francisco Cosío, cuyo apellido tomó. También ingresó en la vida religiosa y fue famoso predicador.

      Al parecer, don Francisco de Borja en su correspondencia enviaba noticias a la monja de Ágreda sobre estas y otras ligerezas del rey. Los originales que se copiaron hace unos cincuenta años por don Eduardo Royo, capellán de las concepcionistas de Ágreda, guardan siete cuadernos con particulares sobre el asunto que interesa al lector curioso. Los manuscritos primitivos se hallan en las Descalzas Reales.

      Poco se puede hallar tocante a críticas que haga la monja de una manera directa al rey ni a sus otros corresponsales en relación con la vida disipada y los galanteos de S. M. De manera harto hiperbólica, le ruega al rey una y otra vez «conversión, arrepentimiento, enmienda», etc. El rey deseaba no caer en tales tentaciones, pero lo hacía demasiado a menudo. Hasta sus últimos días escribió con pesar la monja a su amigo don Francisco: «me han dicho que el Rey está con sus mocedades antiguas». De esta manera dice que se ha enterado de que el rey tenía nueva amante. Pero esta vez ya era demasiado tarde para rogar arrepentimiento o arreglo.

      Enfermo de alma y de cuerpo, el rey hizo su testamento. Tenía el ánimo aniquilado porque veía el difícil porvenir del reino, con un hijo enclenque y poco inteligente y una madre inexperta y demasiado devota. Murió cristianamente el 17 de septiembre de 1665.

      Los consejos y consuelos de sor María de Ágreda levantaron, más de una vez, las suspicacias de la Santa Inquisición, que veía con gran recelo la proliferación del misticismo femenino, por lo que la interrogó en 1650, y aunque no halló motivo de enjuiciamiento, siguió cuidadosamente la evolución de sus escritos y su propia vida.

      Falleció la monja de Ágreda, nacida María Coronel, el 24 de mayo de 1665, apenas unos meses antes que su amigo el rey de todas las Españas, Felipe IV, cuya vida, alegrías y desdichas había seguido paso a paso desde hacía muchísimos años.

      Aparte de su correspondencia con el rey, cosa que nos ha interesado hasta ahora, esta notable mujer fue una mística relevante y una escritora de gran mérito. De su pluma salió La mística ciudad de Dios. Defensora de la figura de María y del dogma de la Purísima Concepción, no vio su libro editado, pues se publicó después de su muerte. No se había hecho hasta entonces ningún intento de ahondar en la genealogía femenina de Cristo y los teólogos vieron con recelo su obra al tiempo que la obra, desde su publicación, gozó de fama inmediata entre el pueblo por sus reflexiones de tipo espiritual. Muy pronto su libro fue perseguido por la Inquisición, bástenos saber que la orden franciscana a la que pertenecía la monja de Ágreda al año de su muerte inició su proceso de beatificación, pero con La mística ciudad de Dios se había reanudado la polémica en torno al dogma de la Concepción y en 1681 la Iglesia incluyó su obra en el Índice de libros prohibidos por la Inquisición española y por ello a partir de entonces su proceso de beatificación se vio entorpecido. En 1695 el libro, tan apreciado por los devotos, fue prohibido por los teólogos de la Sorbona de París, aunque hay que decir que esto provocó que en la mayoría de las universidades católicas se desencadenase una ola de opiniones a favor de la obra de sor María de Jesús.

      En todo caso, las cosas fueron de mal en peor y en el siglo XVIII, Benedicto XIV elaboró un documento en el que advertía a los papas del futuro sobre «el inconveniente de aprobar dicha obra» y para evitarlo promulgó un decreto de perpetuo silencio, con lo que la aprobación quedaba paralizada para siempre. Con ello también dejó de hablarse de una posible canonización de la mística.

      Fue además una notabilísima escritora: de su pluma salió un gran número de nuevos términos lingüísticos, con lo que enriqueció el acervo común de todos los españoles de aquende y allende los océanos. En el siglo XVIII, mientras Benedicto condenaba su obra al silencio perpetuo, la Real Academia Española escogió La mística ciudad de Dios para documentar las voces del Diccionario de autoridades.

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      El papa Benedicto XIV, quien incluyó La mística ciudad de Dios en el Índice de libros prohibidos por la Inquisición española. Grabado original del siglo XVIII.

      En cuanto a la discusión nunca resuelta de si fue o no una verdadera valida, dejaremos al lector que forme su propia opinión; ella no tenía ambiciones de poder, tal y como lo entendería una persona del mundo. Sí deseaba, en cambio, influir en el rey para realizar cambios morales y políticos. Nosotros nos contentamos con calificarla de cuasi valida o de valida en la sombra. Y en todo caso sirvió de soporte y apoyo a un rey afligido por sucesivas desgracias, por muertes y guerras, quiebras del Estado e insurrecciones, y además indeciso, tímido y pacato pero siempre deseoso de hacer lo mejor, al menos para su alma. Sin duda, ante ella, como ante un espejo, se permitía desnudar su alma: «tengo miedo… estoy afligido…», y olvidaba algunas veces su dignidad real por la que se sentía tan constreñido y obligado. Solo por eso la historia debe a la monja de Ágreda algún agradecimiento.

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