de primera línea. Por otro lado sus epístolas le permitieron influir en la sociedad de su tiempo, pues mantuvo activa correspondencia con personajes de la mayor importancia, como don Francisco y don Fernando de Borja, lo cual, a pesar de su encierro monacal, le permitió tener un gran campo de acción social, pero sin duda la correspondencia más interesante y la que más influyó en la vida de otros fue la que sostuvo durante largos años con el rey de las Españas, don Felipe IV. Esta relación epistolar se inició el 4 de octubre de 1643 y se mantuvo durante veintidós años, hasta la muerte de ambos.
La primera parte de La ciudad mística de Dios la escribió entre 1636 y 1643, y la segunda la comenzó el 8 de diciembre de 1655 y la acabó el 6 de mayo de 1660
Don Francisco de Borja y Aragón nació en 1582 probablemente en Italia. Descendiente de los reyes de Aragón, caballero de la Orden de Montesa, gentilhombre de cámara de Felipe III, amigo de los Argensola, poeta y príncipe de Esquilache él mismo por su matrimonio con doña Ana de Borja. En 1614 fue nombrado virrey del Perú. Durante su mandato fundó el Colegio del Príncipe para Indios Nobles y el de San Francisco de Borja para Hijos de Conquistadores, mejoró las defensas, reprimió los abusos de los corregidores e impulsó la vida cultural desde su palacio virreinal. Regresó a España en 1632. Fue una de las personas con las que sostuvo correspondencia la monja de Ágreda y uno de los que la mantuvieron informada de los sucesos y personajes de la Corte. Falleció en Madrid en 1658.
El 17 de enero de 1643 Felipe IV otorgó al conde-duque de Olivares el descanso que él le había pedido, pero se lo otorgó con la idea de volver a utilizar sus servicios si la real persona lo necesitase más adelante. De momento no pensaba llamar a ningún otro valido ni ayudarse de ningún favorito, más bien parece que su intención era gobernar por sí mismo con la cooperación normal de sus consejos. El 24 de enero se le comunicó al Consejo de la Cámara el cese del conde-duque y su salida de Madrid.
Si bien Felipe IV había sido sincero en su intención de gobernar por sí mismo, pronto llegó a la conclusión de que sin ayuda de otro u otros no le sería posible. Por ello, muy pronto, aunque sin reconocerlo como tal, tomó como valido al discreto don Luis de Haro, sobrino del conde-duque, y como este pareció no bastarle, buscó, quizá, ayuda divina en las palabras y consejos de una monja cuya fama de santa se extendía por el reino, pero que al ser monja era necesariamente inexperta. Primero decidió conocerla personalmente y luego se decidió a escribirla y le ordenó que le contestase por ver si su reconocida santidad podía ayudarle a él, cuyas culpas, sentía, eran la razón de las desgracias de la nación; sobre todo en relación con los pecados de la carne, ante los que se reconocía sumamente débil.
Retrato de Felipe IV, Velázquez. National Gallery of London.
El rey, como hijo de su tiempo, era intensamente piadoso y pensaba que la santa señora intercedería ante Dios por él y por la corona de España. «Os encargo que me ayudéis con vuestras oraciones a defenderme de mí mismo y de esta flaca naturaleza, pues sin duda la temo más que a todos los enemigos que aprietan a la Corona…». El profesor Aguado Bleye dice que sor María de Jesús fue no solo consejera espiritual, sino política, le aconsejaba en la corrección de costumbres, en la preparación de los ejércitos, en la designación de capitanes, y hasta en la misma táctica guerrera. Sor María daba al rey la certeza de que sus consejos se los revelaba Dios por medio de la Virgen, quien se le había aparecido en diversas ocasiones.
Sor María de Jesús recordaba así el inicio de su correspondencia: «Pasó por este lugar y entró en nuestro convento el Rey nuestro señor, a 10 de julio de 1643, y dejóme mandado que le escribiese; y obedecile, y en seis o siete cartas le dije que oyese a los siervos de Dios y atendiese a la Voluntad divina…».
Deseaba el rey que la correspondencia fuera, si no totalmente secreta, al menos confidencial, y así se lo manifestó a la monja de Ágreda. Y para asegurarse de ello le mandó sus instrucciones imperativas de cómo debía realizarse el intercambio de misivas «para hablar en la forma que puedo o hablar en la forma que lo permite la distancia». Hacía bien el rey en preocuparse, pues si sus cartas caían en manos interesadas, podían ser manipuladas con consecuencias impensables. «Escriboos en media margen porque la respuesta vuestra venga en este mismo papel y os encargo y mando que esto no pase de vos a nadie…». La correspondencia, en último término, no era de igual a igual, el rey escribía y preguntaba y ella debía responderle y no tomar iniciativa, aunque con el tiempo su contacto vía correo fue desembocando en una auténtica amistad. En 1647 el rey escribió, con cierta tristeza: «Espero que me habéis de hacer oficio de buena amiga…». Ella también, imperceptiblemente, cambió su tono y le habla con cariño: «Ea, señor mío de mi alma, dilate el ánimo Su Majestad…».
La correspondencia era privada pero no libre, había una gran ausencia de nombres propios, sobre todo cuando se hablaba de personajes de la Corte, como quien habla y teme que lo escuchen. Cuando era necesario enviar algún documento para entender un asunto en particular, ello se hacía por correo aparte, de modo que nadie pudiese tener todos los cabos del acertijo. Más de seiscientas cartas constituyen el cuerpo de la correspondencia entre la monja de Ágreda y Felipe IV.
Seguramente la monja quedó sobrecogida al serle pedida de parte del rey una correspondencia cuasisecreta en la que le pediría apoyo y oraciones: «Señor, agradecida quiero vencer el encogimiento y valerme del permiso de Vuestra Majestad…». En aquellos momentos era imprescindible que la Flota de Indias llegase incólume a puerto, pues las entradas de numerario dependían en gran parte de la feliz venida de los barcos con las remesas de oro y plata. ¿Había el soberano manifestado su preocupación sobre ese asunto? ¿Le había pedido sus oraciones en este sentido? Seguramente. Ella escribe en la misma carta: «Del buen suceso de la flota y todo lo demás de Vuestra Majestad me dejó mandado, quedo atenta, y puesta a los pies del Altísimo se lo pediré…».
La flota llegó bien, fuese por las súplicas de la buena monja o porque los piratas no se esmeraron en los ataques. Gracias a esta feliz llegada de los barcos pudieron ser pagados veinte mil hombres que eran necesarios en la frontera de Aragón y Cataluña, luego el rey partió para Aragón y dejó el Gobierno en manos de su esposa.
Hacía poco que había sucedido el desastre de Rocroi en donde se perdieron ocho mil hombres, se dejaron en manos enemigas seis mil prisioneros, veinticuatro piezas de artillería, doscientas banderas y sesenta estandartes. Con todo, lo peor había sido la pérdida de la fama de invencibles de la que gozaban en toda Europa los Tercios de España. Nuevamente optimista el rey partió al frente del norte de España, pero ello le obligaba a dejar sin respuesta el levantamiento en la frontera con Portugal.
El ejército de Cataluña estaba tan desmoralizado que se pudo comprobar su estado en la vergonzosa acción de Fli (1643), pero cuando tomó su mando don Felipe de Silva las cosas comenzaron a cambiar. El animoso Felipe IV marchó hasta Fraga, casi en la línea de fuego pues Silva había recuperado ya Monzón, estaba sitiando a Lérida (marzo, 1644). La plaza, estrechamente sitiada resistió durante cuatro meses hasta que capituló el 6 de agosto de 1644. Al día siguiente entró el rey en Lérida entre las aclamaciones del pueblo, don Felipe juró respetar los fueros catalanes, lo que indujo a que obedeciesen al rey pueblos tan importantes como Solsona, Ager y Agramunt.
Los franceses, buscando una compensación por las pérdidas de Monzón y Lérida, intentaron apoderarse de Tarragona, pero todo terminó favorablemente para los españoles. La campaña comenzó con poca fortuna para España. El virrey francés de Cataluña había llegado con tropas de refresco y su primer objetivo fue la plaza de Rosas, el defensor de la ciudad se rindió a los dos meses y medio, injustificadamente, y fue preso primero en Valencia y luego en Madrid. Entonces el virrey francés avanzó por tierras catalanas hasta cerca de Balaguer y las tropas españolas se dispersaron vergonzosamente.
El virrey catalán no siguió adelante porque fue informado de que una conspiración en Barcelona iba a entregar la ciudad a los españoles; todos los conspiradores fueron condenados a muerte. En vista de los malos resultados