Vicenta Marquez de la Plata

Mujeres con poder en la historia de España


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de noviembre hasta el 4 de diciembre y llegó a Madrid, donde se abrieron las Cortes el 22 de febrero de 1646.

      No perdió tiempo en comunicar todos estos sucesos a la monja de Ágreda. En Aragón habían jurado al príncipe Baltasar Carlos y ella le contestó al recibir la noticia: «Prospérala el Altísimo y la del príncipe Nuestro Señor. Heme consolado de que le hayan jurado en Aragón, que deseaba se concluyese».

      Pero entre guerra y guerra muchas otras cosas habían sucedido, las cuales habían generado mucha correspondencia entre don Felipe y doña María Coronel.

      En el año de 1644 tuvo la monja noticias, a través de su amigo don Fernando de Borja, de la enfermedad de la reina doña Isabel de Borbón. Vista la gravedad de la señora, le suplicaba que rezase por ella, cosa que ella confiesa hizo de todo corazón:

      Hice esta diligencia con todo cuidado […] y al fin, agravándose su enfermedad, llegó su dichosa muerte, que fue Jueves a seis de octubre.

      El sábado siguiente, estando en maitines, a medianoche, vi como si la tierra se dividiera. Se me manifestó una profunda caverna y muy dilatada, llena de fuego en que estaban padeciendo muchas almas, y saliendo una de ellas se llegó a mí y me dijo:

      —Madre María, vengo a pedirte limosna.

      Conocí que era el alma de la Reina, de cuya muerte no había podido haber aviso desde Madrid, y nada sabía entonces.

      —¿Pues cómo una tan gran Reina pide limosna a una pobre como yo? Respondióme diciendo

      —Pídotela por que los poderosos y ricos del mundo somos de ordinario los más pobres en la otra vid y es gran dicha que lleguemos a las puertas de los que profesan la virtud y la religión…

      Texto procedente de un documento

       de Santo Domingo de la Calzada.

      Notad que el alma de la reina tutea a la monja. El tuteo se hacía esencialmente entre iguales, mientras el vos era expresión de respeto y diferencia social. El mismo trato tiene la monja con el alma del príncipe Baltasar Carlos. Ya advertimos que este tipo de escritos no se confiaron a una correspondencia regular, por lo tanto no se hallan archivados con el resto de las cartas.

      En el curso de los diez días siguientes, confesó la monja que la reina se le apareció varias veces insistiendo en que necesitaba plegarias. Ella no se atrevía a creer las visiones y como su confesor estaba ausente se abstuvo de decir nada a nadie. Por fin llegó el confesor y llegaron noticias ciertas de que la reina había muerto el día de la primera aparición.

      Llegó el día de las ánimas, de este año de 1645, y estando aquella noche en los maitines […] se me manifestó el purgatorio con gran multitud de almas que estaban padeciendo […] conocí muchas y a la de la Reina. […] Conocí luego que el alma de la Reina estaba próxima a salir, pidióme que la ayudase para ver ese día dichoso para ella […] Ese día pedí a las religiosas una limosna (oraciones) para ella. Y llegada la noche al tiempo que me iba a recoger ví algunos ángeles en la celda, con grande hermosura y que iban como de paso. Pregúnteles a donde y a qué iban y me respondieron que iban al purgatorio a sacar de él el alma de la Reina…

      Probablemente el rey fue informado por medio de documento aparte de estas nuevas, pero no figura en la correspondencia ordinaria noticia alguna sobre hecho tan singular. Ellos, con toda seguridad, comentaban estos hechos sobrenaturales, y el hombre piadoso que era don Felipe encontraría, de seguro, gran consuelo y aliento al saber que su esposa ya estaba en el Cielo. El 17 de junio de 1646, desde Zaragoza, escribió don Felipe a la monja: «Si no viera yo los trabajos que me envía Nuestro Señor son avisos Suyos […] para ir asegurando mi salvación, con dificultad se pudieran tolerar; particularmente este de la pérdida de mi hermana […]». Se refiere el soberano a la infanta María, nacida el 18 de agosto de 1606, la cual había contraído matrimonio con su primo Fernando y fue reina de Hungría y emperatriz de Alemania. Murió en Linz el 13 de mayo de 1646. Sigue la carta: «… y tengo casi por infalible que está gozando de Dios y que ha llegado a alcanzar el descanso eterno […]». Luego continúa su misiva comentando con su corresponsal las nuevas de índole política:

      De Lérida no hay novedad, el enemigo se está quieto y los dentro están de buen ánimo, pero si Nuestro Señor no dispone el socorro de esta plaza como dispuso (antes) su conquista […] se vendrá a perder […] estoy muy cierto que vos apretaréis en la materia (que rezaréis) pues al parecer se puede tener la petición por justa […] Estas Cortes […] no han de conceder a tiempo el servicio (el dinero) que se les pide solo para su propia defensa. De la Armada tengo aviso de que partió de Mahón, […] tengo gran esperanza han de ser felices los sucesos. Vos se lo pedid así a Dios nuestro Señor. Mi hijo se ha holgado mucho con vuestra carta y yo os respondo lo que va aquí.

      De todo ello respondió la monja de Ágreda, a vuelta de correo. Contaban con postas especiales entre ambos. Solo dos días más tarde salió la carta de sor María de Jesús: «Señor: Todos los trabajos que nos envía Dios de su mano son beneficiosos […] yo tengo grande confianza que la Señora Emperatriz y las demás prendas que S.M. tiene en el cielo […]».

      La monja de Ágreda daba por supuesto que la reina (que ya había fallecido) estaba en el cielo, en sus sueños la veía gloriosa quizá para consolar al piadoso Felipe, cuya hermana, junto con otros parientes y deudos (prendas) está en el cielo, cosa que interesaba al rey sobre todas las otras cosas. En cuanto al asunto del cerco a Lérida:

      Grande ansia tengo de que todo se ajuste y el ejército se anime para socorrer a Lérida antes de que el enemigo se fortifique más; […] lloraré por ella en la presencia del Señor.

      De la Armada tengo gran memoria, quiera el Altísimo darle buen suceso, y al príncipe N. S. larga vida […]

      Desgraciadamente para el infeliz padre y para España, no quiso Dios darle larga vida al príncipe.

      Del Rey. Zaragoza, 7 de octubre de 1646:

      Ayer recibí vuestra carta, pero os confieso que no me hallo en estado de poder responderos ahora a ella, pues me tiene Nuestro Señor en estado que hago mucho en estar vivo. Desde ayer acá tengo a mi hijo muy apretado de una gran calentura; empezóle con grandes dolores del cuerpo que le duraron todo ayer, y hoy está delirando todo el día, y llegamos a estar en estado que deseamos pare en viruelas esta borrasca, para lo cual dicen los médicos que hay algunas señales […].

      Ahora es tiempo, Sor María, en que se luzga la amistad; espero que vuestras oraciones y peticiones me han de librar deste cuidado. Pero si acaso la divina justicia ha dado ya la sentencia, os pido que en este lance ayudéis a mijo para que acierte en lo que tanto le importa, y a mí para que tenga fuerzas para llevar este golpe. Yo, el Rey.

      No hallamos la respuesta de la monja de Ágreda, seguramente ni le dio tiempo de responder cuando ya otra misiva real llegó a sus manos:

      Zaragoza, 10 de octubre de 1646

      Pues no movieron el ánimo de Nuestro Señor las peticiones que se le hicieron por la salud de mi hijo, que ya goza de Su gloria, no le debió convenir ni a él ni a nosotros […] Anoche, entre ocho y nueve, expiró, rendido en cuatro días a la más violenta enfermedad que dicen los médicos han visto nunca.

      Como don Felipe era cristiano fervoroso le preocupaba sobre todas las cosas la salvación del alma de su hijo, por ello en medio de su tristeza añade en su carta:

      Lo que me tiene con gran aliento en medio de la pena es que […] ayer por la mañana estuviese por más de una hora tan quieto y sosegado que pudo confesarse y reconciliarse tres o cuatro veces a satisfacción de su confesor […].

      Yo quedo en el estado que podéis juzgar, pues he perdido un solo hijo que tenía [...] Todo lo que podía he hecho para ofrecer a Dios este golpe, que os confieso me tiene traspasado el corazón […] Sor María, encomendadme muy de veras a Nuestro Señor, que me veo muy afligido y he menester consuelo. Yo el Rey.

      Sin duda todo este intercambio de intimidades y de tristezas del alma llevaron a ambos a una creciente amistad y a valorar al otro también en su lado humano. Llevado por su tragedia, el padre clama: