Javier Gómez Molero

El asesino del cordón de seda


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no había aguantado la tortura y había acabado por confesar. Personados en la casa de la bruja ahora encerrada, los guardias se habían tropezado en un armario del sótano con pruebas que la incriminaban y daban la razón a la que se había ido de la lengua: desde cordones de nudos para la venganza, cráneos, costillas, dientes, ojos y pelo de cadáveres, hasta suelas de zapatos y tiras de ropa desenterradas de las tumbas.

      Stéfano estaba empezando a barajar si, más allá de violento, su excelencia no andaría mal de la cabeza. No entendía a qué venía sacar ahora a colación Torre di Nona, al carcelero y a la bruja que habían encerrado en las mazmorras por el chivatazo de otra bruja. Por lo demás, estaba encantado de que la conversación entre ambos —si es que la paliza que había recibido cabía catalogarse de esa manera— hubiera tomado otra deriva, en vista de que al menos gozaría de un rato de calma, que falta le venía haciendo.

      —Ordené al carcelero que me condujera cuanto antes donde estaba la bruja, no por el capricho de admirar su continente ni someterla a un interrogatorio, sino para tener ocasión de examinar los instrumentos con los que la habrían torturado y sopesar la conveniencia de reemplazarlos por otros o mandar adquirir alguno del que estuvieran necesitados para llevar a cabo su encomiable labor. Junto a la bruja, y con el ánimo de que confesara sus crímenes y se arrepintiera de ellos, aun cuando al final iba a acabar de todas maneras en la hoguera, se hallaba un monje que al enterarse de quién era yo se me acercó y me suplicó medio llorando que mandara a mis hombres salir tras la pista de un hermano suyo del convento, que con él compartía las tareas espirituales de la cárcel y proporcionaba consuelo a los condenados, y que había desaparecido misteriosamente. Y me recalcó, a fin de facilitar la búsqueda, que el tal monje era gordo, sonrosado y bien parecido.

      Que a Torre di Nona, al carcelero y a la bruja, su excelencia viniese a agregar ahora a un monje que andaba angustiado por la desaparición de otro monje, con el que seguro mantenía una relación pecaminosa, ratificó a Stéfano en la tesis de que el tal Michelotto estaba loco de atar. Y siguió rezando para que persistiera en ese camino y no reparara en las partes de su cuerpo, que aún no se había dignado marcar con sus golpes.

      —Los instrumentos de tortura que el carcelero me fue mostrando, y que ya había sufrido en carne propia la bruja, los juzgué sencillamente insuperables, dignos de una cárcel de tal renombre y muy bien cuidados, halago este último que caló hondo en el ánimo de aquel hombre, que me lo agradeció con unos lagrimones y pasó a pormenorizar su funcionamiento y los efectos que sobre los delincuentes y herejes ejercían.

      La calma que durante un rato se había reflejado en el semblante de Stéfano fue poco a poco desvaneciéndose, hasta degenerar en un destello de desasosiego que a Michelotto le provocó una sonrisilla de ida y vuelta. Las cosas pintaban mal, de un momento a otro fijo que el capitán se descolgaba con la descripción de los instrumentos de tortura. Y el labriego no erró en su suposición.

      —Entre las dos planchas de hierro de la empulguera pones los dedos y esperas a que el torturador, dando vueltas a una manivela, los vaya apretando y apretando hasta que termina por aplastarte las uñas, las falanges y los nudillos; la pera veneciana, de metal y revestida de púas, te la introducen por el ano y girando un tornillo la van ensanchando y ensanchando, hasta que te desgarra por dentro; en la bota española, te colocan las dos piernas entre dos tablones de madera que golpean con un martillo, y a cada martillazo te van destrozando el hueso de la espinilla, hasta que se desgajan fragmentos que van a parar a la piel que hace de bolsa para contenerlos; el potro y la rueda te serán de sobra conocidos como para que malgaste mi tiempo y mi saliva en describírtelos, y otro tanto sucede con el tormento del embudo y el agua.

      Stéfano se había puesto blanco como la cal, el labio de abajo le temblaba y un río de lágrimas corría mejillas abajo, hasta desembocar en los labios.

      —Así que, como ya te supongo bien informado de lo que te espera, cuando lo estimes oportuno, amigo Stéfano, salimos para Torre di Nona, donde el verdugo se muere de ganas de empezar contigo.

       8

       Roma, 25 de agosto del año del Señor de 1492

       Stéfano acaba por confesar la verdad a Michelotto, nuevo capitán del cuerpo de guardia de Roma y mano derecha del papa

      —Hará cosa de quince o veinte días enganché el mulo al carro que la noche de antes había cargado de melocotones, sandías y melones y, dejando atrás las tierras que cultivo, me encaminé en dirección a Roma. Estaba amaneciendo cuando llegué a Porta San Paolo, por la que crucé sin que nadie me molestara, a lo mejor porque a esas horas los guardias suelen estar medio dormidos y lo que menos les apetece es interrogar a alguien o fisgonear. Las tiendas y talleres de las calles por las que iba circulando estaban abriendo sus puertas, y los patrones y aprendices se aprestaban a exponer al público sus productos; los banqueros pesaban, cambiaban monedas y vendían mentiras; los tejedores extendían sobre bancos de madera sus telas y madejas de lana; de las tintorerías escapaba un insufrible olor a lejía y alumbre; niños y no tan niños, con sus bártulos a cuestas, iban camino de sus clases; más de un carruaje tirado por caballos engalanados anunciaba la presencia de alguien importante, y de casas de relumbrón emergían criados con sus cestos rumbo al mercado, lo que me hizo arrear al mulo para llegar cuanto antes. Nada más pisar Campo dei Fiori, en medio de dos campesinas que vendían conejos, pollos y gallinas de sus granjas, ocupé mi sitio de costumbre y en un ora pro nobis monté el puesto y vacié el carro de su carga. Antes de que se me adelantaran, me apresuré hacia el abrevadero y en una de las argollas de sus bordes amarré el mulo con el carro detrás. Sin pérdida de tiempo, regresé al puesto y me puse a pregonar a gritos mis mercancías. Aun cuando a esas horas tan tempranas todavía se pueda respirar y el sol no aprieta con el ensañamiento de después del rezo del ángelus, la mayoría de los que iban o venían protegían sus cabezas con sombreros y se daban aire con abanicos de paja y espejitos incrustados. Por delante de mi puesto desfilaban músicos, danzarines, comediantes, sacamuelas, vendedores de remedios milagrosos, buhoneros, mendigos y patrullas de soldados, que no perdían detalle para que no se cobrara más de lo estipulado, no se salieran con la suya los ladronzuelos y no estallaran altercados.

      —Te estás yendo por las ramas Stéfano. Todo lo que me estás contando me lo conozco mejor que tú. Al grano —por un instante a Michelotto le dio la impresión de que aquel redomado embustero le estaba tomando el pelo.

      —Disculpad, excelencia. Procuraré ceñirme a los hechos — declaró Stéfano, que mientras estuviese en posesión de la palabra no iba a recibir más golpes—. La jornada no se me dio mal, no bien quise darme cuenta lo había vendido casi todo y lo que me había quedado lo cambié por semillas de trigo, cebada y centeno. Con el anhelo de celebrarlo y refrescarme un poco, me dirigí a una casa de comidas de Vía Recta, a unos pasos del Panteón. Con el último bocado regresé adonde el mulo y el carro, me dejé caer en su interior y descabecé un sueño bajo un sol que amenazaba con derretir el toldo, y el chirrido de las cigarras y el chapoteo de unos niños en el agua del abrevadero como música de fondo. Apenas me desperté, ya la tarde más que avanzada, el sabor amargo que se me había instalado en la boca y la sequedad de la misma me hicieron desistir de mi intención de volver sobre mis pasos, trasponer las murallas por Porta San Paolo y tomar el camino de mi casa. Y sin explicarme muy bien por qué, me vi en el interior de una taberna del Trastévere en la que había estado otras veces, donde llegué a perder la noción del tiempo.

      —¿Por quién me tomas? Me estás sacando de quicio. O abrevias o te muelo a golpes. O si lo prefieres, nos apresuramos a Torre di Nona —Michelotto estaba al borde del colapso.

      —¡A Torre di Nona no! —Stéfano ya se estaba viendo enfrentado a empulgueras, peras venecianas y botas españolas.

      —Te lo estás ganando a pulso —Michelotto volvió a hacer gala de su habitual flema.

      Una vez hubo oído de labios de Stéfano el resto de su historia, por fin en sus justos términos y con la brevedad demandada, a lo que contribuyó de modo sustancial la daga que uno de los guardias le había puesto al cuello, Michelotto se interesó por que le revelara