Javier Gómez Molero

El asesino del cordón de seda


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expresarlo con un término más adecuado, de protocolo. Ni por asomo debéis olvidar que vais a estar frente al jefe del Estado de la Iglesia y representante de Cristo en la tierra.

      Miguel Corella estaba empezando a ponerse nervioso y a sentirse más pequeño de lo que era, si es que eso fuese posible. Que le hubiera encantado crecer unas cuantas pulgadas estaba fuera de toda discusión, pero en ese aspecto la naturaleza se había mostrado cicatera con él, hasta el punto de que más de uno giraba la cabeza cuando pasaba por su lado y profería en voz baja comentarios que suponía ofensivos para su persona. Para compensarlo, esa misma naturaleza lo había dotado de la fuerza de un toro, de un valor que rayaba en la temeridad, de una inteligencia portentosa y de una sangre tan fría como la de un reptil.

      —Al entrar os acercaréis al trono en que está sentado, os arrodillaréis ante él y le besaréis los pies y las manos. En cuanto os lo ordene, os pondréis de pie y así permaneceréis hasta que concluya la entrevista. Bajo ninguna circunstancia se os ocurra hablarle si no os lo ha pedido antes, ni contradecirlo. Y para dirigiros a él, debéis serviros del tratamiento de santidad o santo padre.

      En pos de un sacerdote que marchaba como si le hubiesen metido fuego o estuviese huyendo de alguien, Miguel fue discurriendo a través de salas y más salas de suelos brillantes tal que armas recién bruñidas, de paredes cubiertas de tapices, colgaduras y maderas taraceadas, y de techos con pinturas que representaban temas religiosos y paganos, en su mayor parte inspirados en mitos griegos o en la historia de Roma. Los rincones que iba dejando atrás los invadían candelabros de varios brazos cuyos cirios estaban apagados, arcones de madera tallada que guardarían ropa, vitrinas en las que se exponían paños cubre cálices, mangas de cruces procesionales, un frontal de la Pasión bordado en oro, arquetas de tejadillo en madera y libros de pergamino, encuadernados con cuero estampado sobre madera con herrajes, esmaltes y piedras preciosas. Por entre las vitrinas se erguían atriles con pie de mármol y de metal, en los que no se resistió a echar un vistazo a códices abiertos por la mitad, cuyas hojas las iluminaban miniaturas coloreadas. Una mesa baja de mármol veteado sostenía el libro más voluminoso que sus ojos hubieran jamás contemplado, que de tan inmenso y pesado iba provisto de ruedas para trasladarlo. Y a la mesa la encerraba un corro de sillas de tijera, con asiento y respaldar de cuero en que reposar después de tanto trasiego o hacer tiempo hasta que llegara la hora de Dios sabe qué.

      De donde quiera que fuese le venían aromas de cera, de incienso, de cirio encendido, que estimulaban a la meditación y al recogimiento, y a unos tramos del recorrido en que caminaban solos y en silencio sacerdote y guardaespaldas, sucedían otros en que se cruzaban con otros sacerdotes, en su mayoría jovenzuelos sonrientes, con dominicos y franciscanos de semblante entristecido, que dialogaban como si murmurasen, con funcionarios que a su paso dejaban la estela de un perfume mareante, con camareros, mayordomos y personal de limpieza que, como buenos italianos, discutían a voz en grito, y con otros que, vista su elegancia y apostura, la energía con que pisaban el suelo y el aire de importancia que se daban, serían miembros de alguna embajada extranjera con representación en la capital de los Estados Pontificios.

      Quince o veinte pasos antes de que el largo corredor llegase a su fin, el sacerdote que le servía de guía se detuvo, torció la mirada a la derecha y su mano le señaló una puerta ceñida a media altura por dos espejos venecianos que circundaban marcos de cristal de roca. Tras llamar, la empujó, se volvió hacia Miguel Corella y le puso en su conocimiento que en su interior lo estaba esperando su santidad. Y fue en ese instante cuando por la mente del guardaespaldas resbalaron las últimas palabras de la breve, pero provechosa lección con que Johann Burchard acababa de obsequiarlo: «En cuanto el santo padre haga sonar la campanilla deberéis retiraros sin perderle la cara, no sin antes tener la deferencia de agradecerle mediante una reverencia la gentileza que ha mostrado al recibiros en audiencia».

       6

       Roma, 18 de agosto del año del Señor de 1492

       Encuentro entre Miguel Corella (Michelotto) y el santo padre

      Fue entrar en la sala de audiencias en la que había sido citado y su atención la absorbió la imponente figura del hombre que al fondo descansaba su humanidad, en un trono de oro que se elevaba por encima de un podio recubierto de terciopelo rojo. Según avanzaba sobre la alfombra del suelo y se iba aproximando a él, como si un impulso lo arrastrara a ello, se puso a observar con el rabillo del ojo las facciones del santo padre que, en una primera impresión, le remitieron a las de su hijo, el ilustrísimo obispo de Pamplona César Borgia, y caviló que dentro de cuarenta y tantos años el hombre al que servía como guardaespaldas vendría a ser el vivo retrato de su padre: sus mismos penetrantes ojos negros, su misma nariz ganchuda y sus mismos labios generosos y sensuales.

      Cuando quiso darse cuenta, ya se había puesto e rodillas y le había besado los pies y el anillo del pescador que adornaba uno de los dedos de la mano. A una señal de Alejandro VI, se incorporó y sin darle la espalda retrocedió unos pasos. Fue cuando aprovechó para apreciar en toda su dimensión a aquel hombre, a quien los atributos de su cargo ayudaban a agrandarlo todavía más: en torno a su cuerpo, una túnica blanca que apretaba un cíngulo del mismo color, sobre su poderosa cabeza un solideo igualmente blanco, y unos zapatos rojos envolviendo sus pies, que reposaban encima de un escabel.

      —Así que tú eres Michelotto. A tu padre, el conde de Cocentaina, nos cupo la dicha de conocerlo en Valencia hace ya demasiado —la voz del papa sonó fuerte y rotunda, su entonación era amable y ayudó a que los nervios de Miguel Corella se templasen un tanto. Sus dedos jugueteaban con la cruz pectoral de oro macizo.

      El santo padre imponía, pero no se comía a nadie. Y la sensación de calma que emanaba de las paredes profusamente decoradas de aquella sala, de techos elevados hasta el cielo, acabó por obrar el milagro. O tal vez fuera más acertado conceder esa impresión a la cercanía que transmitía su santidad, al empeño que gastaba para que cuantos estuvieran frente a él no se notaran envarados. Que le habían dado razón acerca de su persona resultaba palmario por los datos que acababa de procurarle: desde su arribo a Italia, y por aquello de su corta estatura, se le conocía por Michelotto y no por Miguelito, y su padre era en efecto conde de Cocentaina. Y del hecho de que el santo padre hubiese descuidado mencionar su condición de bastardo cabía inferir que, en consonancia con un hombre de su talla y prestigio, lo identificaba un exquisito tacto.

      —Cuanta información obra en nuestro poder acerca de tu persona, hemos de agradecérsela a nuestro hijo el ilustrísimo obispo de Pamplona y a los dos preceptores que para él contratamos, mientras se prolongaba su estancia en Pisa, los señores Romolino de Ilerda y Vera de Ercilla. En las misivas que nos han remitido, los tres se hacen lenguas de tu profesionalidad, de tu entrega y de tu valor. Y nuestro hijo nos refirió en su momento el encontronazo con aquellos delincuentes que en plena noche pretendían robarle la capa. De no haber sido por tu intervención, por haberte cruzado delante de uno de los mandobles que estaban destinados a él, por arriesgar tu vida por salvar la suya, ahora estaríamos llorando su muerte.

      El rostro aceitunado de Michelotto enrojeció y sus ojos del color de las esmeraldas se humillaron en la alfombra sobre la que apoyaba los pies. Los informes que habían dado al santo padre estaban en lo cierto, de no haber sido por él su ilustrísima el obispo de Pamplona no lo habría contado. Y para refrescarle la memoria ahí estaba la cicatriz que a consecuencia de una estocada le había quedado, que le cruzaba la mejilla derecha desde la nariz a la oreja y le confería un punto de fiereza.

      —Ser papa conlleva un sinfín de envidias, de odios, de rencores, que un hombre solo, por fuerte que sea, es incapaz de arrostrar, ni con la ayuda del Altísimo. Esta mañana, desde las primeras luces del alba y hasta la hora del ángelus, hemos celebrado nuestro primer consistorio, al que han asistido los cardenales que acudieron al cónclave en cuyo transcurso el Espíritu Santo los iluminó para que Nos saliéramos elegido representante de Cristo en la tierra. A lo largo del antedicho consistorio nos hemos visto en la situación de enfrentarnos a hombres que han puesto el grito en el cielo, ante nuestro anuncio de reformar el Colegio Cardenalicio y sanearlo del pecado de simonía, la compra y venta de cargos eclesiásticos. Son hombres