Javier Gómez Molero

El asesino del cordón de seda


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duda alguna al español Rodrigo Borgia, para mí el más capacitado para revertir el statu quo. Dueño de un temperamento arrollador, es astuto, flexible, hábil negociador, no se deja influenciar por nadie y, como el más sibilino de los diplomáticos, domina el arte de esconder sus intereses y sacar a la luz los ajenos. Y como quiera que comenzara en calidad de cardenal y vicecanciller con su tío Sixto III hace la friolera de treinta y seis años, cuando era un jovenzuelo imberbe, lo avala una larguísima experiencia.

      —De no haber sido por su tío, el también español Sixto III, puede que Rodrigo Borgia no hubiera llegado tan alto. ¿No opináis lo mismo? —Alessandra no tenía nada contra el cardenal español, anhelaba en cambio poner a prueba la capacidad de argumentación de Ángelo. Debatir para ella era lo más similar a una partida de ajedrez o un duelo a esgrima. Le apasionaba la confrontación, la dialéctica. La destreza para salir airoso de una discusión era un mérito que admiraba sobremanera en un hombre, después de, por descontado, una bolsa bien repleta.

      —Únicamente Dios lo sabe. De lo que sí sé que estoy del todo convencido es de que, si no lo ornasen ciertas prendas, no habría estado tanto tiempo en primera línea de fuego. Me parece de lo más revelador que, a la muerte de su tío, y cuando se persiguió y masacró a los españoles que se habían favorecido en tanto duró su mandato, a él se le respetara y se le dejara en paz. Si todo lo anterior lo sazonamos con que es rico hasta la exageración y ha cumplido los sesenta, la edad de la plenitud, me reafirmo en que resulta el candidato ideal.

      —No habéis hecho mención a la fama de inmoral y corrupto que le precede. Le fascinan las piedras preciosas, los vestidos bordados en oro, la plata y las perlas en las gualdrapas de sus monturas, y si ha llegado a ser inmensamente rico ha sido porque ha acumulado un sinfín de cargos eclesiásticos que conllevan sustanciosas rentas y porque solo su cargo de vicecanciller le deja al año ocho mil ducados —a Alessandra le alentó el convencimiento de que con tales argumentos por una vez había dejado touché a su banquero.

      Ángelo, que no veía el momento de llevarse a su cortesana a la cama y estaba empezando a cansarse de tanta palabrería, le contestó de modo lapidario:

      —El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

       3

       Roma, 5 de agosto del año del Señor de 1492

       Stéfano, un pobre diablo, a consecuencia del vino trasegado en una taberna y la oscuridad de la noche, es objeto de un accidente

      Sentado en un banco corrido que flanqueaba una mesa de madera, Stéfano había llenado y vaciado hasta decir basta, el vaso de estaño que había extraído de debajo de la ropa y guardaba para no contagiarse de las plagas que asolaban Roma. Y aun así no las tenía todas consigo, que más de uno y de dos de los que tenían por hábito apurar las noches en aquel garito del Trastévere revelaban en las manos y en el rostro indicios de una enfermedad que no hacía distingos de sexo, edad o condición.

      Ya algo achispado, se había solazado con Camila, una meretriz con nombre de heroína clásica, que estaba en el ocaso de su carrera y cuya tarifa era proporcional a la flaccidez de sus carnes y a la desgana con que se comportaba en la lid amorosa, y para poner colofón a tan gloriosa jornada había contribuido a que el tiempo volase con su rendición a una partida de cartas. A lo largo de la misma había apostado sus parcos ahorros en envites, en los que estaba seguro de que llevaba todas las de ganar y que le dejaron con la bolsa temblando. Y hacer trampas, mejor ni planteárselo, que la clientela que atiborraba el local no incitaba especialmente a ello. En más de una ocasión había sido testigo de disputas, mamporros y cuchilladas, cuyos protagonistas habían acabado haciendo compañía a los peces del Tíber.

      Si esa noche había bebido por encima de lo que tenía por norma, si se había enfrascado en los naipes hasta quedar pelado, lo cargaba a las ganas con que había hecho acto de presencia en aquella taberna de mala muerte y a su deseo poco menos que obsesivo de recuperar el tiempo perdido por culpa de las tormentas que, sin conceder tregua a lo largo de tres días con sus correspondientes noches, habían azotado la ciudad de los papas y lo habían forzado, como a tantos y tantos, a recluirse entre las cuatro paredes de su casa.

      Por más que el calor, igual que todos los veranos, hubiese sido implacable y tornado la atmósfera irrespirable e insana, hasta el punto de que nobles, terratenientes y prelados se habían mudado al frescor de sus villas de más allá de las murallas y de los montes Albanos, el brutal estallido de un trueno, al que se encadenaron otros, había dado vía libre a un combate, en el que rivalizaban relámpagos, rayos y un diluvio que amagaba con horadar la tierra y remover sus entrañas. De la ciudad se había apoderado una ominosa oscuridad, de sus pedestales habían caído estatuas, el suelo se había resquebrajado dejando a la vista vestigios del pasado, el Tíber se había salido de madre y, entre un lodazal de agua, fango y cascotes, habían aflorado a la superficie sepulcros y restos humanos.

      Como otras noches, Stéfano había abandonado el local sin despedirse de nadie y con una punzada de aprensión se había dispuesto a enfrentar los peligros que a horas tan intempestivas acechaban los barrios de Roma y con más virulencia el barrio donde a la sazón se hallaba y al que había acudido llevado por su mala cabeza y su amargura. Y le dio por pensar que la muerte del papa Inocencio VIII había dejado una ciudad huérfana de autoridad, en la que bandas de facinerosos campaban a sus anchas, perpetraban toda suerte de delitos y se valían de la impunidad que se les concedía, para dirimir diferencias, restañar heridas y saldar cuentas pendientes. Entre otras razones, porque, durante las fechas que mediaban hasta la elección del nuevo pontífice, cuantos pecados se cometieran quedaban graciosamente perdonados, sin precisar de confesión.

      La luz de las mañanas de esos días de interregno entre papa y papa solía traer montones de cadáveres desparramados por callejas y rincones o flotando en el río, cuando no en sus profundidades, con una piedra amarrada al cuello, y se estimaba de lo más normal que se saquearan o fueran pasto de las llamas palacios de algún que otro cardenal, cuya tabla de salvación se la proveían las murallas de sus fortalezas, tras las que se parapetaban hasta tanto las aguas volvían a su cauce.

      Stéfano se alisó el pelo apelmazado y sudoroso, se tentó el chafalote de hoja afilada y ancha que colgaba de la cintura, bien resguardado en su funda a la altura del costado derecho, y elevando los ojos al cielo esbozó una media sonrisa al divisar allá en lo alto una luna grande y plateada, que iba a servirle de guía y escolta a lo largo del trayecto que estaba por emprender.

      Después de unos primeros compases titubeantes, lentos y desconfiados, en los que no cesaba de echar la vista atrás, optó por apretar el paso, marginó al rincón del olvido la eventualidad de un enojoso encuentro y antes de que se quisiera dar cuenta se enfrentaba a Ponte Sisto, que lo ponía al otro lado del Tíber y en comunicación con la zona más extensa y abigarrada de Roma.

      En paralelo a la corriente del río, sin perder de vista sus aguas negras y crecidas, transitó por delante del teatro Marcelo, dio la espalda a la iglesia de San Giovanni Decollato, cuyos escalones de acceso los agobiaban desheredados de la fortuna, que en las posturas más sorprendentes descabezaban un sueño, y cruzó a toda prisa lo que quedaba del Foro Romano, tras cuyas columnas se apostaban rufianes prestos a matar por unas calzas, una camisa, un jubón o una capa, que a la vuelta de unos días vendían en el mercado negro.

      En tanto desfilaba por debajo del arco de Tito, se apreció empequeñecido, tal que hubiera menguado, y un estremecimiento le sacudió la nuca al alzar sus ojos al Coliseo, el majestuoso monumento que tal vez en mayor grado lo pusiera en conexión con el pasado, como si su mera contemplación lo retrotrajera a siglos atrás y le hiciera enorgullecerse de formar parte de una civilización que tantos episodios de gloria había obsequiado al mundo, si bien, analizado desde otra perspectiva, venía a representar de igual manera la crueldad y sinrazón de un tiempo ya superado.

      El monte Opio, a medio camino entre el Palatino y el Esquilino, se insinuaba como el postrero escollo que le restaba por superar, antes de girar sobre sus huellas y enfilar en dirección a Campo dei Fiori, donde