palacios y no echen a faltar nada —Ángelo esperaba que su cortesana se diese por satisfecha con las minucias que iba a referirle.
—Siempre me he preguntado cómo será por dentro una de esas celdas, en las que duermen hasta haber elegido al santo padre — Alessandra escoltó sus palabras con un suspiro.
El banquero vio el cielo abierto.
—Lo que voy a revelaros me lo ha leído de su propio diario hace unas horas. Una mesa, una silla, un escabel. Un asiento para descargar el vientre. Dos orinales, dos servilletas, cuatro toallas de mano. Dos trapos para secar las copas. Una alfombra. Un arcón para la ropa, camisas, roquetes, toallas para la cara y un pañuelo. Cuatro cajas de dulces, un vaso de piñones con azúcar, mazapán, azúcar de caña, bizcochos y un pan de azúcar. Una jarra de agua. Un salero. Cuchillos, cucharas y tenedores. Una balanza pequeña, un martillo, llaves, un asador, un alfiletero. Un juego de escritorio con cortaplumas, pluma, pinzas, junquillos y portaplumas. Una mano de papel para escribir. Cera roja…
—Desde luego sus eminencias no se privan de ningún capricho. Son como niños —Alessandra estaba tan admirada por las exigencias de los cardenales, como por la buena memoria de Ángelo. Y le sugirió—: Si está en vuestras manos, un día de estos lo invitamos a cenar y probamos a sonsacarle sobre asuntos de más calado.
A Ángelo la insaciable curiosidad de Alessandra lo tenía poco menos que anonadado, y estaba persuadido de que, si le trajese a Johann Burchard, ganaría enteros en la elevada cotización de la que a sus ojos ya gozaba.
—¿Haríais eso por mí? —la cortesana parpadeó de forma teatral y se propuso aprovechar el momento—. ¿Y podría saberse quién es el cardenal que cuenta con más posibilidades para ocupar la silla de Pedro?
—Puede que sea su eminencia Giuliano della Rovere, toda vez que con el último papa ya gobernó de facto, amontona años de servicio y goza de un gran predicamento entre la mayor parte de los cardenales. Tampoco está mal situado su eminencia Ascanio Sforza, hermano de Ludovico el Moro, príncipe de Milán. De cualquier modo, Burchard es del parecer que aquel que entra al cónclave como papa sale como cardenal, o lo que viene a ser lo mismo, que el favorito acaba derrotado y el que menos se espera se alza con el triunfo. Ya acaeció con la elección del cardenal Cibo, Inocencio VIII, en opinión de mi amigo un papa nefasto, a quien más que otra cosa ha preocupado amasar riquezas y colmar de prebendas a los suyos.
Alessandra acordó incidir sobre la brecha que Ángelo había abierto.
—¿Creéis que en la elección del nuevo papa primarán los intereses económicos sobre el interés puramente espiritual?
Ángelo, que acababa de saborear un mazapán de Siena, cuya calidad ponderó como si antes no hubiera probado otro igual, tomó una servilleta con la que se limpió los labios y no sin cierta parsimonia se aprestó a responder.
—Mi admirada Alessandra, ojalá poseyese dotes de adivino. A modo de ejemplo podría haceros partícipe del comportamiento que, para salir elegido, protagonizó el anterior pontífice. En el cónclave no se avergonzaba de garantizar a varios cardenales, a fin de que lo votasen, cuantas peticiones le hacían por descabelladas que fueran, hasta el punto de que las eminencias que estaban por meterse en la cama y no habían sido informados de nada, en cuanto se percataron de lo que se estaba tramando a sus espaldas, abandonaron sus celdas y corrieron a medio vestir, a efectuar también sus demandas a cambio de su voto.
Alessandra diseñó una mueca de desconcierto, que hizo especular a Ángelo que lo que le había revelado no entraba en sus cálculos. Los cardenales, en paños menores, corriendo de madrugada por la capilla del Vaticano a la caza de canonjías a cambio de su voto resultaba de lo más cómico, pero era una realidad que no admitía discusión.
—Y lo más admirable de esta historia es que a la larga Inocencio VIII no cumplió ninguna de sus promesas —remachó Ángelo, crecido por el impacto que sus palabras estaban suscitando en Alessandra—. Sea como sea, en los tiempos actuales no sería concebible un poder exclusivamente espiritual del papa. Si se pretende estar en igualdad de condiciones con los demás Estados de Italia y de la cristiandad, ha de verse refrendado por otro económico y militar.
—Si os pusieran una daga al cuello y os vieseis obligados a dar el nombre del cardenal que a vuestro juicio va a ocupar la vacante de Inocencio VIII, ¿por quién os inclinaríais? —Alessandra pasó un trozo de pastel de carne a Ángelo y al constatar cómo al roce de su mano la piel del banquero se erizaba, amagó una sonrisa con ribetes de picardía.
—Difícil me lo ponéis, madonna, pero haré un esfuerzo por complaceros —Ángelo le cogió la mano y sus dedos acariciaron los de ella—. La situación ha cambiado en el Vaticano, hasta no hace mucho eran las espadas de quienes apoyaban a uno u otro candidato las que decidían el nombramiento. Hoy por hoy gozan de más influencia el soborno y el oro.
—Si no he comprendido mal, estáis dando a entender que saldrá elegido pontífice aquel que más riquezas posea. No deseo que me malinterpretéis ni os sintáis ofendido por ello, pero me parece un planteamiento de lo más simplista —lo último que a Alessandra le convenía era menospreciar a su banquero, de ahí que se cuidara de quitar hierro a sus palabras, con una sonrisa de oreja a oreja.
—Mi querida Alessandra, he de reconoceros el mérito de ir siempre un paso por delante de mí. Os asiste toda la razón. El candidato ha de hacer acopio de unos dones con los que poner a la Santa Sede donde le corresponde y recobrar la imagen de la Iglesia que Inocencio VIII echó por tierra. Ha de ser una persona de recio carácter, que gobierne el Estado Pontificio con mano dura y no se deje amilanar por nadie, la antítesis del anterior papa, una marioneta en manos del cardenal Della Rovere, quien, en vista de que le había sido imposible que lo eligieran a él, intrigó más que ningún otro para secundar el ascenso al trono de Pedro de aquel hombre sin personalidad y se creyó luego en el derecho de gobernar en su nombre.
—Supongo que vuestro candidato ha de estar adornado de una formación y cultura envidiables para lidiar con los cardenales, con los jefes de Estado italianos y de fuera de Italia, o con los embajadores de los cuerpos diplomáticos destacados en el Vaticano —interrumpió Alessandra, quien a medida que iba progresando la conversación se notaba más a gusto. Si hubiera nacido hombre…
—Mi querida amiga, tal y como gustan de decir los franceses, il va de soi, se presupone. Y así debiera ser. Pero ha habido de todo. A Calixto III, representante de Cristo en la tierra entre los años 1455 y 1458, como quiera que por vez primera contemplase el ingente número de volúmenes que integraban la Biblioteca Vaticana, no se le pasó por su augusta cabeza, sino comentar que la Iglesia bien podía haberse gastado el dinero en algo de más provecho. Y no porque no fuera un hombre culto, que lo era y en grado sumo.
—Y del último papa, ¿qué opináis? ¿Suscribís el parecer de vuestro amigo Johann Burchard? ¿Ha sido tan nefasto como os ha confesado? —Alessandra le medió de Lacryma Christi la copa, que estaba en las últimas, y le dio a probar un dulce relleno de miel, que ella hallaba particularmente delicioso.
—Mi impresión no obedece a un capricho ni es la secuela de una inquina personal, sino que nace de la reflexión a raíz de unos hechos de sobra probados y condenados por cualquier persona de principios. Inocencio VIII, por encima de desentenderse de los asuntos de gobierno, ideó cargos en el seno de la Iglesia con el ánimo de cobrar elevadas sumas de los que optaban a ellos, incrementó el número de otros ya existentes y tal que un mercader sacó a la venta bulas y perdones. Y a su hijo Franceschetto no hubo capricho que no le consintiera. Las multas que los fieles hacían efectivas por los delitos que cometían, y que estuvieran por encima de los ciento cincuenta ducados, Franceschetto se las quedaba en su integridad, y solo las de menor cuantía iban a engrosar el Tesoro papal, salvo un montante concreto de las mismas, que acababa en la bolsa del vicecanciller. Y a un cardenal, que en una partida de cartas le había ganado al impresentable Franceschetto cuarenta mil ducados, le obligó a devolvérselos con la pueril excusa de que había hecho trampas.
—Se ve que vuestro amigo os tiene informado al dedillo de cuanto acontece en la Curia Apostólica. Pero no habéis contestado a mi pregunta inicial.