Javier Gómez Molero

El asesino del cordón de seda


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abstuviese de asistir a su coronación en Roma y se desviase a Spoletto en unión de su séquito.

      Con la carta para su hijo en la que le prohibía su presencia en Roma había llegado otra para él, igualmente cerrada con lacre y con el sello del anillo papal, en la que su santidad le pedía, por supuesto encarecidamente, que a la mayor urgencia hiciese acto de presencia en las dependencias del Vaticano, donde, una vez recibiese instrucciones del maestro de ceremonias Johann Burchard, pasaría a la sala de audiencias para mantener con él una entrevista privada.

      A lo largo del camino que lo conducía a Roma, había dispuesto de tiempo para hacerse cábalas acerca de la razón que habría impulsado a Alejandro VI a convocarlo. Hasta donde a él se le alcanzaba, no le constaba que el papa lo conociera, al menos en persona, a lo sumo estaría al corriente del servicio que prestaba a su hijo César, y poco más. Entonces, ¿a qué venía citarlo y con tanta premura? Como no fuese para reprenderlo por acompañar al joven, a quien las putas se lo disputaban como un tierno bocado, a cubiles de los que salía la mayoría de las ocasiones sin un ducado y apestando a vino…

      Aunque tampoco ese comportamiento se le antojaba tan desvergonzado como para censurarlo. Todos los estudiantes lo hacían y el joven obispo no iba a constituir la excepción. Tenía la sangre caliente, era apuesto y simpático, vestía de seda, tafetán o terciopelo con joyas y piedras preciosas al modo de un príncipe, el dinero lo manejaba a manos llenas, e iba seguido de una corte de españoles que le reían las gracias. Si se adentraba con él en aquellas tabernuchas era porque entre las obligaciones que había contraído al tomar posesión de su cargo se incluía la de no dejarlo solo ni a sol ni a sombra. De hecho, dormía a los pies de su cama y, por lo que pudiera pasar, ni en sueños se desprendía de la daga.

      Que al santo padre le asistía el derecho de reprobarlo por «alentar» los malos hábitos de su señor no iba a ponerlo en entredicho. Pero se le hacía cuesta arriba entender que a un hombre de mundo como el que le había remitido la carta le inquietaran esas minucias, máxime cuando él en sus tiempos de estudiante en Roma y en Bolonia había tomado parte en jolgorios y frecuentado tabernas y prostíbulos.

      Después de haber efectuado el cambio de caballo, como si el semental español que ahora montaba le hubiese insuflado una bocanada de optimismo, se había puesto a barajar que lo mismo la razón de tan inesperada citación se debía al deseo de su santidad de hacerle patente su felicitación por el trabajo desarrollado en Pisa. Y de modo especial por el arrojo exhibido la noche en que, a la salida de un burdel, por poco si pierde la vida al defender a César de la embestida de cuatro o cinco maleantes, que al revolver una esquina lo acechaban espada en mano y exigían su capa bordada en oro de la que colgaban piedras preciosas.

      De Alejandro VI, más allá de lo que de él se rumoreaba, sabía lo que en contadas ocasiones le había revelado su hijo César cuando el vino lo volvía más parlanchín, a lo que venían a sumarse las informaciones que a cuentagotas le suministraban los dos preceptores del joven, Romolino de Ilerda y Vera de Ercilla, quienes no se tapaban de él a la hora de verter comentarios concernientes al antaño cardenal y ahora pontífice de la cristiandad.

      Rodrigo Borgia acababa de cumplir los treinta cuando emprendió una relación con Giovanna Cattanei, a quien en Roma llamaban madonna Vannozza, una bella cortesana once años más joven, por la que el entonces cardenal Borgia perdió la cabeza, hasta el extremo de decidirse a formar con ella una familia tan estable como otra cualquiera, en cuyo seno fueron naciendo Juan, César, Lucrecia y Jofré. El cardenal, a fin de cubrir las apariencias y mirar por la honorabilidad de la cortesana, le fue procurando a lo largo de su vida en común tres maridos, uno tras otro, quienes, siempre y cuando se llenasen la bolsa de ducados, no ponían impedimento a aceptar de buen grado tan infamante situación: el primero, un empleado del Vaticano al que Rodrigo había recomendado para un puesto de escribano y que falleció relativamente pronto; el segundo, un preceptor que, por encima de calentarle el lecho a Vannozza, se prestó a educar a sus hijos, quien también desapareció; y un tercero del que Romolino y Vera no le habían dado razón alguna.

      Por más que la relación se hubiese enfriado hasta acabar por romperse, la pareja continuaba respetándose y guardaban un inmejorable recuerdo el uno del otro. El cardenal había convivido con una mujer singular a la que dio unos hijos por los que se desvivía y cuyo porvenir no iba a consentir que se le fuera de las manos. La cortesana, por su parte, había mudado radicalmente de vida y prosperado lo indecible. De habitar una casa de pisos en la que tenía por vecinos a dos zapateros remendones, dos lavanderas, un carpintero, un herrador y una puta vieja española, a la que frecuentaba un canónigo, había pasado a ser dueña de un palacio en el barrio de Regola, así como de una viña extramuros, unas cuantas casas de huéspedes y alguna que otra taberna que le rendían jugosos dividendos.

      Al cumplir César once años, Lucrecia, seis y Jofré, cinco, su padre juzgó acertado prescindir de los cuidados de madonna Vannozza y su compañía, y trasladarlos al palacio de los Orsini, en Monte Giordano, con idea de que fueran educados bajo la tutela de Adriana, una prima a la que Rodrigo dispensaba un cariño sincero y a la que hacía depositaria de sus cuitas y secretos más íntimos. Y sería en el palacio en cuestión donde, en una de las visitas con que sorprendía a su prole, iba a sus casi sesenta años a perder la cordura y el sentido del ridículo por culpa de Giulia Farnese, una jovencita de quince, que desde Capodimonte había recalado en Roma con el propósito de contraer matrimonio con el hijo de Adriana. El enlace entre la bella y virginal Giulia y Orso Orsini, «el Tuerto», se celebró en el exuberante palacio de su eminencia el cardenal Rodrigo Borgia, quien, en calidad de regalo de bodas, no tuvo inconveniente en cederlo a la feliz pareja para que se casasen como Dios manda.

      Tras descabalgar y confiar el semental español a un palafrenero encajado en una librea del Vaticano, que al instante se evaporaba, y cuando se disponía a sacudirse el polvo de la vestimenta y a secarse el sudor del rostro con un pañuelo que había sacado de debajo de la camisa, notó a la altura del hombro la presión de una mano, que le hizo darse la vuelta.

      —Vos debéis de ser Miguel Corella, el guardaespaldas de su ilustrísima César Borgia, obispo de Pamplona —el acento de Johann Burchard se evidenciaba de lo más peculiar y chocante, arrastraba las erres y un punto de rigidez le hacía parecer distante.

      —Y vos, el maestro de ceremonias del santo padre —salió al paso Miguel, al tiempo que devolvía el pañuelo al sitio donde lo guardaba. Si no había saludado por su nombre al hombre alto y enjuto que lo había recibido, que iba admirablemente aseado, vestía jubón de seda azulón y calzas a juego y llevaba la cabeza destocada, era porque no estaba convencido de acertar a pronunciarlo con corrección.

      —En poco más de una hora os recibirá en audiencia privada el pontífice. Hasta entonces nos queda mucho por hacer —Johann Burchard lo repasó de arriba abajo y no escatimó un aspaviento de disgusto, que subrayó con un movimiento de cabeza—. No pretenderéis presentaros de esa guisa. Seguidme.

      Al rato Miguel Corella era otro hombre. Dos criados de Burchard lo habían metido en una tinaja de madera mediada de agua tibia y perfumada con pétalos de flores y ramas de plantas aromáticas, le habían frotado el cuerpo hasta despellejarlo con un jabón que olía a aceite de oliva y lo habían secado antes de pasarlo a una sala, donde, en vista de la abismal diferencia de altura entre el señor y su huésped, se habían puesto a revolver en el arcón en el que se guardaba ropa de todas las tallas.

      —Esto ya es otra cosa —comentó el puntilloso Burchard, a quien faltó tiempo para escrutar el zuparello beige de tafetán con mangas rasgadas por las que asomaba una camisa blanca, y las calzas acuchilladas en rojo y ceñidas por un cinturón de cuero con filos bordados en blanco—. Ahora nos queda lo más engorroso.

      Miguel Corella ajustó una mueca de extrañeza con la que venía a significar que ya estaba en disposición de presentarse ante su santidad Alejandro VI, con las máximas garantías para no dejar en mal lugar a su interlocutor, que qué otra cosa se vería en la obligación de hacer.

      —A su debido tiempo se personará un sacerdote para conduciros a la sala de audiencias y os dejará a solas con el santo padre. A partir de ahí, todo dependerá de vos. No obstante, he de informaros que entre mis competencias