Javier Gómez Molero

El asesino del cordón de seda


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en las sienes lo sacasen del mismo. Desde allí arrearía el mulo y atravesaría media ciudad rumbo al sur para salir de las murallas por Porta San Paolo a campo abierto, hasta converger en el cuchitril que tenía por vivienda y que no compartía con nadie. Y no porque le hubiesen faltado ganas o no lo hubiese ambicionado. Pero las cosas no habían salido como a él le habría gustado, los desengaños amorosos, las traiciones se habían ido sucediendo y acabaron por hacer de él un hombre receloso, arisco e insatisfecho con su suerte.

      Ya que el amor había pasado de puntillas para no quedarse, y estaba cargado de prejuicios como para volver a salirle al paso, cifraba su ambición en llegar a ser como uno de esos ricachones que se concedían el lujo de mantener en exclusiva una mujer para su uso y disfrute, una cortesana a la que quien más y quien menos llamaría madonna, a la que instalaría en un palacete como el de los Orsini o los Colonna, a la que sepultaría en joyas y obsequiaría costosos vestidos y los perfumes más delicados.

      Estaba Stéfano atacando las primeras rampas del monte Opio, cuando el cansancio y el sueño empezaban a pasarle factura. En determinadas zonas, el terreno, jalonado de matorrales en los que dormitaban gatos y culebras, se notaba resbaladizo, por lo que se veía obligado a poner en liza sus cinco sentidos, si no quería dar con sus huesos en el suelo. En otras, aluviones de tierra, que habían germinado de la tormenta de días atrás, le aconsejaban dar un sinfín de rodeos para no tropezar con ellos.

      Conforme iba avanzando, alguna que otra nube aislada, que había aparecido de manera inesperada, cruzaba por delante de la luna y hacía que su resplandor llegase por momentos más difuminado, por lo que, más que de la vista, le era menester fiarse de su memoria y capacidad de retentiva, que para algo sus pasos estaban adiestrados para hollar el mismo sendero cada vez que el vino hacía de las suyas y en las oscuras noches de invierno era como si lo transitasen por cuenta propia.

      Ahora, fragmentos de mármol, escapados de algún resto de columna, a los que se agregaban cascotes salidos de Dios sabe dónde, modelaban lo más afín a una muralla de escasa altura, que en condiciones normales habría salvado sin dificultad. Pero las piernas le pesaban como si cadenas de hierro las lastrasen, así que juzgó más conveniente retroceder unos pasos, desviarse del camino de siempre e indagar un acceso distinto.

      Mientras tanto, la nube aislada pasó a ser un recuerdo y en lugar suyo montones de nubes vinieron a superponerse unas a otras trazando un enrejado, o, mejor, un tapiz, unas nubes compactas que no filtraban la luz y daban la impresión de que habían venido para asaltar el cielo. La luna acabó por transformarse en un torpe remedo de sí misma, poco más que en una siniestra caricatura, y en un suspiro la noche se tornó negra como pata de araña y lo dejó a merced de las tinieblas. Y se confesó desorientado y perdido. Tan desorientado y perdido como lo estaba en la vida. Y empezó a ser presa de los nervios.

      Se paró en seco, tragó saliva y se marcó de objetivo tranquilizarse y recobrar la sangre fría. No estaba tan lejos de su destino y no sería la primera vez que se veía en la dificultad de plantar cara a una noche como aquella. Claro que el diluvio caído había dejado su impronta y el camino distaba de parecerse al de antes. Se habían originado corrimientos de tierras, se habían abierto socavones, y piedras de todos los tamaños y formas erizaban la superficie y le empujaban a ralentizar el paso.

      Ante la perspectiva de que fuera a estrellarse contra algo y se lastimara, adelantó el pie derecho alzándolo en el aire de una forma grotesca y avanzando con ello más de lo que en él era normal. Ya había comenzado a hacerlo descender para dar con su apoyo en tierra, y a renglón seguido realizar la misma operación con el izquierdo, cuando un soplo de aire helado le abofeteó el rostro, la espina dorsal se le erizó y ante sus ojos que no veían cobró carne el espectro de su madre fallecida que, con una sonrisa sin dientes y agitando la mano, lo acuciaba a seguir en pos de ella.

      En su descenso, el pie rozó primero hierbajos y zarzas cuyo crecimiento habría propiciado la lluvia y, no bien se disponía a posarse sobre la tierra, que por debajo servía de manto, y a aguardar la presencia del otro pie, que ya iniciaba la maniobra de aproximación, vino a desfondarse en el vacío más absoluto. Y un grito fue a escapar de su garganta, al tomar conciencia de que ambos pies acababan de ser succionados por una grieta que se agazapaba bajo la maleza y que, lejos de darse por satisfecha con tan magra presa, reclamaba las restantes piezas de su cuerpo. Luego, como si una fuerza inhumana tirase de él hacia abajo o unas manos lo empujasen por la espalda, el descenso al abismo, después, golpes y rozaduras en los hombros, los costados y la cabeza, y para finalizar, la agridulce sensación de que el mundo se acababa, ya todo había llegado a su fin y de una vez por todas se le permitía descansar en paz.

       4

       Roma, 5 de agosto del año del Señor de 1492

       Un desconocido que pasaba por allí, oye los gritos de socorro de Stéfano

      El cuerpo le dolía como si por encima le hubiese pasado una manada de búfalos, la pierna derecha no daba señales de vida y de un momento a otro la cabeza iba a saltar hecha pedazos. Se frotó los ojos y fue a rociarlos por los rincones de donde quiera que hubiera caído, pero no atinó a distinguir nada, y la mente le jugó una mala pasada al proyectarle que, de resultas del golpe en un punto sensible de su anatomía, lo mismo se había quedado ciego. Estaba tendido bocarriba, los brazos pegados a los costados, y fueron las manos las que al roce de lo que había debajo le revelaron que era tierra, una tierra reseca y cuajada de guijarros, que a la altura de los riñones y la espalda se le estaban clavando como puñales.

      Con idea de escapar de aquel suplicio, hizo por incorporarse, ponerse primero en cuclillas y a continuación de pie, pero las fuerzas no le respondieron y la única pierna con ciertas garantías le temblaba de manera tan ostensible, que resolvió darse la vuelta y probar bocabajo. Por una asociación de ideas más que evidente, mientras redoblaba sus esfuerzos por cambiar de postura, le rondó la imagen de una tortuga a la que un niño travieso hubiera dado la vuelta y pugnara por recobrar su posición natural para echarse a andar.

      Ahora, a la manera de una serpiente, empezó a reptar, a avanzar con el movimiento de los codos y con la rémora de la pierna que no obedecía las directrices de su cerebro, y en su desplazamiento a ninguna parte fue topándose con guijarros como los que se le habían clavado en la espalda y en los riñones, con montoncitos de tierra apilados unos detrás de otros y con lo que al tacto reconoció como cascotes y piedras de tamaño considerable.

      La oscuridad y un silencio fracturado por el roce de su cuerpo sobre el suelo seguían siendo sus únicos acompañantes y en su mente empezaron a desmenuzarse los recuerdos, que conforme avanzaba el tiempo iban aproximándolo con más fiabilidad a lo que había sucedido.

      Había pasado buena parte de la noche en una de las tabernas del Trastévere, donde había dado cuenta de un sinfín de vasos de vino, su fijación por las cartas le había hecho perder hasta el alma, y se había desahogado con una puta cuyo nombre había olvidado, pero que apostaría se lo había birlado a una heroína del mundo clásico. Luego de haber traspuesto media Roma, a la altura del monte Opio, la luna se había oscurecido, había renunciado a alumbrar su camino y entre tropezón y tropezón se había visto obligado a andar a tientas y confiar en su intuición para no terminar descalabrado.

      Seguía anclada a su memoria la zona por donde había transitado, resbaladiza y sembrada de matorrales, de residuos de mármol, de alimañas, así como aquella última zancada en la que, en vez de encontrarse con el acomodo de la superficie, se encontró con un agujero lo suficientemente amplio como para haberse tragado su cuerpo entero. Luego, mientras se precipitaba cielo abajo, sin saber adónde, el cosquilleo en el estómago, la sequedad en la boca, la sensación de vacío e indefensión y el estallido de su cuerpo roto al estamparse contra la dureza del suelo.

      De lo que, en cambio, no guardaba recuerdo alguno era del tiempo que llevaba en aquella cueva. Igual la noche en que había sufrido el percance aún no había tocado a su fin y había estado inconsciente dos o tres horas, que igual llevaba durmiendo días o semanas. Y se asió a la esperanza de que la grieta por la que había caído e intuía sobre su cabeza, más pronto