colchones de plumas y acariciadoras sábanas de seda han velado mis noches de insomnio. ¿Y ahora? ¿Qué queda ahora de lo que he sido, de lo que he poseído?
A día de hoy, con el viento encabritado en contra mía y el corazón en un puño, soy uno más de esa reata de presos, a cuál más desgraciado, con quienes, más allá de compartir la humedad de una celda, las ratas y los piojos, comparto un mañana que se vislumbra cuando menos comprometido. Brujas, asesinos, ladrones, herejes son algunos de mis conmilitones. Me sustento de mendrugos de pan y engaño la sed con agua sucia, por cuya superficie navega una armada de sanguijuelas. Por encima de mi cuerpo se entrecruzan harapos mugrientos, que apenas si bastan para tapar mis vergüenzas. Y un duro jergón roído de chinches y serpenteado por orines de Dios sabe quién provee un hueco a mi espalda cuando el sueño me abraza.
Y todo por haberme mostrado dócil a los mandados del santo padre y los suyos, por haberme prestado a sacar brillo a su nombre cada vez que lo mancillaban, por no haberle hecho ascos a tomar venganza de afrentas pasadas y perpetrar los crímenes más atroces que pensarse pueda. Por descontado, he mentido, he jurado en falso, he traicionado y, a sabiendas de que no me amparaba la fuerza de la razón, he segado la vida de algún que otro inocente. Fuera como fuese, no estoy por arrepentirme de mis actos, y mil años que viviera, mil años que obraría de la misma forma, pues, a fin de cuentas, quien estaba detrás de mi proceder no eran el papa ni sus allegados, era Dios Nuestro Señor, que no ignora lo que se hace y cuya capacidad de perdón no conoce techo.
Estaría en deuda con la verdad si admitiese que los tormentos que van en pos de que desvele la identidad de quienes en tiempos de bonanza se ocultaban entre las sombras, no me generan inquietud, pero lo que a decir verdad me agobia y me roba el sueño es la mengua de libertad, así como la imposibilidad de seguir prestando mis servicios a lo que queda de la familia de Alejandro VI. Con ser duro lo anterior, no lo es menos hacerme a la ausencia de la única mujer a la que de corazón he amado, a la que no cejo de orientar mi pensamiento y para cuya existencia ruego al Altísimo la más dulce de las suertes. Igual que Dios la puso en mi camino y concedió que se apiadara de mí, Dios la quitó de mi vista al otorgar su beneplácito a la repentina muerte de su santidad, lo que trajo consigo un nuevo orden de cosas, en el que yo no salí especialmente favorecido. La elección del nuevo pontífice, Julio II, dio pie a una etapa de mi vida en la que se me angostaron los caminos, me atrancaron las puertas, me soltaron los perros y terminé por dar con mis huesos en Torre di Nona, viéndome por ende forzado a renunciar al amor para el resto de mis días.
La puerta de mi celda acaba de abrirse con su sangriento chirrido, la voz de ultratumba del carcelero y sus manos manchadas de muerte me conminan a levantarme del lecho, renunciar al amparo de los barrotes y marchar detrás de él. Hasta hoy me habían interrogado –invariablemente en el interior de mi celda– sin hacer uso de la violencia, tratando de tirarme de la lengua con tanta habilidad como persistencia y con el compromiso de rebajarme la condena, en caso de que me aviniese a colaborar. Mas a la vista de la inutilidad de tan gentil y considerado procedimiento han determinado echar mano de métodos más expeditivos. De aquí a nada me las tendré que ver con la rueda, el potro, la espulguera, la pera veneciana, la bota española y una profusión de instrumentos de tortura que conozco como mis pecados, pero cuya denominación una cierta intranquilidad me dificulta recordar.
En tanto hago lo imposible por aparentar calma y arranco a entonar un Pater Noster, caigo en la cuenta de que a estas alturas de mi parlamento no os he proporcionado detalle alguno acerca de mi identidad. Y a la vuelta de un rato quién sabe si no me habrán abandonado los ánimos y me resultará de todo punto inviable revelárosla. Así que, después de haberos detallado la situación por la que estoy transitando, ha llegado el momento de deciros quién soy. Aun cuando mi nombre real sea Miguel Corella, hijo del conde de Cocentaina y natural de Valencia, desde que puse los pies en Roma tan solo vuelvo la cabeza al reclamo de la voz que me llama Michelotto.
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Roma, 5 de agosto del año del Señor de 1492
Sucinta biografía de Ángelo Ruggieri y Alessandra
No era la primera vez que el banquero Ángelo Ruggieri rendía visita a su protegida, madonna Alessandra, en el palacete que se levantaba a tiro de piedra de Piazza Navona, el antiguo estadio para atletas y carreras de cuadrigas construido por el emperador Domiciano. Y, por Dios, que lo precisaba como los caudales y los clientes para la buena marcha de su negocio. La jornada, en la que había cerrado una compleja operación financiera que le iba a otorgar el control de varias industrias productoras de lana y seda instaladas en Florencia, había resultado si no agotadora, sí más ajetreada de lo normal. Había invitado a comer en su domicilio de Rione del Ponte a su amigo Johann Burchard, que lo había puesto al corriente de las nuevas de la corte pontificia, había descansado poco más de media hora y ahora, mientras le daba el enésimo retoque a la barba cuajada de hilos de plata y al delgado bigote y el espejo le devolvía los surcos que en el rostro delataban las huellas del tiempo, traía a su memoria anteriores encuentros con la mujer que desde dos meses atrás le tenía sorbido el seso.
Había reparado en ella cuando asistía a misa en Santa Maria in Aracoeli, de rodillas en uno de los primeros bancos, ataviada con un vestido de seda negro y en compañía de damas y pajes y un puñado de señores que a la legua se percibía bebían los vientos por ella. Con el Ite missa est salido de labios del sacerdote, que ponía el punto final a la ceremonia y despedía a los fieles congregados, la mujer se había dado prisa en abandonar su asiento y en su camino hacia la puerta de salida había desfilado a un palmo de donde el banquero hacía como si rezara, lo que había obrado el prodigio de que cruzara su mirada con la de ella y le diera ocasión de examinarla, sin pasar por alto el más íntimo detalle.
Y cómo de profunda no sería la impresión que los rasgos de su rostro contemplados tan de cerca le habían provocado, que, nada más perderla de su campo de visión, se llegaba a la sacristía, esperaba a que el sacerdote se retirase y abordaba al orondo y mofletudo sacristán que, al igual que los demás sacristanes, estaría al cabo de la vida y milagros de la mayoría de sus feligreses y con más razón de una dama que no pasaba inadvertida para nadie que tuviera ojos en la cara.
Ya en los escalones que conducían a la puerta de la calle, el sacristán le había referido, no sin cierta desgana o apesadumbrado tal que estuviera revelando un secreto de confesión, que la mujer que había merecido su interés era madonna Alessandra, una distinguida cortesana natural de Ferrara, que durante años había sido la protegida de micer Luigi del Búfalo, hombre de posibles y muy estimado en Roma, pero que de la noche a la mañana la relación se había enfriado y a la presente estaba en condiciones de asegurar que solo les unía una franca amistad.
El sacristán hizo amago de marcharse so pretexto de que debía acudir a otro templo para, en sustitución de un sacristán enfermo, ayudar al sacerdote a celebrar la santa misa, proceder a vestirlo y desvestirlo y apagar las velas del altar, pero fue advertir un par de monedas en la palma de la mano de Ángelo y reconoció que no habría mayor problema si se demoraba, que el sacerdote se armase de paciencia lo que fuera menester. Después de todo, estaba haciéndole un favor.
A la pregunta de si se apreciaba con entidad como para concertarle una cita con ella, el sacristán no se anduvo con disimulos y le explicitó que todo estaba a expensas de la cantidad que estuviera presto a pagar por su mediación y, antes que nada, de que la dama estuviera en la disposición adecuada, para lo que se le hacía imprescindible un informe detallado sobre su persona y sus verdaderas intenciones.
Una vez hubo conocido su nombre y profesión, y tuvo por seguro que obtendría lo que le pidiese por propiciar un encuentro entre ambos, el sacristán se avino a conversar con ella y trasladarle su recado, tan pronto se personase de nuevo en la iglesia. Y al cabo de una semana estaban el banquero y la cortesana paseando por Campo dei Fiori y Piazza San Pietro, intercambiando pinceladas de sus respectivas identidades, suscitando el asombro y la desazón de los viandantes, que tornaban la mirada en dirección a la espléndida figura de la mujer. En breve, Alessandra recibía joyas, perfumes, vestidos, y Ángelo se juzgaba más que pagado con dejarse