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El compromiso constitucional del iusfilósofo


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norma jurídica: “La reforma de X materia está prohibida”, no se deriva de un texto normativo, sino de un concepto; técnicamente, de una definición. Huelga decir que una definición o cualquier otro enunciado puede implicar una norma si, y sólo si, es en sí mismo normativo; es decir, si incluye, explícita o implícitamente, expresiones normativas o evaluativas (en el definiens, si se tratare de una definición).

      Luego, la definición de reforma constitucional, indirectamente formulada por Schmitt, es la siguiente: constituye genuina reforma constitucional todo cambio en el texto constitucional siempre que «queden garantizadas la identidad y la continuidad de la Constitución considerada como un todo». Una sedicente reforma constitucional que no presente esta propiedad sería, por definición, ya no una mera o genuina reforma, sino fuente de «una nueva constitución», quedando la anterior anulada o “destruida” (Schmitt 1928, 119).

      Esta perspectiva —una concepción sustancialista de la reforma constitucional que presupone, a su vez, una concepción igualmente sustancialista de la constitución— parece ser la fuente de inspiración de todos aquellos juristas y jueces constitucionales que incansablemente se preguntan sobre la identidad de la constitución.

      Pues bien, me parece que el concepto de identidad constitucional es utilizado para construir dos normas constitucionales (o, tal vez, meta-constitucionales) no expresadas, que se entienden implícitas en la constitución. La primera norma prohibiría toda reforma que, incluso si fuera producida cumpliendo con todos los procedimientos, pretendiese alterar la identidad de la constitución. La segunda norma, en cambio, autorizaría a los jueces constitucionales a declarar la inconstitucionalidad de tales reformas. Subrayo, se trata de dos normas distintas: la una circunscribe o limita el poder de reforma constitucional; la otra atribuye una competencia a los jueces constitucionales. Esta segunda norma, por cierto, no está implicada por la primera: la prohibición de efectuar determinadas reformas podría perfectamente no estar respaldada por ninguna garantía jurisdiccional.

      II. IDENTIDAD TEXTUAL

      En primer lugar, podría decirse que toda constitución tiene una identidad “formal”, en un sentido textual.

      Desde este punto de vista, una constitución no es más que un texto normativo. Un texto normativo, a su vez, es un conjunto de disposiciones, formuladas en un lenguaje natural. Y un conjunto, cualquier conjunto, puede ser modificado en tres modos diversos (Bulygin, 1984, 332 ss.):

      (a) agregando un elemento (en este caso, una disposición);

      (b) suprimiendo un elemento; y

      (c) sustituyendo un elemento.

      Se entiende que la sustitución es una combinación de adición y sustracción. De otro lado, la adición, la sustracción, o la sustitución de una o más palabras en una disposición, cuenta como sustitución de la propia disposición.

      Visto de este modo, si alguna vez se quisieran establecer límites a la reforma constitucional —asumiendo que la reforma constitucional no pudiera alterar la identidad de la constitución— entonces se debería prohibir la reforma en cuanto tal, sin más. Pero, por otra parte, sería extraño considerar como instauración de una nueva constitución a cualquier reforma, aunque fuere mínima o marginal.

      En segundo lugar, toda constitución tiene una identidad “política”, en el siguiente sentido.

      Se trata de las normas que establecen órganos, especialmente los órganos supremos del Estado (el órgano legislativo, el órgano ejecutivo, eventualmente el órgano de justicia constitucional, etc.); las normas que establecen (al menos en parte) los modos de formación de estos órganos; las normas que les atribuyen competencias; y las normas que disciplinan las relaciones recíprocas entre aquellos.

      Desde este punto de vista, sin embargo, la identidad de la constitución es bastante elusiva: la forma del Estado, entendida en el modo que ha quedado dicho, es algo indefinido, pues los confines entre los diversos tipos de organización política son débiles.

      Es fácil mostrarlo con algunos ejemplos sencillos. Introducir, o respectivamente suprimir, el control de constitucionalidad de las leyes ¿altera o no la identidad política de la constitución? Introducir, o respectivamente suprimir, la relación de confianza entre el gobierno y el parlamento ¿altera o no la identidad política de la constitución? Introducir, o respectivamente suprimir, el sufragio universal en la designación del jefe de Estado ¿altera o no la identidad política de la constitución? Introducir, o respectivamente suprimir, la temporalidad del mandato del jefe de Estado ¿altera o no la identidad política de la constitución?

      Es bastante evidente que cualquier respuesta a preguntas de este tipo supone una valoración política. De ello se sigue que la defensa de la identidad de la constitución —eventualmente confiada al juez constitucional— constituye en sí misma una empresa no axiológicamente neutra sino, por el contrario, eminentemente política.

      Sin embargo, todavía cabe preguntarse si resulta (políticamente) sensato limitar el poder de reforma constitucional hasta el punto de inhibirlo para la modificación de la organización política, lo que equivaldría, más o menos, a reducirlo a cero.

      De acuerdo con una conocida doctrina, algunas constituciones tienen asimismo una identidad que llamaré “jurídica” (Ross, 1958, 78 ss.; Ross 1969, 205 ss.).