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El compromiso constitucional del iusfilósofo


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cuya existencia es anterior” (Schmitt, 1934, § 1, p. 3 y § 3, p. 24). Su fundamento axiológico consistiría en la cohesión social y en la homogeneidad cultural de los sujetos a los que está destinada, o, lo que es peor, en una común voluntad e identidad política de estos de tipo nacional. En resumen, las constituciones presupondrían un demos y alguna voluntad unitaria de este como fuentes no solo de su efectividad sino de su legitimidad.

      El constitucionalismo actual expresa una concepción opuesta de la constitución. Las constituciones rígidas deben ser entendidas, al modo de Hobbes, como pactos de convivencia, es decir, como contratos sociales en forma escrita, tanto más necesarios y preciosos cuanto más profundas, heterogéneas y conflictuales sean las diferencias personales y las subjetividades políticas que están llamadas a tutelar y cuanto más visibles e intolerables sean las desigualdades materiales que tienen el deber de eliminar o reducir. Así pues, aquellas no sirven para representar orgánicamente la supuesta voluntad de un pueblo o para expresar alguna homogeneidad social o identidad colectiva. Si solo fuesen el reflejo de la común voluntad de todos, tendrían contenidos mínimos y extremadamente genéricos y podría prescindirse tranquilamente de ellas. Sirven en cambio para garantizar el principio de igualdad y los derechos fundamentales de todos, también frente a la mayoría, y, por eso, para asegurar la convivencia pacífica entre sujetos e intereses diferentes y virtualmente en conflicto. Son, puede decirse, pactos de no agresión y de mutuo socorro, cuya razón social es la garantía de la paz y de los derechos vitales de todos y que, por ello, son todavía más esenciales a escala internacional, donde mayores son las diferencias culturales y las desigualdades materiales, y de ahí los peligros de guerra o de opresión. A diferencia de la de las leyes ordinarias, su legitimidad consiste, no en el hecho de ser queridas por todos, sino de ser la garantía de todos; no tanto en la forma de su producción —en el “quién” las produce y en el “cómo” son producidas— cuanto sobre todo en su sustancia, esto es, en los contenidos de las normas constitucionales producidas; por consiguiente, no en el consenso de la mayoría sino en la igualdad de todos sus destinatarios estipuladas en ellas: en la égalité en droits, como dice el artículo 1 de la Déclaration de 1789, y precisamente en los derechos fundamentales.

      En suma, toda constitución es un pacto entre sujetos potencialmente antagonistas, de los que no se supone la homogeneidad, sino la diversidad y virtual conflictividad. Si debe garantizar la pacífica convivencia civil de todos y, al mismo tiempo, asegurar a todos la máxima libertad compatible con la de los demás, debe tutelar todas las diversas e incluso opuestas identidades y favorecer el acuerdo entre sujetos y fuerzas políticas virtualmente contrapuestos. Por lo demás, el nexo que según las tesis escépticas ligaría constitución, estado nacional y pueblo, no ha existido nunca. Si en la época de Beccaria se hubiera celebrado un referéndum sobre sus tesis en materia penal, o sobre la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, no habría tenido consenso, y no ya de la mayoría sino ni siquiera de una mínima minoría. Incluso hoy, en nuestras democracias, sería de temer una votación popular sobre los derechos sociales o sobre la pena de muerte.

      Es cierto que, para la efectividad de toda constitución, tanto estatal como supraestatal, hace falta cierto grado de cohesión social y de consenso. Pero la efectividad no debe confundirse con la legitimidad. Y, en todo caso, al igual que la cohesión social que es su presupuesto, aquella sigue y no precede a la estipulación del pacto constitucional. En efecto, pues la percepción de los asociados como iguales madura con la igualdad en los derechos; y el sentido de pertenencia y la identidad de una comunidad política se desarrollan a partir de la garantía de los propios derechos fundamentales como derechos iguales. También en este aspecto debe invertirse la tesis de Schmitt. El pueblo no es el presupuesto sino la consecuencia de una constitución y de la igualdad en derechos instituida por ella. En efecto, es en la igual titularidad de aquellos derechos universales que son los derechos constitucionales, atribuida a todos y a cada uno —de un lado, en la igualdad formal de todas las diferentes identidades personales asegurada por los derechos de libertad, de otro, en la reducción de las desigualdades sustanciales asegurada por los derechos sociales—, donde se fundan la percepción de los demás como iguales y con ello el sentido de pertenencia a una misma comunidad que hace de esta un pueblo.

      Así, es la constitución democrática la que sirve para dar vida a un pueblo, a través de los derechos atribuidos por ella, de una manera igual, a todos los que lo forman, y no viceversa. Lo que hace posible el pluralismo político y social y el conflicto y, a la vez, la identidad de “pueblo” adquirida por una multitud de personas y con ello su unidad en el único sentido compatible con la democracia constitucional, es, precisamente, la igualdad, es decir, la titularidad de todos y cada uno de los mismos derechos fundamentales, atribuidos a todos de forma universal.

      Las dos opuestas concepciones de pueblo y de constitución aquí recordadas sirven para fundar dos opuestas concepciones de democracia: la democracia plebiscitaria, basada en la concepción organicista de la constitución como expresión de la identidad y de la voluntad del pueblo, y la democracia pluralista basada, por el contrario, en la concepción contractualista de la constitución como pacto de convivencia entre individuos diferentes y desiguales.

      Exactamente opuesta es la idea de democracia expresada en la concepción de los muchos “como individuos” y de la constitución como pacto de convivencia entre diferentes y desiguales dirigido a garantizar, a través del principio de igualdad y los derechos fundamentales establecidos en ella, la tutela de sus diferencias y la reducción de sus desigualdades. Así, resultan excluidas, junto a la idea schmittiana de la constitución como expresión orgánica de la identidad de un pueblo, las tesis escépticas acerca de un posible constitucionalismo sin una sociedad civil homogénea que lo sustente. Fundándose en la igualdad en los derechos fundamentales —en los derechos de libertad y en los derechos sociales, tanto como en los civiles y políticos— esta concepción pacticia y pluralista de la democracia alude al “pueblo” en un sentido todavía más intenso del mismo principio de mayoría, dado que tales derechos equivalen a poderes, contrapoderes y expectativas de todos. Y comporta dos implicaciones de enorme alcance para los fines de una teoría normativa de la democracia.

      La primera implicación es que todos los sujetos que son titulares de los derechos fundamentales conferidos por las normas constitucionales, lo son, además —”titulares”, entiéndase, y no simplemente “destinatarios”— de estas mismas normas. En efecto, los derechos fundamentales no son más que los significantes normativos en los que consisten las normas que los atribuyen. Es por lo que la constitución, en su parte sustancial, está “imputada”, en el sentido técnico-jurídico del término, a todos y a cada uno, es decir, al pueblo entero y a cada una de las personas que lo integran. De aquí, en el plano teórico, su “natural” rigidez (Pace, pp. 4085 ss.): los derechos fundamentales, y por tanto las normas constitucionales en que consisten, precisamente porque derechos de todos y cada uno, no son suprimibles ni reducibles por mayoría, dado que la mayoría no puede disponer de aquello que no le pertenece. Si todos y cada uno somos titulares de la constitución en cuanto titulares de los derechos adscritos