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El compromiso constitucional del iusfilósofo


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plano de la teoría de la democracia, y no ya en el contingente del derecho positivo—, una vez estipulados constitucionalmente, los derechos fundamentales no pueden ser suprimidos por ninguna mayoría, ni siquiera por mayorías cualificadas, y tendrían que ser sustraídos a cualquier poder de revisión. En síntesis: debería admitirse únicamente su ampliación, nunca su restricción, y menos aún su supresión.

      La segunda implicación está conectada a la primera. La constitucionalización de los derechos fundamentales, al elevar tales derechos a la categoría de normas supraordenadas a cualquier otra, confiere, a todas las personas que son sus titulares, una posición a su vez supraordenada al conjunto de los poderes, públicos y privados, que deben están vinculados y deben actuar en función de su respeto y su garantía. Es en esta común titularidad de la constitución, consiguiente a la titularidad de los derechos fundamentales, donde reside a mi juicio la “soberanía” en el único sentido en que todavía se puede hacer uso de esta vieja palabra. En efecto, en el estado constitucional de derecho, en el que también el poder legislativo está sujeto a la ley, y precisamente a los derechos constitucionalmente establecidos, no tiene cabida la idea de soberanía en la vieja acepción de potestas legibus soluta. “La soberanía pertenece al pueblo” o “reside en el pueblo”, afirman nuestras constituciones. Pero estas normas solo pueden entenderse en dos sentidos, complementarios entre sí: en negativo, en el sentido de que la soberanía pertenece al pueblo y a nadie más, y ningún poder constituido, ni asamblea representativa ni presidente elegido por el pueblo puede apropiarse de ella o usurparla; en positivo, en el sentido de que, al no ser el pueblo un macrosujeto sino el conjunto de todos los asociados, la soberanía pertenece a todos y a cada uno, identificándose con el conjunto de esos fragmentos de soberanía, es decir, de poderes y contrapoderes, que son los derechos fundamentales de los que son titulares todos y cada uno. En definitiva, la soberanía es de todos y (por eso) de ninguno.

      De aquí resulta ampliada y reforzada la misma noción corriente de “democracia política”. La democracia consiste en el “poder del pueblo”, no simplemente en el sentido de que los derechos políticos y por eso el autogobierno a través del voto y la mediación representativa corresponden al pueblo y, por consiguiente, a los ciudadanos, sino también en el ulterior sentido de que es al pueblo y a todas las personas que lo componen a quienes corresponde el conjunto de esos “poderes” que son los derechos civiles y de esos “contrapoderes” que son los derechos de libertad y los derechos sociales a los que todos los demás poderes, incluso los mayoritarios, están sometidos y que no pueden ser violados por ningún poder.

      Solo de este modo, a través de su funcionalización a la garantía de los diversos tipos de derechos fundamentales, el estado democrático, o sea, el conjunto de los poderes públicos puede configurarse, según el paradigma contractualista, como “estado instrumento” para fines que no son suyos. En efecto, las garantías de los derechos fundamentales, del derecho a la vida a los derechos de libertad y a los derechos sociales, en democracia, constituyen la “razón social” de esos artificios que son el estado y las demás instituciones políticas. Es en esta relación entre medios institucionales y fines sociales, y en la consiguiente primacía del punto de vista externo sobre el punto de vista interno, de los derechos fundamentales sobre los poderes públicos, de las personas de carne y hueso sobre las máquinas políticas, donde radica el significado profundo de la democracia.

      He recordado la concepción organicista del pueblo como macrosujeto, la de la constitución como expresión de su identidad y la plebiscitaria de la democracia como afirmación de una supuesta voluntad unitaria del mismo, porque, desgraciadamente, han vuelto a proponerse por muchas actuales subculturas populistas y llamadas “soberanistas”. Y es que, en efecto, la idea de democracia que aglutina a todas es la identificación de los vencedores de las elecciones con el pueblo, de los elegidos con los electores, de la voluntad de la clase política con la voluntad popular, de los representantes con los representados y, por consiguiente, de la omnipotencia de la mayoría de gobierno y, de hecho, de su jefe, asumidos como directa expresión de la voluntad y de la soberanía popular. Por lo demás, se trata de una tentación muy difundida en los medios políticos. Como escribió Benjamin Constant, “los hombres de partido, por puras que sean sus intenciones, siempre tienen repugnancia en limitar la soberanía. Ellos se consideran como herederos presuntivos, y economizan aun en las manos de sus enemigos su propiedad futura” (Constant, cap. I, pp. 3-4).

      Pero esta tendencia es, no solo una tentación, sino el rasgo distintivo de los populismos, cuya elemental concepción de la democracia consiste en la idea de la ausencia de límites a la voluntad popular, identificada a su vez con su voluntad, y por tanto en eliminación de esa gran conquista que es la subordinación de la política a los derechos establecidos constitucionalmente. De aquí la intolerancia populista tanto al pluralismo institucional, esto es, a la separación de poderes, a las autoridades técnicas e independientes, a la jurisdicción y a los límites y vínculos impuestos a la política por los principios constitucionales, como al pluralismo político, es decir, a la confrontación parlamentaria con las fuerzas políticas de oposición. De aquí la tendencia a configurar a los diferentes y a los discrepantes como enemigos y a construir la identidad del pueblo sobre la base de su negación o persecución. De aquí, también, la idea elemental del jefe o del líder como expresiones orgánicas y necesarias del pueblo soberano, sin mediaciones de partido o parlamentarias (Calisse, 2010, Calisse, 2016). De aquí, en fin, la inevitable vocación de los populismos soberanistas a transformar la democracia representativa en la que Michelangelo Bovero ha llamado “autocracia electiva”.

      De otra parte, ningún pueblo, ningún país, ninguna civilización se caracteriza por una sola cultura. Todos presentan heterogeneidades culturales, que constituyen, no solo su riqueza, sino también, si se quiere hacer uso de esta palabra, su identidad, tanto más fuerte e interesante cuanto más compleja, abierta y por eso contraria a muros y a fronteras. La heterogeneidad y el pluralismo, del mismo modo que las homogeneidades y las identidades, atraviesan tanto las fronteras como las épocas. Como ha escrito Amartya Sen, Aristóteles y Ashoka y, al contrario, Platón, Agustín y Kautilya se parecen más entre sí que Aristóteles y Platón o Ashoka y Kaultiya (Sen, cap. XIII, p. 284). Por lo demás, tampoco los individuos están dotados de mono-identidad, o sea, de identidades mono-culturales. Al igual que los pueblos, su complejidad cultural, la heterogeneidad de sus culturas, en definitiva, su pluri-identidad, es todo uno con su madurez intelectual y cultural. En suma, normalmente, no existen mono-culturas ni mono-identidades. Las únicas mono-identidades son las del fanático o el fascista. Y las mono-culturas son solo las totalitarias o las fundamentalistas. En efecto, existe un nexo entre mono-culturalismo, mono-identidad, principio de homogeneidad, fanatismo y totalitarismo y, al contrario, entre multi-culturalismo, pluri-identidad, principio de heterogeneidad, tolerancia y democracia. La verdadera amenaza para la convivencia civil no es el multi-culturalismo, sino el pretendido mono-culturalismo que genera fundamentalismo, sectarismos, fanatismos ideológicos o religiosos.