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El compromiso constitucional del iusfilósofo


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la aplicación “indirecta” de la constitución (el juez ordinario podrá evaluar el modo como el legislador ha actuado los principios constitucionales pertinentes, podrá interpretar la ley de tal modo que sea compatible con los principios constitucionales, o podrá usar principios constitucionales para integrar el significado de cláusulas generales y de conceptos elásticos).

      En otras palabras, en el Estado constitucional el juez ordinario no se conformará con una simple ausencia de contradicciones entre la ley y la constitución, sino que exigirá que la primera sea congruente con la segunda (y se ocupará directamente a este fin). Todo esto, como resulta evidente, lleva a atribuir al control de constitucionalidad un carácter tendencialmente “difuso”: en efecto, incluso en un sistema en el que esté formalmente en vigor un control concentrado de constitucionalidad de las leyes, el uso extendido de las técnicas anteriormente mencionadas significa que la aplicación judicial de los principios constitucionales (y el trabajo de adecuar la legislación a ellos) tiene lugar mucho antes del inicio de un proceso de inconstitucionalidad ante la Corte constitucional. De este modo, las cortes asumen la tarea (o parte de la tarea) de actuar la constitución, situándose casi en una posición de competencia con respecto al legislador, competencia que puede, incluso, dar lugar a verdaderas inaplicaciones de las leyes consideradas contrarias a la constitución, posiblemente tras la apariencia de interpretaciones “conformes con la constitución”.

      Sin embargo, me parece que esta tendencia a “difundir” el control constitucional solo es compatible con la estructura del Estado constitucional si también sigue estando asociada con el control concentrado. Trataré de explicarme.

      Ahora bien, en un modelo de control constitucional difuso como el propuesto por Prieto, me parece que el valor de la seguridad jurídica está destinado a ser excesivamente sacrificado. En efecto, la utilización judicial de la constitución incentiva prácticas interpretativas bastante temerarias (interpretación “conforme a la constitución”, ponderación y concretización de principios constitucionales...) que solo valdrán en el caso concreto, sin que nada garantice que otros jueces no den una interpretación diferente de esa misma ley, o que evalúen de una manera distinta la incompatibilidad con la constitución, o no lleguen a una distinta ponderación o a una distinta concretización de los principios constitucionales. En otras palabras, el modelo difuso de justicia constitucional imaginado por Prieto (que, al parecer, es un modelo “puro”, carente de cualquier elemento de concentración, ni siquiera en el nivel de precedente vinculante) solo podría funcionar si se acepta alguna forma de cognitivismo interpretativo tal que los jueces ordinarios no pueden sino converger en sus evaluaciones del conflicto entre una ley y la constitución. Solo en este caso la “difusión” del control constitucional no se traduciría en una anarquía interpretativa que afectaría seriamente el valor (constitucionalmente relevante) de la seguridad jurídica y también, obviamente, en la igualdad.

      Pero, como sabemos (y como Prieto también sabe bien), esta no es la realidad. En la realidad, diferentes jueces bien pueden llegar a conclusiones diferentes sobre si una ley contradice la constitución. El juicio de conformidad entre la ley y los principios constitucionales a menudo puede implicar evaluaciones complejas, y ser controvertido. En un sistema difuso “puro”, diferentes jueces podrán fácilmente expresar diferentes evaluaciones sobre cómo ponderar y concretizar los principios constitucionales relevantes, sobre cuál es la mejor manera de hacer que la ley “sea conforme a” la constitución mediante la interpretación. Por lo tanto, es bueno que la libertad interpretativa del juez común, y su posibilidad de “dialogar” directamente con la constitución, encuentren un contrapeso en alguna forma de “concentración” del control de constitucionalidad: esto puede, como mínimo, consistir en atribuir a una corte en particular el poder de formular decisiones dotadas de valor de precedente vinculante; o bien puede consistir en el establecimiento de una típica Corte constitucional de tipo “europeo” de sistema constitucional. Esta última solución, por lo demás, tendrá la ventaja de eliminar definitivamente las normas y los actos normativos contrarios a la constitución, y posiblemente también la ventaja adicional de proporcionar a los jueces comunes un punto de referencia particularmente autorizado (aunque no fuera vinculante) en la interpretación de la constitución. Y esto, repito, no será una traición a la lógica del Estado constitucional, sino que será totalmente coherente con ella, en salvaguarda de valores (igualdad, certeza) que distan mucho de ser irrelevantes para el Estado constitucional.

      También se puede llegar a una conclusión similar desde una perspectiva diferente: ya no desde la perspectiva de los valores consagrados por el Estado constitucional, sino desde la perspectiva de los poderes, o de los centros de toma de decisiones que operan en él. Incluso desde este punto de vista, el Estado constitucional ha sustituido un modelo “vertical”, típico del Estado legislativo, en el que una autoridad (el legislador) tenía la última palabra como depositario de la soberanía, por un modelo “reticular” en el que diferentes autoridades contribuyen, a veces de manera cooperativa y a veces de manera conflictiva, a la definición y protección de los derechos fundamentales. La imagen vertical propia del Estado legislativo, con la ley en el vértice de las fuentes y el juez sujeto únicamente a la ley, se contrapone ahora con un modelo difuso, en el que la garantía de los derechos debe surgir del equilibrio y del control recíproco entre múltiples poderes, con diferentes títulos de legitimidad (legislador, autoridades administrativas independientes, jueces comunes, Corte constitucional, cortes supranacionales), sin que ninguna única autoridad sea capaz de imponer la última palabra. O bien —lo que es esencialmente lo mismo— la última palabra, el ejercicio del poder soberano, se retrasa en la mayor medida posible, diluida en un caleidoscopio de restricciones y contrapesos (Pino, 2017b, pp. 212-213). Y me parece que, en esta compleja arquitectura, la presencia de una Corte constitucional no es solo un accidente histórico, un residuo de un modelo (“kelseniano”) sustancialmente superado, sino que desempeña un rol estratégico para salvaguardar, una vez más, la certeza y la igualdad.

      Por lo tanto: la aplicación directa de la constitución, la libertad interpretativa de los jueces, el respeto de la democracia, o la seguridad jurídica, tal vez puedan estar mejor equilibrados garantizando a los jueces ordinarios un grado de autonomía de interpretación conforme a la constitución, siempre que sea posible mantenerse dentro de los límites (aunque débiles) del texto; mientras que, cuando el texto de la ley no admita una posibilidad de interpretación conforme a la constitución, la palabra debería pasar a una Corte constitucional con poder (concentrado) para anular dicha ley.

      3.2. El “carácter democrático” del control de constitucionalidad

      Una primera observación que debe hacerse es la siguiente. Es indiscutible que, en cierta medida, el Estado constitucional sacrifica la democracia. Esto, por la simple razón de que la democracia es uno de los valores que protege el Estado constitucional, pero no es el único: en el Estado constitucional, la democracia convive con otros valores, y esta convivencia a veces puede ser problemática, del mismo modo que a veces puede ser problemática la convivencia entre otros valores protegidos por el Estado constitucional. No creo que debamos ir en busca de una imposible cuadratura del círculo, de enrevesadas demostraciones en las que todos los componentes del Estado constitucional conviven en perfecta armonía. Tal vez el Estado constitucional se basa sobre una apuesta diferente: sobre la posibilidad de que del pluralismo (a veces incluso