El marqués de Fúcar es bastante rico, inmensamente rico, cada día más rico.
– Sobre este tema – indicó el fénix burocrático, – sobre la colosal riqueza del señor marqués, la frase más característica la debemos al amigo Cimarra, que es el hombre de las frases.
– Yo no he dicho nada, nada, de D. Pedro Fúcar – replicó Federico con aspavientos de honradez.
– ¡Lengua de escorpión! ¿No fue usted el que en casa de Aldearrubia… yo mismo lo oí… a propósito de la escandalosa fortuna de Fúcar, soltó esta frase: «Es preciso escribir un nuevo aforismo económico que diga: ‘La bancarrota nacional es una fuente de riqueza’»?
– ¡Eso se puede decir de tantos! – manifestó León.
– De muchos, de muchísimos – dijo Cimarra prontamente. – Como Fúcar ha labrado su rica colmena en el tronco podrido del Tesoro público… ¿qué tal la figura?… pues digo que, habiendo centuplicado su fortuna en las operaciones con el Tesoro, no será el único a quien se podrá aplicar aquello de la bancarrota nacional…
El señor de Onésimo se turbó breve instante. Mas reponiéndose, añadió:
– Yo he oído hacer a usted, querido Cimarra, un despiadado análisis de los millones del marqués de Fúcar. A los hombres de ingenio se les perdona la murmuración… No venga usted con arrepentimientos; ya sé que ahora es usted muy amigo de su víctima de aquel a quien supo pintar, diciendo: «Es un hombre que hace dinero con lo sólido, con lo líquido y con lo gaseoso, o lo que es lo mismo, con los adoquines, con el vino de la tropa y con el alumbrado público. El tabaco de sus contratas es de un género especial, teniendo la ventaja de que si amarga en la boca, puede servir para leña; y también son especiales su arroz y sus judías, las cuales se han hecho célebres en Ceuta: los presidiarios las llamaban píldoras reventonas del boticario Fúcar».
– Hablar por hablar – replicó Cimarra. – Sin embargo de esto, yo aprecio mucho al marqués. Es un hombre excelente. Todos hemos dado algún alfilerazo al prójimo.
– Ya sé que esto es pura broma. Aquí se sacrifica todo al chiste. Somos así los españoles. Desollamos vivo a un hombre, y en seguida le apretamos la mano. No critico a nadie; reconozco que todos somos lo mismo.
El marqués de Fúcar apareció en la glorieta.
– ¿Y Pepa? – le preguntó León.
– Ahora está muy contenta. Pasa de la tristeza a la alegría con una rapidez que me asombra. Ha llorado toda la mañana. Dice que se acuerda de su madre, que no puede echar del pensamiento a su madre… qué sé yo… no la entiendo. Ahora quiere que nos vayamos de aquí, sin dejarme tomar los baños. Yo no quería venir, porque me apestan estos establecimientos horriblemente incómodos de nuestro país. ¡Caprichos, locuras de mi hija! De buenas a primeras, y cuando nos hallábamos en Francia, se le puso en la cabeza venir a Iturburúa. Y no hubo remedio… a Iturburúa, a Iturburúa, papá… ¿Qué había yo de hacer?… Al fin, ya me había acostumbrado a esta vida ramplona, y la verdad, tanto como me contrarió venir, me contraría marcharme sin haber tomado siquiera seis baños… Eso sí, aguas como estas no creo que las haya en todo el mundo… ¿Y a dónde vamos ahora? Ni hay para qué pensarlo, porque las genialidades y los arrebatos de mi hija burlan todos los cálculos… Apenas tengo tiempo de pedir el coche-salón… Pepa está tan impaciente por marcharse como lo estuvo por venir… Ha de ser pronto, hoy mismo, mañana temprano a más tardar, porque estas montañas se le caen encima, y se le cae encima la fonda, y también el cielo se viene abajo, y le son muy antipáticos todos los bañistas, y se muere, y se ahoga…
Mientras D. Pedro expresaba así, con desorden, su paterno afán, los tres amigos callaban, y tan sólo Onésimo aventuró algunas frases comunes sobre las perturbaciones nerviosas, origen, según él, de aquellas y otras no comprendidas rarezas que a la más bella porción del género humano afligen. El marqués tomó del brazo a Federico Cimarra, diciéndole:
– Querido, hágame usted el favor de entretener un rato a Pepa. Ahora está contenta, pero dentro de un rato estará aburridísima. Ya sabe usted que se ríe mucho con sus ocurrencias ingeniosas. Ahora me dijo: «Si viniera Cimarra para murmurar un poco del prójimo…». Bien comprende que es usted una especialidad. Vamos, querido. Ahora está sola…
Adiós, señores; me llevo a este bergante, que hace más falta en otra parte que aquí.
Quedáronse solos D. Joaquín Onésimo y León Roch.
– ¿Qué piensa usted de Pepa? – preguntó el primero.
– Que ha recibido una educación perversa.
– Eso es: una educación perversa… Y ahora que recuerdo… ¿es cierto que se casa usted?
– Sí, señor… Llegó mi hora – dijo León sonriendo.
– ¿Con María Sudre?…
– Con María Sudre.
– ¡Lindísima muchacha!… ¡Y qué educación cristiana! Francamente, amigo, es más de lo que merece un hereje.
Benévola palmada en el hombro de León terminó este corto diálogo.
Capítulo V. Donde pasa algo que bien pudiera ser una nueva manifestación del carácter nacional
Había avanzado la noche, y el modesto sarao de los bañistas principiaba a desanimarse. Los últimos giros de las graciosas parejas se extinguieron en los costados del salón, como los últimos círculos del agua agitada mueren en las paredes del estanque; se deshicieron aquellos abrazos convencionales que no ruborizan a las doncellas, y al fin tuvo la condescendencia de callarse el piano homicida que dirigía con su martilleante música el baile. No faltó una beldad que quisiera prolongar aún la velada sacando de las cuerdas del instrumento un soporífero Nocturno, que es la más insulsa y calamitosa música entre todas las malas; pero este alarde de ruido elegíaco duró felizmente poco, porque las madres se impacientaron y alegres tribus de señoritas empezaron a desfilar sobre el piso de madera lustrosa. Resbalaban con agrio chirrido las patas de las sillas; al pío-pío de la charla juvenil se unía un sordo trompeteo de toses. Las bufandas se arrollaban como culebras en la garganta carcomida de los hombres graves, oradores, abogados y políticos, que eran la flor y el principal lustre del establecimiento.
En la pieza inmediata, las fichas abandonadas y revueltas del tresillo y del ajedrez hacían un ruido como de falsos dientes que riñen unos contra otros fuera de la encía. Las toses y carraspera arreciaban con la salida de los últimos, que eran los más viejos, y después, aquel murmullo compuesto de chácharas juveniles y del lúgubre quejido de la decrepitud prematura, que a lo más florido de la actual generación aqueja, se fue perdiendo en el largo pasillo, luego atronó la escalera y se extinguió poco a poco, distribuyéndose en las habitaciones del edificio celular. Podía existir la ilusión de considerar a este como un gran órgano, en el cual, después de que la gran sinfonía tocada por el viento volvía cada nota, profunda o aguda, a su correspondiente tubo.
En la sala del tresillo estaba el marqués de Fúcar leyendo periódicos. Su postura natural para este patriótico ejercicio era altamente tiesa, manteniendo el papel a bastante distancia y ayudando su vista con los lentes, que colocaba casi en la punta de la nariz y le oprimían las ventanillas. Si tenía que mirar a alguien, miraba por encima y por los lados de los vidrios. Frecuentemente reía en voz alta durante la lectura, sin dejar de leer, porque era muy sensible al aguijón punzante del epigrama, sobre todo si, como es frecuente en nuestra prensa, el aguijón estaba envenenado.
A su lado leían otros dos. En el salón grande cuatro o cinco hombres charlaban, reclinados perezosamente en los divanes. Federico Cimarra, después de pasear un rato con las manos metidas en los bolsillos, entró en la sala de tresillo a punto que el marqués de Fúcar apartaba de sí el último periódico y arrancaba de su nariz los lentes para doblarlos y meterlos en el bolsillo del chaleco.
– ¡Qué país, qué país! – exclamó el ilustre negociante, conservando en su fresco rostro la sonrisa producida por el último chiste leído. – ¿Sabe usted, Cimarra, lo que me ocurre?