en efecto, hallé dentro de aquella hermosura un verdadero tesoro, no menos grande que la hermosura misma que lo guardaba. La bondad de María, su sencillez, su humildad, y aquella sumisión de su inteligencia, y aquella celestial ignorancia unida a una seriedad profunda en su pensamiento y en sus gustos, me convencieron de que debía hacerla mi esposa… Te hablaré con toda franqueza: la familia de mi novia es poco simpática. ¿Pero qué me importa? Yo me divorciaré hábilmente de mis suegros… No me caso más que con mi mujer, y esta es buena; posee sentimiento y fantasía, y esa credulidad inocente, que es la propiedad dúctil en el carácter humano. Su educación ha sido muy descuidada, ignora todo lo que se puede ignorar; pero si carece de ideas, en cambio hállase, por el recogimiento en que ha vivido, libre de rutinas peligrosas y de los conocimientos frívolos y de los hábitos perniciosos que corrompen la inteligencia y el corazón de las jóvenes del día. ¿No te parece que es una situación admirable? ¿No comprendes que un ser de tales condiciones es el más a propósito para mí, porque así podré yo formar el carácter de mi esposa, en lo cual consiste la gloria más grande del hombre casado?… Porque así podré hacerla a mi imagen y semejanza, la aspiración más noble que puede tener un hombre y la garantía de una paz perpetua en el matrimonio. ¿No te parece, así?
– ¿Me consultas a mí, que soy un egoísta corrompido?… – dijo Federico con ironía. – León, tú estás loco.
– Te consulto como consultaría a ese banco – dijo León volviéndole la espalda con desprecio. – Hay situaciones en que el hombre necesita decir en voz alta lo que piensa para convencerse más de ello. Haz cuenta que hablo solo. No me contestes si no quieres… Sí, lo haré a mi imagen y semejanza; no quiero una mujer formada, sino por formar. Quiérola dotada de las grandes bases de carácter, es decir, sentimiento vivo, profunda rectitud moral… Conocimientos muy extensos del mundo, y la ridícula instrucción de los colegios, lejos de favorecer mi plan, lo embarazarían; tendría que demoler para edificar sobre ruinas; tendría que ahondar mucho para buscar buena cimentación.
Entonces hubo un cambio de actitudes. Arrojó Federico la baraja sobre la mesa, levantose, y después de dar algunas vueltas alrededor de León, que permanecía sentado, le puso la mano en el hombro, y en voz baja le dijo:
– Señor sabio, también los ignorantes depravados fijan su mirada en el porvenir, también forman sus planes, no con matemáticas pero quizás con más garantías de seguridad que los hombres prácticos. Digamos, entre paréntesis, que el burro es un animal práctico… No condenan el matrimonio, al contrario, le consideran necesario para el adelantamiento de las sociedades y el perfeccionamiento de las condiciones…
Dio otras dos vueltas y después añadió:
– De las condiciones del individuo. Ya comprenderás lo que quiero decir… Por acá no somos sabios, ni después de enamorarnos como cadetes hacernos un estudio exegético de las cualidades de las dignas hembras que van a ser nuestras mujeres… no aspiramos tampoco a fabricar caracteres: esta manufactura la tomamos como está hecha por Dios o por el Demonio. Eso de casarse para ser maestro de escuela, es del peor gusto. A otra cosa más que al carácter debemos atender en estos apocalípticos tiempos que corren. La desigualdad de fortuna entre los seres creados, y el desgraciado sino con que algunos han nacido; el desequilibrio entre lo que uno vale y los medios materiales que necesita para luchar con y por la vida, ¡oh!, el pícaro struggle for life de los trasformistas es mi pesadilla… la falta de trabajo que hay en este maldito país, y la imposibilidad de ganar dinero sin tener dinero… ¿oyes lo que digo?… pues estas causas todas y otras más nos obligan a considerar antes que el mérito de nuestras futuras…
– ¿Qué?…
Cimarra hizo con los dedos un signo muy común, diciendo:
– El trigo.
Como se ve, de su agraciada boca afluía el lenguaje completo de ciertos jóvenes del día, y mezclaba el idioma de los oradores con el de los tahures, las elegantes citas en habla extranjera con los vocablos blasfemantes que aquí no se pueden decir…
– La vida moderna – añadió – se hace cada vez más difícil; los ricos como tú pueden echarse a volar por el mundo de las moralidades y no poner en su corazón deseo que no sea puro, y no tener pensamiento que no sea la quinta esencia del éter más delicado. Pero no hay que exagerar, como dice Fúcar. Yo sostengo que eso que los tontos llaman el vil metal puede ser un gran elemento de moralidad. Yo por ejemplo…
– ¡Tú!, ¿de qué eres ejemplo tú…?
Yo… quiero decir que hallándome en posesión de una fortuna, sería un modelo de patricios, y quizás pasaría a la posteridad con el calificativo de ilustre. ¿Pues no es ya frase de cajón, frase hecha, llamar ilustre a don Francisco Cucúrbitas?
– Aunque quieras disimularlo, en ti hay un resto de pudor – le dijo Roch. – Tu relajación no es tanta como quieres hacer creer.
– Todo es al respective, como dice, siempre que bromea, mi amigo Fontán – repuso Cimarra alzando los hombros. – No se puede juzgar así, tan a la ligera, a un hombre que vive entre ricos y es pobre. Fíjate bien en esto. A ti se te puede hablar con franqueza. Mis proyectos no son todavía más que ante-proyectos, querido… allá veremos… se me figura que he empezado bien. El tiempo lo dirá. Puede que algún día, cuando vivas olvidado de mí en medio de tu felicidad de marido pedagogo, oigas decir que este perdido de Cimarra se ha casado. A eso vamos, a eso marchamos. Este pobre tiene también sus planes y sus filosofías. Todos somos galápagos, y otros tienen más conchas que yo… No creas que me desentiendo de las prendas morales de mi mujer; y estoy seguro de que no me caso con un monstruo. Habrá honradez, señor sabio; habrá honradez, hijos y hasta nietos.
– ¿Has elegido?
– He elegido… Te advierto que no doy gran valor a la belleza física. Los hombres superiores no se dejan seducir y enloquecer como tú por unos ojos más o menos grandes y una boca que luego han de afear los años… La hermosura vive poco ¡ay!, como dijo el poeta, l´espace d’un matin… Hay un conjunto agradable y simpático, maneras distinguidas, cierta discreción, cierta travesura agradable, chiste y hasta zandunga… De educación no estamos bien; pero no pensamos poner cátedra… Hay mucho bueno, algo que no lo es tanto; abundan las genialidades tontas, los caprichos, los hábitos de despilfarro…
León se puso pálido, fijando en su amigo una mirada ávida.
– A mí me importa poco que rompa platos que no valen nada, que haga pedazos un cuadro de Murillo, que haga picadillo de encajes… Hay cosas en que los maridos no deben meterse.
Roch miró con estupidez el hule verde de la mesa en que apoyaba sus codos.
– ¡Hombre, cómo se va el tiempo!… – dijo bruscamente, levantándose y abriendo la ventana. – ¡Si es de día!…
La claridad de la mañana entró en la sala. Iluminados por aquella, los dos rostros parecieron melancólicos y pálidos. La luz de la lámpara brillaba aún lacrimosamente dentro del tubo y alargaba fuera una lengüeta negra delgada, hedionda.
– ¡Qué vida para reparar la salud! – dijo León.
Miró luego por la ventana el cielo turbio y lloroso, cuya tristeza servía de cuadro sombrío a la tristeza de los dos trasnochadores. León empleó un rato en la contemplación vaga de que apenas se da cuenta el espíritu en horas de cansancio y que fluctúa entre el sueño y la pena, no siéndonos posible decir si dormimos o padecemos. En aquel momento Federico halló en su amigo un aspecto excesivamente triste, pues todo en él era negro, la ropa y la barba; y su hermosa fisonomía, de un moreno subido, tenía cierto tinte acardenalado, a causa del insomnio. Su ancha frente, llena de majestad, mas revelando brumosas cavilaciones, dominaba su persona como un cielo cerrado y opaco que guardaba en sí la luz y sólo muestra las nubes.
Volviéndose repentinamente hacia su amigo, León dijo:
– Pues buena suerte.
– Siento no poder dormir un poco – manifestó Federico. – Me muero de sueño; pero tengo que ponerme en camino con Fúcar.
– ¿Te vas?
– ¿No