naufragios de la vida?
Pepa arrojó con violencia los restos de la rosa, cuyo roído tallo fue a azotar la frente del joven. Este creyó sentir un latigazo.
– ¡Yo necesitar de ti…! – exclamó. – ¡Vanidoso!… Verdaderamente me pareces un estúpido… Puede ser que si algún día veo que se me acerca un pedante dando el brazo a una simplona, le pregunte: «¿quién es usted?». ¡Despedirme de ti! Bueno: lo mismo me da que sea hasta mañana o hasta la eternidad.
– Como tú quieras – dijo León, alargando su mano. – Adiós. Te vas mañana con tu padre. Yo no voy a Madrid por ahora. Quizás no nos veamos en mucho tiempo.
Pepa le volvió la espalda con brusco movimiento, y desapareció en las tinieblas de su cuarto. León miraba hacia dentro sin ver nada. Perfume delicado y tan ligero que parecía una ilusión del olfato era lo único que de la persona de la marquesita de Fúcar había quedado en la ventana junto al sabio perplejo. Era como un hueco conservando la forma de la figura ausente.
– Pepa, Pepilla… – dijo León con acento cariñoso.
Pero no tuvo respuesta ni distinguió nada en aquel cuadro de tinieblas profundas. Después oyó un débil gemido. Largo rato estuvo en la ventana llamando a intervalos sin obtener contestación. Pero los gemidos seguían, anunciando que en el fondo de aquella oscuridad existía un dolor.
Esperó más; al fin se alejó paso a paso turbado como un pecador y tétrico como un asesino.
Capítulo VII. Dos hombres con sus respectivos planes
Tropezó con un bulto, sintiendo al mismo tiempo fuerte palmetazo en el hombro, acompañado de estas palabras: «¡La bolsa o la vida!».
– Déjame en paz – dijo León apartando a su amigo y siguiendo adelante.
Pero Cimarra se pegó a su brazo y le retuvo, haciéndole girar sobre un pie. Por un instante se habría podido ver en aquel grupo el paso vacilante y el vaivén de un grupo de borrachos. Pero suposición tan fea se hubiera desvanecido al oír a Cimarra, el cual, muy serio, ceñudo y con la voz ronca y airada, dijo a su amigo:
– ¡Suerte deliciosa!… Estoy luciéndome en Iturburúa.
– Déjame, tahúr – replicó León con ira, sacudiendo el brazo en que hacia presa su amigo. – No tengo humor de bromas ni intención de prestarte más dinero… ¿Se ha retirado del juego el marqués de Fúcar?
– Ahora va a su cuarto. Es hombre de una suerte abrumadora. Así está el país… ¡Infeliz España!… Solís ha ganado mucho. Desde que le han hecho gobernador de provincia tiene una suerte loca; las víctimas somos Fontán, el jefe de la Caja de X… y yo… Es temprano, León, sube a tu cuarto y trae guita.
León no dijo nada porque su espíritu estaba en gran confusión y desasosiego, muy distante de la esfera innoble en que el de su amigo se agitaba.
En vez de subir, como Federico quería, entró con él en la sala de juego. Una de las víctimas antes mencionada roncaba en un diván. La otra se disponía a salir con gesto y voz que indicaban un humor de todos los demonios, andando perezosamente y tomando precauciones contra el fresco de la noche.
Los dos amigos se quedaron solos.
– No juego – dijo León bruscamente.
Conociendo el genio poco voluble de León Roch, Cimarra pareció resignarse, y sentado junto a la mesa acariciaba con sus dedos finos y esmeradamente cuidados la baraja. El grueso anillo que ceñía su meñique, despedía pálidos reflejos a la luz ya mortecina del quinqué, y fijos los cansados ojos en las cartas, las pasaba y repasaba, mezclándolas y remezclándolas de todas las maneras posibles. Eran en sus manos como una masa blanda que aceptaba la forma que le querían dar.
– Yo no tengo la culpa, yo no tengo la culpa – dijo lúgubremente León que se había sentado en un diván, mostrando hallarse muy agitado.
– ¿De qué? – preguntó Federico, mirándole con asombro. – A ti te pasa algo, bandido. ¿En dónde has estado?
– No estoy enfermo. Lo que me pasa no puedo confiártelo… Es una pena singular, un remordimiento… no, remordimiento no, porque en nada he faltado… una pena, un sentimiento… tú no comprenderías esto aunque te lo explicase: eres un libertino, un depravado, un corazón muerto, y tus emociones son de un orden profundamente egoísta y sensual.
– Gracias. Si no soy digno de recibir, la confianza de un amigo…
– Tú no eres mi amigo; no puede haber verdadera amistad entre nosotros dos. El acaso nos hizo amigos en la infancia; la Naturaleza nos ha hecho indiferentes el uno al otro. En esta región frívola, de pura fórmula cuando no de corrupción, en que tú has vivido siempre, no puedo yo respirar ni moverme. Llevome a ella la vanidad de mi pobre padre, cuyo cariño hacia mí ha tenido extravíos y alucinaciones. Mi carácter y mis gustos me inclinan a la vida oscura y estudiosa. Mi padre, que ganó una fortuna con el sudor de su frente en el rincón de una chocolatería, quiso hacer de mí un ser infinitamente distinguido y aristocrático, tal como él lo concebía en su criterio errado, y me dijo: «Sé marqués, gasta mucho, revienta caballos, guía coches, seduce casadas, ten queridas, enlázate con una familia noble, sé ministro, haz ruido, pon tu nombre sobre todos los nombres». Sus palabras no eran estas; pero su intención sí.
La agitación de su alma no permitía a León permanecer sentado por más tiempo, y se levantó. Hay situaciones en que es preciso aventar los pensamientos para que no se aglomeren demasiado y anublen el cerebro, formando en él como una negra nube de espeso, humo.
– ¿Y a qué viene eso? – preguntó Federico con hastío. – No hables tonterías y echemos un…
– Dígote esto porque estoy decidido a desertar… Me son insoportables los caracteres de esta zona social a donde mi padre me hizo venir. No puedo respirar en ella; todo me entristece y fastidia, los hechos y las personas, las costumbres, el lenguaje… y las pasiones mismas, aun siendo de buena ley. Sí, me entristecen también los afectos disparatados, el sentimiento caprichoso y enfermizo que se ampara de todas aquellas almas no ocupadas por una indiferencia repugnante.
– Enérgico estás – dijo Cimarra, tomando a risa el énfasis de su amigo. – A ti te ha pasado algo grave: tú has recibido una picada repentina, León. A prima noche te vi tranquilo, razonable, cariñoso, un poco triste, con esa melancolía desabrida de un hombre que se va a casar y vive a ocho leguas de su novia… De repente, te encuentro en la alameda, alterado y trémulo, te oigo pronunciar palabras sin sentido, entramos aquí, y noto una palidez en tu cara, un no sé qué… ¿Con quién has hablado?
El jugador le observaba atentamente sin dejar de remover las cartas entre sus dedos.
– No te diré – indicó León, ya más sereno – sino que mi cansancio, va a concluir pronto. Yo labraré mi vida a mi gusto, como los pájaros hacen su nido según su instinto. He formado mi plan con la frialdad razonadora de un hombre práctico, verdaderamente práctico.
– He oído decir que los hombres prácticos son la casta de majaderos más calamitosa que hay en el mundo.
– Yo he formado mi plan – prosiguió León, sin atender a la observación del amigo, – y adelante lo llevo, adelante. No puede fallarme; he meditado mucho, y he pensado el pro y el contra con la escrupulosidad de un químico que pesa gota a gota los elementos de una combinación. Voy a mi fin, que es legítimo, noble, bueno, honrado, profundamente social y humano, conforme en todo a los destinos del hombre y al bienestar del cuerpo y del espíritu; en una palabra, me caso.
Federico le miraba y le oía con expresión de malicia socarrona.
– Me caso, y al elegir mi esposa… no está bien dicho elegir, porque no hubo elección, no; me enamoré como un bruto. Fue una cosa fatal, una inclinación irresistible, un incendio de la imaginación, un estallido de mi alma, que hizo explosión, levantando en peso las matemáticas, la mineralogía, mi seriedad de hombre estudioso y todo el fardo enorme de mis sabidurías… Pero esto no impide que antes de decidirme al matrimonio no haya