todo es malo – dijo Federico, con frialdad filosófica que podría pasar por el sarcasmo de un corazón muerto y de una inteligencia atrofiada, metidos ambos dentro de un cuerpo enfermo, – donde todo es malo, no es posible escoger.
– Y la causa de todos los males es la holgazanería.
– ¡La holgazanería!, es decir, la idiosincrasia nacional; mejor dicho, el genio nacional. Yo digo: holgazanería, tu nombre es España. Poseemos grande agudeza, según dicen; yo no la veo por ninguna parte. Somos todos unos genios; yo creo que lo disimulamos…
– ¡Oh! Si hubiera gobiernos que impulsaran el trabajo…
Cimarra puso una cara muy seria: era su modo especial de burlarse del prójimo.
– ¡El trabajo!… Ya ni siquiera sabemos tejer paño pardo. Van desapareciendo las alpargatas, los botijos son cada vez más raros, y hasta las escobas vienen ya de Inglaterra… Pero nos queda la agricultura. ¡Ah!, este es el tema de los tontos. No hay un solo imbécil que no nos hable de la agricultura. Yo quiero que me digan qué agricultura puede haber donde no hay canales, y cómo ha de haber canales donde no hay ríos, y cómo ha de haber ríos donde no hay bosques, y cómo ha de haber bosques donde no hay gente que los plante y los cuide, y cómo ha de haber gente donde no hay cosechas… ¡Horrible círculo del cual no se sale, no se sale!… Cuestión de raza, señor marqués… Esta es una de las pocas cosas que son verdad: la fatalidad de la casta. Aquí no habrá nunca sino comunismo coronado por la lotería… este es nuestro porvenir. Que el Estado administre toda la riqueza nacional y la reparta por medio de rifas… ¿Qué tal?, esto sí que tiene sombra… ¡Oh! Verá usted, verá usted… ¡Magnífico! Este es un ideal como otro cualquiera. Consúltelo usted con D. Joaquín Onésimo, que pasa por una lumbrera de la Administración, y es, a mi juicio, una de las mayores calabazas que se han criado en esta tierra.
– ¿No está por ahí? – dijo Fúcar, riendo y mirando en derredor. – Que venga para que oiga su apología.
– Está hablando del orden social con D. Francisco Cucúrbitas, otra gran eminencia al uso español. Es de esos hombres que hablan mucho de administración y de trámites, es decir, de expedientes… ¡Oh!, ¿qué sería del mundo sin expedientes? Dios ha criado a estos señores para realizar el quietismo social, que después de todo, no es malo… Nada, señor marqués: mi sistemita de comunismo y rifas. Las contribuciones lo recogen todo y la lotería lo reparte. ¡Pistonudo! ¿Sabe usted, amigo, que aquí se aburre uno lindamente?
Durante la pausa que siguió a esta frase, acercose Federico a la puerta del salón para llamar a los que aún quedaban en él; después volvió junto al marqués, y sacando de su bolsillo una baraja, la arrojó sobre la mesa. Las cartas se extendieron, pegadas unas a otras y resbalando como una serpiente cuadrada.
– ¡Hombre, también aquí! – dijo Fúcar con expresión de disgusto.
Cimarra volvió al salón que ya estaba apagado. Empujados por él entraron cuatro caballeros. León Roch se paseaba solo en el salón, medio a oscuras. Después de hablar en voz alta con el mozo, Cimarra tomó el brazo de su amigo y paseó con él un rato. Entre los dos se cruzaron palabras apremiantes, agrias; pero al fin León subió a su cuarto, bajando diez minutos después.
– Toma, vampiro – dijo con desprecio a su amigo dándole monedas de oro.
Después se quedó solo. Acercándose a la puerta de la sala de tresillo, pudo ver el cuadro que en el centro de esta había, formado por seis personas, algunas de las cuales tenían un nombre no desconocido para la mayoría de los españoles. Es verdad que había entre ellos quien gozaba de reputación poco envidiable; pero también había alguien que la ganara ventajosa con sus bellos discursos, en los cuales no faltaban palabrejas muy sonoras contra el desorden social, los vicios y la holgazanería. El marqués de Fúcar era, de los allí presentes, el único que parecía tomar la ocupación como un verdadero juego, y apuntaba sonriendo las cartas, acompañando de picantes observaciones cada pérdida o ganancia. Cimarra, con el sombrero en la corona, el ceño fruncido, los ojos atentos y brillantes, la expresión entre alelada y perspicua, con cierta seriedad de adivino o de estúpido, tallaba. Sus delicados labios murmuraban a cada instante sílabas oscuras, que un inocente habría tomado por fórmulas de evocación para atraer espíritus. Era el tenebroso lenguaje del jugador, el cual, con gruñidos o sólo con el ardiente resuello, mantiene un diálogo febril con las cuarenta personas de cartón que se deslizan entre sus manos, y ora le sonríen, ora se mofan de él con horripilantes visajes.
La contienda con el azar es una de las luchas más feroces a que puede entregarse el hombre inteligente. La casualidad, que es el giro libre y constante de los hechos, no ha de ser hostigada; no se la puede mirar cara a cara; jugar con ella es locura. Revuélvese con las contorsiones y la fuerza del tigre, y ataca y destroza. Sus caricias, pues también las tiene, despiertan en el hombre un hondo anhelo que le consume como llama interior. El espíritu de este se pierde y delira con sueños semejantes a los del borracho, porque el ideal indeciso de aquella misma casualidad que con él forcejea, le penetra todo y hace de él una bestia. Atleta furibundo y desesperado en las tinieblas, el jugador es víctima de pesadilla horrenda, y se siente lanzado en una órbita dolorosa, como piedra que voltea en la honda sin salir nunca de ella.
El marqués decía a cada rato:
– Señores, que es tarde; que tenemos que madrugar. Bueno es divertirse un poco; pero no exageremos…
Capítulo VI. Pepa
León Roch no quiso ver más y salió del salón y del establecimiento. La noche tibia y calmosa convidábale a pasear por la alameda, donde no había alma viviente ni se oía otro ruido que el de los sapos. Después de dar cuatro vueltas, creyó distinguir una persona en la más próxima de las ventanas bajas. Era una forma blanca, mujer, sin duda, que apoyando su brazo derecho en el alféizar, mostraba el busto. León se acerco, y viendo que la forma no se movía se acercó más. Habría esta parecido una estatua de mármol, a no ser por el pelo oscuro y el movimiento de la mano, que jugaba con las ramas de una planta cercana.
– Pepa – dijo él.
– Sí, soy yo… Aquí me tienes hecha una romántica, mirando a las estrellas… Es verdad que no se ve ninguna; pero lo mismo da.
– Está muy negra la noche; no te había conocido – dijo León poniendo sus dedos en el antepecho de hierro. – La humedad puede hacerte daño. ¿Por qué no cierras? No esperes a tu padre. Ese ladrón de Cimarra ha puesto banca. Allí están entretenidos… Retírate.
– Hace calor en el cuarto.
León no pudo distinguir bien, por ser oscurísima la noche, las facciones de la hija de Fúcar; pero observaba la fisonomía de la voz, que suele ser de una diafanidad asombrosa. La voz de Pepa gemía. Su cabeza, echada hacia atrás, se apoyaba en la madera de la ventana. Tenía en la mano una flor (a León le pareció una rosa) de palo largo. A cada instante se lo llevaba a la boca, y arrancando un pedacito, lo escupía. León vio todo esto, y comprendiendo la necesidad de decir algo apropiado al momento, buscó en su mente, rebuscó; pero no hallando nada, nada dijo. Ambos estuvieron callados un rato, León atento e inmóvil, con ambas manos fijas en el frío antepecho, ella arrancando y escupiendo palitos.
– Se cuentan de ti estos días no pocas rarezas, Pepa – indicó él, considerando que para llegar a decir algo de provecho era preciso empezar diciendo una tontería. – Dicen que rompiste las porcelanas, que cortaste en pedazos los encajes, no sé qué encajes…
– ¡Qué tipo!… – exclamó Pepa, rompiendo a reír con un desentono que hizo temblar a León. – La pobre señora no sale de las sacristías… ¿No entiendes?… parece que eres idiota. Hablo de tu futura suegra, de la marquesa de Tellería… Cuando estuve en la playa de Ugoibea tuve el gusto de verla. Me contaron las picardías que habló de mí. Lo de siempre… que soy muy mal criada; que derrocho; que tengo modales libres y hábitos chocantes… chocantes, justamente… ¡La pobre señora ha cambiado tanto desde que empezó a marchitarse su hermosura!… Ya se ve: no se puede llevar una vida mundana cuando se tiene un hijo santo… Pues qué, ¿no te has enterado?, ¿no sabes que Luis Gonzaga,