crudas, entre mordisco y chupada a su cigarro sempiterno y de los peores, increpó de este modo a los cinco mozos de la tertulia, casi al mismo tiempo que arrancaba con los dientes el tercio superior de su tabaco, que parecía un hisopo:
– ¿Qué canastos hacéis aquí vosotros, pollos invernizos, mientras andan por ahí afuera esas mujeres tan guapas, muertas de necesidad? ¡Reconcho, qué morena! Cada día me parece mejor. Ahí arriba me he topado con ella. ¡Canastos, qué ojos tiene, y qué despachaderas en el gesto! Esas, esas son, reconcomio, lo que hay que apetecer: las que a mí me gustan; las bravías; que haya que cogerlas a lazo y sujetarlas con acial. ¿No es verdad, compañero? (su coetáneo). ¡Canastos, qué mujer esa!… Verdad que a usted ya le tienen estas cosas sin cuidado… ¡Si fuera usted un pobre huérfano desamparado como yo!… Y tú, Casallena de los demonios, ¿para cuándo guardas las coplas finas y el ponerte tristón y languiducho? De seguro, para lavar la cara a las cursis de Madrid, como las que iban con ellas… Con ellas he dicho, porque, canastos… ¡mira que la hermana, en su clase de rubia garapiñada!… Te digo que debe ser una pura guindilla… Hombre, tú, que eres médico, y a propósito de estos delicados particulares, ¿cómo me explicas ese fenómeno… fisiológico?… ¿Cómo de un padre tan feo y tan bruto, pueden resultar dos hijas tan guapas? ¡Canastos, qué morena!… Córrete un poco allá, Picolomini, mal jurista, que hoy necesito yo mucho espacio y mucho viento… y mucha fragancia marina, como decís los poetas de regadío; muchas sales de… ¿de qué, Casallena? Porque resulta ahora que las aguas del mar abundan en sales de… en fin, de esas que vienen a respirar los escrofulosos de Zamarramala, engañados por los de tu oficio. Pues de esas sales necesito yo también ahora, o del aire que las trae, que no es lo mismo; y además… ¡Casaa!… ¡Así llaman los de Becerril al mozo del café!… ¡Concho, qué brutos!… Tráete un vaso de agua con azucarillo; y por si acaso está muy fría, tráete también la botella de coñac para echarla unas gotas. Pues sí, señor: la trigueñita esa, es cosa de verse de cerca. ¿Usted, compañero, ya ha tomado su uvita para amortiguar las neuralgias? ¡Canastos! en otros tiempos se curaba usted las murrias que le partían, con canutillos a pasto… ¡Eso sí! arrojando siempre la punta de ellos, con cara de asco, como si los tragara a la fuerza, cuando lo hacía porque no llegaba la crema hasta allí. ¡La hipocresía de la gula!… por la falta de creencias. Ahora, todo lo malo que se hace es por la falta de creencias. ¡Canastos con la falta de creencias! Ya estoy yo de esas faltas hasta la coronilla… Para eso, el pobre Casallena no se ha tomado, contando por los indicios visibles y los antecedentes que se le conocen, más que un chocolate con media arroba de tostadas fritas, dos platillos de pasteles y una copa de Jerez. ¡Ángel de Dios!… Pero, hombre, éste siquiera tiene la franqueza de su voracidad: se come hasta las migajas, y lame las paredes del pocillo. Lo peor es que, para lo que te luce… Y ¿dónde habéis dejado al gomoso de mi otro sobrino? ese sportman platónico, quiero decir, sin caballo ni esperanzas de tenerle… casi lo propio que el amigo que le ha pegado esos vicios y no tiene más cabalgadura que una pollina casera. En octubre la manda a estudiar a los montes de su lugar, y en junio se la traen pelechando. Pues apuesto una desazón a que ese sobrino mío está esperando en casa el perfumado billete de la última condesa de Madrid que se ha prendado de él, sólo con verle pasar por enfrente de sus balcones. ¡Canastos con los tenorios anodinos que se gastan ahora!… Por supuesto, también por la falta de creencias… ¡todo por la falta de creencias!… Pues volviendo a la rubia, quiero decir, a la otra, porque yo prefiero, pero con mucho, ¡con muchísimo! a la morena… ¿qué demonios me han contado a mí de esa real moza, ahora que me acuerdo? Pues yo algo sé… por supuesto, de lo limpio… Y después de todo, a mí ¿qué canastos me importa? Agua que no has de beber… Pero conste que su padre no se la merece, ¿no es verdad, muchachos?… Ni tampoco ninguno de vosotros, con franqueza, aunque la modestia o la necesidad os haga crear cosa muy distinta… Esa mujer debió haber nacido en mis tiempos, cuando los elegantes no andábamos, como los de hoy, en babuchas y de corto y apretado por la calle, como niños zangolotinos… ¡Reconcho, qué raza y qué modas!…
Y así sucesivamente: los amigos del preopinante escuchaban a veces riéndose, y a veces temblando de miedo, a que entre aquel encadenamiento de ocurrencias fulminantes, expelidas a voces, estallara a lo mejor una claridad que resonara demasiado en los ámbitos del café, que iba colmándose poco a poco de concurrentes; pero no pudieron meter baza por ningún resquicio del monólogo. El alud los arrollaba siempre, hasta que entrando en escena nuevos contertulios, este pintor, aquel periodista, el otro estudiante y el recomendado de más allá, la tormenta fue calmándose, y se encauzó la murmuración, haciéndose más extensa.
En esto se andaba, citando se plantó delante de todos, en la acera inmediata, el mismísima señor de los Brezales, como él se firmaba, o Brezales a secas, como le llamaba todo el mundo. Ya se ha dicho de este sujeto que era el tipo de la vulgaridad enriquecida; y aquí se confirma el aserto, con la añadidura de que era así, no sólo en conjunto, sino en cada uno de sus pormenores físicos y morales: vulgar de pelo, y de orejas, y de pies, y de bigotes, y de espaldas, y de ojos, y de ropa… vulgar, en fin, hasta en la manera de atreverse a ser chancero y gracioso, o solemne y profundo, según los casos, entre gentes de poco más o menos, con la osadía que da a los hombres de escaso meollo la posesión del dinero atropado con la escobilla del atril. Gentes de poco más o menos eran para él las de la mesa; y por serlo, se anunció a ellas con el registro chancero en esta forma:
– ¿A quién se despelleja hoy aquí, señores del plumeo?
– Precisamente a usted y a toda su casta,– respondió López con la velocidad y la fuerza del rayo.
El señor de los Brezales soltó una carcajada. Pura broma, para corresponder a la del otro. Porque toda aprensión podía entrar en su cabeza, menos la de que fuera, en ningún caso, materia despellejable un hombre tan rico y tan serio como él, y que, además, se carteaba íntimamente con un «estadista» de los más sonados.
– ¡Ah, pícaros, beneméritos de una cárcel!– añadió a la carcajada.
– En cambio— replicó el implacable López,– a otros, con menos títulos, los creerá usted merecedores de la patria… y así va el mundo chapucero…
– ¡Oh, qué buenas cosas tiene este don Fabio!– dijo brezales volviendo a reírse, pero sin caer en la cuenta de que merecedor no significaba lo mismo que benemérito; y luego, cambiando de tono y de actitud, prosiguió:– Vamos a ver, caballeritos: yo ando reclutando gente, y a eso he venido aquí.
– Y ¿para qué es la recluta?– le preguntaron.
– Para la junta de ahora mismo— respondió.– ¡Pues me gusta la ocurrencia! ¿No han visto ustedes la convocatoria en El Océano de esta mañana?
Nadie de los presentes se había enterado de ella.
– ¡Ésta es más gorda!– añadió Brezales verdaderamente asombrado.– Son ustedes, si mis noticias no fallan, los que escriben ese papel, y ahora resulta que no saben lo que en él se dice. ¡Así anda ello!
– Pero ¿de qué junta se trata, mi señor don Roque?– preguntó Casallena con su voz suave y acompasada.
– De una extraordinaria— respondió solemnizándose un poquito el interpelado,– que va a celebrar dentro de media hora la Alianza Mercantil e Industrial…
– Para el fomento– interrumpió Casallena,– y desarrollo de los intereses locales… Ya recuerdo el título.
– Y de la cría caballar– añadió Fabio López a media voz; y luego volviéndose a Brezales y soltándola toda, le preguntó:– Y ¿qué tenemos nosotros que ver con eso?
– Por si lo tienen me he acercado aquí— respondió el buen hombre.– ¿Ninguno de ustedes es socio?
– ¿Qué canastos hemos de ser?– exclamó el otro.– Esa sociedad es de hombres de mucho pelo, y ésta que usted ve aquí es gente de escasa pluma.
– Pues es de lamentar— dijo Brezales,– porque convendría que los que redaztan papeles concurrieran allá para pintar las cosas tal y como son en sí, y no salirnos luego con un sinfundio