lo que descuella sobre la masa anónima del vulgo. En ningún tonto se ceba jamás la envidia.
Aquí se clavó el de los tres proyectos, tomando por donde más le halagaba la sutil ironía del presidente; y no fue poca fortuna para todos, porque con los razonamientos anteriores, que le escocían como un vapuleo, iba hinchándose de «noble indignación» el vapuleado; sus partidarios se retorcían en sus asientos, y a don Roque se le encrespaban los pelos grises: señales todas de una borrasca que, por poco que durara, había de durar más que la luz de las seis velucas, que se corrían como unas condenadas y se anegaban en lagrimones como rosarios de almendras.
En fin, que tras del obligado tiroteo de explicaciones, y protestas, y salvedades entre el orador y el presidente; dos intentonas malogradas de don Roque de arenga fogosa a sus partidarios para que, «como un solo hombre,» empujaran avante en la Sociedad los grandiosos y salvadores proyectos de aquel perínclito ciudadano (paráclito dijo él), que de su cuenta quedaba después sacarlos triunfantes arriba con la fuerza de sus influjos, bien conocidos de todos; una ligera escaramuza, nacida de estos malogros, entre Butibambas y Muzibarrenas, por asomos de los nunca fenecidos resabios de prepotencia tradicional entre las dos dinastías, y vuelto a lanzar el quos ego por el presidente para calmar el agitado oleaje de aquel mar insulso, desenfundó el hombre de los tres proyectos los papelotes del primero, y comenzó a dar cuenta de él. Decía el rótulo:
Medios de mejorar las condiciones higiénicas, económicas y morales de la masa obrera de esta capital.
Después iba un preámbulo enorme, en que se discurría larga y perezosamente, hasta con citas en latín de Breviario, sobre la reciprocidad de deberes entre los pobres y los ricos; causas con causas, efectos mediatos e inmediatos de las crisis mercantiles del mundo conocido, y, por consecuencia, de las actuales penurias «del proletariado trabajador;» y por fin y remate se exponía el modo razonado, «en el humilde concepto» del razonador, de redimir al obrero de aquella localidad de las dos tiranías más insoportables y perniciosas: la tiranía del propietario, y «la del aire putrefacto o corrompido.» Para conseguir este gran triunfo, se fabricaría un barrio de obreros, al tenor de lo marcado en los croquis que acompañaban a la Memoria, en el extenso campo baldío «radicante» al extremo Oeste de la población. Las casas serían anchas y bajas, aisladas unas de otras, con su jardincito delante y su huertecito atrás; su comedor con estufa para el invierno, y una terraza al saliente para jugar las criaturas y tomar el fresco toda la familia en las noches de verano; amplia y bien soleada cocina, con servicio de agua a caño libre… y por el estilo lo restante.
– Y ¿cuántas casas de esas entran en el proyecto?– preguntó un socio impaciente, no se sabe si con recta o torcida intención.
– Todas las que se necesiten,– contestó con altivez el sustentante.
– Vamos— replicó con suma humildad el otro,– a razón de una por cada obrero que se presente. ¡Pues casas son! Y suponiendo que haya terreno bastante para construir esa nueva ciudad, ¿de dónde ha de salir lo que cuesta tan grande obra?
– De donde lo haya, y sin meter mano en las arcas de usted— respondió muy amoscado Sancho Vargas,– como hubiera usted visto inmediatamente sin necesidad de preguntármelo. ¡Bueno estaría, señores, mi proyecto, si, por aliviar las cargas de esa benemérita clase menesterosa, arrojara yo otra tan pesada sobre los hombros de los pudientes! ¡No, señores, no acabo de caerme de un nido! («¡Bravo!» en algunas sillas. Don Roque guarda la frase feliz en su memoria, para utilizarla en la primera ocasión que se le presente.) Se cuenta con que el Ayuntamiento, disponiendo de lo que es suyo, ceda el terreno gratis, y con que el Gobierno de la nación dé el dinero necesario para las obras. (Rumores de varias clases en todas las filas del salón. El presidente se rasca suavemente la cabeza con un dedo encorvado, y dice algunas palabras al vocal de su derecha, que cierra los ojos, y, a su vez, se rasca la barba con otro dedo, encorvado, también.)
– ¿Tendría la bondad de decirnos el señor don Sancho— preguntó un socio muy cortés de la minoría,– si se ha de pagar algo por vivir en esas casas?
– ¡Buen nabo arrancaría el pobre obrero con el regalo que tratamos de hacerle— respondió con olímpico desdén el sustentante,– si tuviera que pagarle en alquileres! Para no salir de tiranos, ¿a qué redimirle del casero, que le esquilma hoy?
– Entiendo yo, señores— dijo a esto un concurrente que era dueño de unas cuantas viviendas de gente pobre,– que no son mayormente… ¿cómo lo diré?… correctas, ciertas expresiones que el señor de Vargas ha dedicado a los dueños de casas de poco precio; y entiendo, además, que, como no se las ha dado hechas y de balde el Gobierno, a ninguna ley de arriba ni de abajo faltan cobrando, tarde y mal, la miseria que les paga el pobre que quiere vivir en ellas.
– ¡Oh, mi señor don Celedonio! Yo le juro a Su Señoría, quiero decir, a usted, con la mano puesta sobre mi honrado corazón— exclamó entonces el orador balanceándose mucho de medio arriba, de puro sumiso y complaciente, pero al mismo tiempo asombrado del poder de su palabra revoltosa y del arte que le había infundido el cielo para brillar «en su día» entre los adalides más famosos de «los Cuerpos Colegisladores;»– yo le juro, repito, que no he tenido la menor intención de ofender a la honrada y benemérita clase de propietarios y contribuyentes por lo urbano. Si alguno ha entendido de otro modo esas palabras, pronunciadas en el calor de la improvisación, y no se cree satisfecho con esta declaración de un hombre que no miente jamás, yo las retiro desde luego. («¡Bravo! ¡muy bien!» en las sillas de siempre.)
– Corriente, y a otra cosa— replicó el llamado don Celedonio;– y ya que estoy en el uso de la palabra, tenga la bondad de decirnos el señor don Sancho quién va a pagar a los inquilinos de esas casas en proyecto el agua a caño libre que ha de haber en ellas, y de dónde ha de salir el dinero para reparaciones y demás.
– Voy a satisfacer la curiosidad de usted— respondió el interpelado,– porque aquí consta ese considerable pormenor, como todos los que atañen al proyecto; y a su tiempo los hubiera conocido la Sociedad, si las impaciencias de algunos no me hubieran obligado a cambiar de método en la exposición del plan entero. Esos dos importantes renglones a que usted se refiere, se cubrirán, con sobras, según el irrebatible cálculo que consta en la Memoria que quedará sobre la mesa, por medio de un impuesto sobre varios artículos de lujo, y de otro, personal, sobre el pasaje trasatlántico que toque en este puerto en toda clase de embarcaciones. (¡Ah! ¡Oh!)
– Bien estará todo eso cuando usted lo ha hecho y lo cree realizable— díjole el don Celedonio, probablemente con la mejor intención, porque no era hombre de segundas;– pero entiendo yo que va a ocurrir una grave dificultad el día en que esa nueva ciudad esté concluida, porque el Ayuntamiento haya dado los terrenos, el Gobierno el capital, y el impuesto sobre indianos y otros artículos de lujo se haya dejado cobrar como una seda; y esa dificultad es, entiendo yo, la de que al hacer el reparto de las casas, la mitad de la clase pudiente se va a declarar masa obrera. Yo, desde luego, pido una de esas casas, más baratas y mejores que la mía, que no es del todo maleja. (Risas y Protestas en todo el salón.)
– ¡Ah, señor don Celedonio, señor don Celedonio!– clamó entonces el proyectista, con arrastres hondísimos de su voz amargurada;– ¡que un hombre como usted, tan formal como usted, de la brillante posición de usted, tome a broma de mal gusto un asunto tan serio, tan elevado, tan transcendental; un proyecto que me ha costado a mí tantas horas de cavilar, tantas noches sin dormir, sin otra esperanza de galardón que el bien de una clase menesterosa, en este pueblo que casi me vio nacer! ¡Ah, señor don Celedonio, señor don Celedonio! ¿Qué dejamos entonces para esa gentezuela de poco más o menos, que me tiene a mí por simple y se mofa de mi estilo? (¡Bravo! ¡Mucho! ¡Admirable! ¡Intrigantes! ¡Envidiosos!) Ya lo oís, y yo no lo he dicho. Ya lo oye el señor presidente; y cuando el río suena… («¡Eso, eso! ¡Por ahí duele! ¡Duro, duro!»– Consta en documentos que don Roque Brezales gritó en aquel incidente ruidoso como un desesperado.)
El presidente, a todo esto, sacudía la campanilla a más y mejor, y se esforzaba por meter en su cauce aquel manso río que se había desbordado súbitamente; pero no logró