Jose Maria de Pereda

Nubes de estio


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dientes a la llegada de Brezales, éste, conmovido de entusiasmo, le abrazó por la espalda, exclamando al propio tiempo:

      – ¡Eso es hablar con substancia! ¡Eso es pensar con aplome! ¡Eso es hacer algo por el verdadero progreso de la localidad! Señores— añadió dirigiéndose a todos los del grupo,– hay que votar eso y que apoyarlo… hay que echar hasta los hígados para que se realice, y para ello cuenten ustedes con lo que soy, con lo que tengo y con lo que valgo.

      El de los proyectos se volvió hacia Brezales, de cuya presencia no se había percatado hasta entonces; y tras una mirada de alto abajo, que, bien leída, significaba «eso es lo menos que yo sé discurrir cuando me pongo a ello,» y respondió en voz melosa y con disfraces de tímida.

      – Gracias, señor don Roque; pero verá usted cómo no pasa ninguno de los proyectos, como sucede con todo lo verdaderamente serio y útil que se presenta aquí. A mí, personalmente, poco me importa, porque confío en que no ha de faltar en el día de mañana quien haga justicia a mis desinteresados desvelos; pero lo siento por este pueblo que os vio nacer, en cuyo daño vienen a parar todas esas… miserias, por no decir otra cosa.

      – ¡Envidias! dígalo usted, y muy alto, porque es la verdad— exclamó Brezales, decidido ya a todo por obra de sus entusiasmos.– Envidia, envidia y no más que envidia.

      – Eso— dijo humildemente el otro,– a Dios que los juzgue; pero bien pudiera ser.

      En esto se oyó, hacia la única mesa que había allí, el repiqueteo de una campanilla clueca, señal de que iba a comenzarse la sesión. Los concurrentes, sin dejar de fumar los que fumando estaban, fueron arrimándose a las paredes del local, descubriéndose poco a poco y sentándose en las sillas. Ocuparon las suyas detrás de la mesa el presidente y dos individuos de la junta directiva; y después de los trámites de reglamento, aquel señor, de buena traza por cierto, con palabra bastante fácil y no mal estilo, dio cuenta del objeto de la reunión. Hecho esto, dijo:

      – El señor don Sancho Vargas tiene la palabra.

      El aludido por el presidente era el hombre de los tres proyectos. Ocupaba una de las sillas arrimadas a la pared frontera a la mesa. Le hería de lleno la extenuada luz de uno de los cabos de la puerta, y se le distinguía bastante bien a tres o cuatro pasos de distancia. No había nada más visto que él en la población, y quizás consistiera en eso el poco relieve que daba su persona en el flujo y reflujo, en el ir y venir del público semoviente. No chocaba por alto ni por bajo, por flaco ni por gordo, por guapo ni por feo; lo mismo decía su cara afeitada al rape, que con barbas; igual le sentaba el vestido flojo y descuidado, que el traje de media etiqueta, y tanto daba suponerle una edad de cuarenta años, como de sesenta y cinco. Las dos caían bien en su físico adocenado e insignificante. No era nativo de aquella ciudad, a la cual, siendo él muchacho aún, se había trasladado su padre desde otra relativamente cercana y donde la suerte no se le mostraba muy propicia en sus especulaciones mercantiles. Mientras fue mozuelo, no se le conocieron otras aficiones que el atril del escritorio, el fisgoneo de las vidas ajenas y la compañía de los «señores mayores.» Muerto su padre, continuó él, su heredero único, los negocios de la casa, ni muchos ni muy lucidos. Esto acabó de afirmar allí su reputación de juicioso y serio; y como hablaba en juntas, comisiones y corrillos formales, y ponía comunicados en el «órgano de la plaza» sobre el ramo de policía y capítulos del arancel de Aduanas, y nunca se sonreía, y además desdeñaba el trato de los hombres algo mundanos, artistas, poetas y demás «gente perdida» de la sociedad, ciertos señores del comercio le admiraron, y aun le juraron por listo y por capaz de todo lo imaginable… Y como la espuma desde entonces.

      Alzose el tal de la silla, con el rollo de sus papeles entre manos, y comenzó a hablar en estos términos, palabra más o menos, con voz lenta, algo flauteada y temblorosa, como la de aquel que tira del hilo de su estudiado discurso con miedo de que se rompa o se le trabe a lo mejor:

      – Señores: me levanto con el temor y la cortedad que son propios de las personas humildes como yo, cuando, después de concebir grandes, colosales proyectos, se creen en el deber patriótico de exponerlos ante un concurso tan ilustrado como el que en este momento me presta su atención. («¡Bravo!» en varias Partes de la sala.) Además de estos motivos, hay otros particularísimos a mi humilde persona, que me hacen confiar muy poco en el buen éxito de mis tres últimos proyectos; y digo últimos, porque, amén de los ya bien conocidos de todo el mundo, tengo otros, igualmente vastos y transcendentales, que no conoce nadie más que el modesto ciudadano que tiene el honor de dirigiros la palabra en este instante, y que de día y de noche, robando las horas al sueño y al descanso corporal, se sacrifica al bienestar de sus semejantes y al engrandecimiento de la ciudad que casi le vio nacer. (¡Ah! ¡Oh! ¡Mucho! ¡Mucho!) ¡Gracias, señores míos; gracias por los alientos que me infundís con esas muestras de cariño a mi humilde persona! Y ya que se toca este punto, entiendo yo, señores, que estoy en el deber de dejarle bien ventilado antes de pasar más adelante en mi discurso. Sí, señores, yo me desvelo, yo me desmejoro, yo me desvivo por hacer algo, por crear algo, que no se ha hecho aquí todavía, porque quizás no se ha sabido hacer, o no ha habido hombres con bastantes agallas para intentarlo. Yo con la pluma, yo con la palabra, yo con mi prestigio (que alguno tengo aquí y fuera de aquí; aunque me esté mal el decirlo), he trabajado, vengo trabajando, como todos sabéis, de muchos años a esta parte, en todos los ramos de los intereses materiales: desde la policía urbana, hasta lo que vais a tener el honor de conocer dentro de unos instantes; y todo por la prosperidad y engrandecimiento del pueblo que os vio nacer; y debo decirlo muy alto: me envanezco de verme poseído de este sentimiento patriótico; de ser tan patriota como el primero… ¡más patriota que ninguno de mis convecinos, por muy patriotas que sean! («¡Bravo, bravo!» en los sitios de costumbre.) Pues bien, señores, así y todo, yo tengo enemigos, y de muy varias calidades: hay quien pone tachas a mis concepciones, y más de dos sabiondos que llaman de zapatero a mi estilo. Así, señores, ¡de zapatero! Claro está, señores, que yo desprecio estas miserias, porque estoy a inmensa altura comparado con toda esa cáfila de charlatanes envidiosos. («¡Por ahí, por ahí!» en las sillas de siempre.) Sí, señores, ¡de envidiosos! ¡La envidia! Ésta es la rémora en este desdichado pueblo que casi me vio nacer (¡Bravo, bravo!), donde jamás habrá armonía entre los elementos pudientes, ni se llevará a cabo mejora que valga dos cominos, porque a los hombres de genio se les ahoga; y basta que una cosa la proponga Juan, para que la combata Pedro, su envidioso enemigo, por buena y útil que ella sea…

      Al llegar a esta palabra el orador, le atajó el presidente con un recio matraqueo de la campanilla acatarrada.

      – Estoy a las órdenes de Su Señoría,– dijo enfáticamente el atajado, soñando, quizás, en sus modestas alucinaciones, que en aquellos instantes estaba trabajando por el bien de la nación entera en los escaños del Parlamento, a la faz de la Europa, que le decretaba retratos de cuerpo entero en las cajas de cerillas.

      – Déjese usted, señor Vargas— contestole el presidente, con una suavidad que cortaba un pelo en el aire,– de pomposos tratamientos que no corresponden a la humilde categoría del puesto que aquí ocupo, y tenga la bondad de considerar que todo eso que usted nos cuenta está fuera de su lugar en esta ocasión y en este sitio, ademán de ser muy grave.

      – ¿Muy grave?– exclamó el de los tres proyectos, con fingida pesadumbre, porque se relamía de gusto interiormente al caer en la cuenta de que, sin pretenderlo, había revuelto un poquitín de cisco, a modo de incidente parlamentario.

      – Muy grave, sí— insistió el presidente,– y muy fuera de sazón, como se lo voy a demostrar a usted.

      Y se lo demostró en muy sencillos razonamientos. Sancho Vargas, como todos los humildes de su calaña, tenía por enemigos y por envidiosos a cuantos discrepaban de sus rotundos pareceres en lo más mínimo, y no acataban sus proyectos como a las palabras del Espíritu Santo, cuya sublime autoridad no había alcanzado todavía él. Siendo esto notorio, como igualmente lo era que a sus instancias estaba reunida allí la Sociedad para discutir la importancia de los proyectos que él sometía a su juicio y a su dictamen, o sobraba la reunión, o estaban de más las palabras duras con que el proyectista castigaba de antemano