aquí la palabra; pero con tal interjección y de tal modo, que el presidente se apresuró a concedérsela, y lo hizo en estos términos:
– Diga usted lo que guste, señor Acémilas.
– Aceñas— rectificó el aludido, entre una explosión de risotadas del concurso.– Aceñas; Juan Aceñas, que no es lo mismo.
– Es cierto— añadió el presidente,– y usted me perdone, señor don Juan, la equivocación, que fue motivada por la semejanza de las dos palabras.
– Puede usted excusarse explicaciones— dijo Aceñas arrellenándose más a gusto en la silla,– y hasta quitarme el don, aunque me sobra din para llevarle, porque a mí me tienen sin cuidado lo mismo las pullas de arriba, que las risotadas de abajo; yo sé lo que soy, y sé lo que es cada uno de los demás aquí presentes, y a esto me atengo… Vamos, ¿no ha quedado sobrante un poco de risa para celebrar esta «animalada de Aceñas,» como se llama por ahí a todo lo que yo digo?… ¿No?… ¡Qué pobres hombres éstos, que ni siquiera saben reírse a punto y sazón! Señor presidente, yo empiezo por no levantarme para hablar, porque si las sillas no se han puesto aquí para comodidad de los que las pagamos, no sé yo para qué canastos se han puesto… Además, yo no entiendo de ese teatro que ahora se usa en estas reuniones, como si fuéramos a hacer leyes para la nación..¡Comedias! (Redobles de campanilla y advertencias del presidente.) Voy allá de contado; pero que conste lo dicho. Todo lo que aquí se ha manifestado, principalmente en lo que toca a reformas del puerto, en una sarta de disparates.. (Protestas de muchos, y en especial de Sancho Vargas y de Brezales.) No hay que picarse, caballeros, porque lo que digo de lo que aquí se ha dicho, lo extiendo a lo que en el puerto, se ha hecho… Porque (exaltándose brutalmente) yo tengo también mi proyecto correspondiente, pensado por mí… discurrido por mí… estudiado por mí, paso a paso sobre el terreno; y quiero que este proyecto se conozca, y se estudie, y se ejecute… y se ejecutará, porque tengo medios, sin contar con los de ustedes, que no necesito para hacer que se tome en consideración donde debe de tomarse. Este proyecto mío, que se imprimirá en su día para que le conozca el mundo entero, he querido explicarle aquí, aunque sólo por encima, porque supe que se iba a presentar otro esta noche, que es el del señor Sancho Panza… digo, Vargas… También yo confundo los nombres, señor presidente. (Éste se muerde los labios, por no reírse, mientras sacude la campanilla, y Vargas vomita tempestades de indignación, cortadas por sus idólatras.) Sólo que el señor don Sancho tiene menos correa que yo, a lo que veo… ¡Otro pobre hombre! ¡Apurarse ahora por una asnada más o menos de este borrico de Aceñas!… Sí, señor, de este borrico… Así me llama usté a mí cuando me mientan delante de usté… Pues ahora vamos a ver quién es más; y para ello, dígase y conózcase mi proyecto, y compárese con el suyo. (Atención con sonrisas y zozobras.) El proyecto mío no se anda con miseriucas y chapucerías de cuartillo de agua más o menos, quitado al caudal de la badía; yo tomo las cosas más en grande y más de lejos: o echarlas patas arriba de una vez, o no poner mano en ellas. En mi plan entra también la ciudad entera, con un desarrollo territorial de legua y media, por el Oeste y Norte, y poco menos por el Nordeste y Sur clavado. Diréis… «ésta es otra burrada de Aceñas.» (Risas y rumores varios.) Pues van a ver ahora los sabios de la matemática cómo no hay que estudiar en muchos libros para hacer esos milagros. Yo no me quedo en el puerto; yo salgo de él, y, siguiendo la costa de la parte de acá, me planto en Cabo Chico, y desde allí saco un espigón, mar afuera, de una largura de dos millas, vara más o menos; y de pronto, tuerzo a la derecha sesgándome un poco, y sigo con el muro hasta empalmarle con el peñasco de acá de la boca del puerto. Con esto consigo matar los temporales del Noroeste en aquel sitio, y la ganancia del territorio robado a la mar por los murallones. (Asombro, carcajadas y hasta pateos.) Naturalmente que a alguno le ha de escocer esto, sin saber lo que se pesca. ¡Cómo que la playa de baños y toda la pompa de lujos que anda por allí, queda debajo del rataplén! (Más carcajadas y más pateos.) Pero no se paran a calcular esos inocentes propietarios, como lo he calculado yo, lo que valdrá un carro de tierra entonces en aquel sitio… ¡cien veces más de lo que vale hoy! Ya está arreglado de esta suerte lo de la parte de afuera. Vuélvome ahora al puerto; y desde la misma punta de él, por la banda de adentro, arranco otro murallón, aguas arriba, separándome hacía el Sur, sobre un kilómetro, de esa miseria de muelles que están en obra y estarán por muchos años; y al llegar como a la metad de la badía, vuelvo de repente sobre la izquierda y la cruzo de parte a parte. (Horror de exclamaciones.) Me parece, señores, que la ganancia en tierra firme, por este lado, no es floja tampoco.
– Pero, hombre— interrumpió un concurrente algo socarrón,– ¿qué vamos a hacer de tantísimo terreno como adquirimos de esa manera?
El hombre gordo se le quedó mirando unos instantes, con gestos y contorsiones tan pronto de ira como de burla, y al fin le respondió:
– Pues mire usted: con ser tanto, y sin contar las dos leguas de ensanche que yo doy por el Oeste, puede que se necesite todo, si es que llega, para construir la ciudad que ha discurrido el señor don Sancho Panza… digo, Vargas.
Lo que aquí pasó no es para pintado. El aludido, puesto de pie, fulminó protestas contra el casi sacrílego agresor, y cargos durísimos contra el presidente. Sus idólatras, con Brezales a la cabeza, hacían otro tanto, y hasta pateaban y esgrimían los puños; el presidente desbadajó la campanilla a fuerza de zarandearla; otros señores declaraban que no les parecía el suceso para tanto vocerío, y esto sulfuraba más y más a los sulfurados; Aceñas, sin moverse de su silla, se reía como un inocente de los unos y de los otros, y azuzaba con sus gestos, provocativos de puro estúpidos, las iras de los más desbaratados. Se temió que iba a concluir a silletazos aquello, que por momentos se encrespaba; pero, por una feliz coincidencia, las luces de los cabos espirantes comenzaron a oscilar, como si el vocerío las asustara, produciéndolas desmayos; y el presidente, tomando pretexto de ello, dio por terminada la sesión cubriéndose la cabeza. Cubrirse, y espirar de golpe las seis luces de los cabos, no se sabe si por alguna corriente de aire establecida de pronto, o porque se anegaran al fin en el exceso de sus lágrimas, fue todo uno.
Esto acabó de aplacar la borrasca como por encanto. Oyéronse algunos charrasqueos de fósforos de cocina, frotados contra las cajas; viéronse varios puntitos luminosos en la densa obscuridad; y, guiándose con ellos, abandonó el salón la masa negra de los concurrentes, que parecía, por lo apiñada y presurosa, un rebaño de merinos.
Don Roque Brezales iba de los más zagueros, y aún logró quedarse el último, con otro socio, un sujeto que nunca desplegaba los labios en aquellas reuniones ni en otras parecidas, ni se apasionaba por nada ni por nadie.
– Pero ¿ve usted, hombre?– le dijo Brezales, sudando hieles todavía y con los pocos pelos erizados, tirándole de los faldones de la levita para que se pusiera a su lado.– ¿Ve usted qué cosas? Si esto se escribiera en libros, se diría que no era cierto, que era pintar por pintar. ¡Qué gentes, qué desatinos!
– ¿Por quién lo dice usted?– le preguntó el otro.
– ¿Por quién he de decirlo? Por ese bestia de Aceñas. ¡Qué proyecto el suyo! ¡Y consentir que eso se trate aquí!…
– ¡Pues mire usted que el del otro!…
– ¿Es posible que usted se atreva a compararlos?
– Sí, señor; y aún me quedo con Aceñas, que, siquiera, me divierte.
– Nada— exclamó aquí don Roque en el colmo del despecho:– el mal incurable, el mal de este pueblo; la tonía en unos, la burla en otros, la envidia en muchos y la inación en todos. Lo poco que se intenta, a nadie parece bien, y nada se hace al cabo. Aquí falta unión, aquí falta patriotismo, aquí falta…
– No se canse usted, don Roque— le interrumpió con mucha serenidad su acompañante:– aquí no hay más envidias ni más rencores que en otras partes; aquí no falta patriotismo ni deseo de hacer cosas buenas y bien hechas: lo que falta son hombres, porque aquí no hay más que hombrucos.
Con lo que don Roque, que se creía un gigante, y por otro tenía a Sancho Vargas, tachó a su desengañado