y qué insufribles! Tuvo que presentárselas a las de Gárgola, que se quedaron pasmadas al oírlas. ¡Mujeres más simples! Ellas eran buenas, eso sí, y complacientes y cariñosas como nadie; pero mareaban, y además se ponían en ridículo. A las pobres chicas las habían vuelto tarumba con las grandezas de costumbre. Las habían preguntado por todas las familias más sobresalientes de Madrid, ¡y con una frescura!… Si se había casado Lola Torrijos; Tita Quiñones estaba algo desmejorada la última vez que la habían visto en «el Real.» Por entonces enviudó la duquesa del Pámpano. ¡La pobre! Daba compasión oírla. ¡Qué dolor el suyo!… Lo mismo que si las trataran a todas con la mayor intimidad. Salió, por supuesto, a relucir lo de los primos grandes de España y tíos embajadores; y si las aprietan un poco, hubieran soltado lo de sus entronques lejanos con príncipes y virreyes. Después de esta parada, que fue larga, un paseo de extremo a extremo de la población; y vuelta a la playa en ferrocarril para acompañar a su casa a las dos amigas; allí nuevas detenciones y nuevos paseos, y un poco de música en el salón de conciertos; y vuelta a la ciudad, y más paseos, y más música en la plaza, hasta las diez y media muy dadas…
La doña Angustias narraba bien: tenía buenas caídas, y suma gracia para subrayar las malicias con la voz y con los ojos, que aún eran parleteros. Había facilidad y soltura muy agradables en todos sus movimientos; conservaba sana la dentadura, y abundante el pelo, ya gris, de su cabeza, bien conformada; y aunque pecaba en exceso la redondez de sus carnes, todavía le sentaba bien la ropa, sin esforzar mucho el ingenio su modista. Su marido la escuchaba sin pestañear, pero no con aquella delectación extática de otras veces: parecía más atento que a saborear las sales del relato, a estudiar el efecto de ellas, por debajo de la visera de su gorra, en la cara de Irene. Algo de esta curiosidad debía sentir también la misma narradora, sobre todo cuando su hija Petra, por no creer, sin duda, bastante marcados los trazos de determinadas siluetas, como, verbigracia, las de las famosas de Sotillo, había salido en su ayuda con el santo fin de darles el necesario relieve con aquella magistral donosura de que Dios la había dotado, y era el embeleso de su madre, voto de excepción en la materia: en estos casos, y aún en otros más, doña Angustias miraba también a Irene con el rabillo del ojo, como la miraba Petrilla muy a menudo, picada igualmente de la misma curiosidad.
Y a todo esto, Irene callada como un marmolillo, comiendo poco más de nada y reflejando en su cara que tenía la consideración puesta en asuntos bien extraños a los que se ventilaban allí.
Positivamente era lo que llamaba el de Madrid, en su jerga flamenca, una mujer de buten, o lo que es lo mismo, en castellano honrado y decente, una real moza; pero no estaban en lo justo ni él ni el inflamable Fabio López, al afirmar el primero que, detrás de los negros, rasgados y velludos ojos de Irene, había, o podía llegarse a ver, un alma preñada de misterios temerosos; y el segundo, que eran el reflejo de un espíritu bravío y casi montaraz. Nada de eso: vista de cerca y desapasionadamente, la hermosura de aquellos ojos, aunque negros y sombríos, era noble, hasta dulce; y más que encubridores de cavernas con endriagos, eran bruñido espejo en que se retrataban altas ideas y sentimientos nobilísimos. Podría verse allí la entereza de alma, el tesón de un honrado propósito, la sinceridad de un carácter retraído llevado al último extremo; pero, observando con buena fe, nunca los insanos instintos, ni los antros misteriosos, ni la trastienda temible. Así que lo que aquella noche se veía en ellos, no eran rencores fríos ni propósitos de melodrama, sino sentimientos hondos, preocupaciones amargas y penas de las más vulgares y corrientes en el proceso de la vida. Y de que así lo estimaban también todos y cada uno de los que la acompañaban a la mesa, era una prueba palpable lo forzado de los chistes en la conversación, y el tinte singular de las miradas que se la dirigían a cada instante, particularmente el de las de Petrilla, que rayaba en melancólico a fuerza de ser compasivo. Sobre las demás partes de su cuerpo, estaba en lo cierto la fama: no tenían pero, y esto le baste al lector para forjárselas a su gusto.
Las excusas de don Roque y los relatos de su mujer anotados por Petrilla, dieron para los fríjoles, para las chuletas de ternera y hasta para unas frituras de lenguado que había por extraordinario aquella noche; pero cuando llegó el turno a los postres (pasta de guayaba contrahecha y queso de Flandes), ya no había de qué hablar, y reinó el silencio en el comedor, que, por más señas, ni era grande ni chocaba por lo bien vestido: un aparador embutido en la pared; un espejo mediano sobre una chimenea, en la de enfrente; un trinchero en la inmediata hacia la calle; papel de a peseta en todas ellas, más un reló y dos bodegones malos; una lámpara de pacotilla; la mesa, con muy modesto servicio; unas sillas de nogal… y nada más.
El estado de ánimo de Irene hacía muy violenta la situación en los demás comensales, sin otros ruidos allí que el de los platos y tenedores, y el ir y venir de la fámula que servía a la mesa. Había que romper de cualquier modo aquel silencio tan embarazoso para todos, y a Petrilla se le ocurrió pedir a su padre que contara lo que había pasado en la reunión de La Alianza. No podía ofrecérsele a don Roque un plato más de su gusto para fin y remate de la cena. Le daría el asunto para mucho más de lo que se necesitaba, y ocasión de nuevos desahogos de la bilis que aún le abrasaba.
Comenzó el relato con la mayor parsimonia, y poco a poco se fue calentando: puso a unos en los cuernos de la luna, y a otros para pelar; llegó hasta las lindes de lo elocuente en ciertas ocasiones, y en otras al foco mismo de lo desbaratado y feroz. Dijo hasta desvergüenzas. Pero el demonio de la chiquilla, fuera por el simple deseo de enredar más el asunto, o porque lo sintiera así, tuvo la ocurrencia de ponerse de parte de los otros; y remedó a varios de los de su padre, y los pintó de tal arte, que doña Angustias se atragantaba de risa, y a la misma Irene le apuntaban amagos de ella entre los labios. A Sancho le desolló vivo.
– ¡Eso sí que no te lo consiento!– exclamó entonces, hasta iracundo, don Roque, que ya se había amoscado de veras con la deslealtad de su hija.– Búrlate de los demás, búrlate de mí mismo, de tu mismo padre, si quieres; pero no me toques a ese hombre, ni en broma. ¡La única cabeza de ley que hay en el pueblo! Y en últimos y finalmente, ¿qué sabes tú de esas cosas, bachilleruca del diantre?
– No te me enfades, papá— respondió Petrilla con una sonrisa, y un acento, y un caer de ojos que pellizcaban,– porque no vale la pena; pero desengáñate: ese Sancho… Panza, es tonto, y tonto por lo serio, que es el peor género de tontería que se conoce.
– ¡Chiquilla!
– Corriente; que no lo sea— añadió Petrilla hecha una malva al ver a su padre tan sulfurado.– Después de todo, como yo no me he de casar con él…
Y como en esto acabara doña Angustias de guardar los postres en el aparador, y comenzara la doncella a recoger la cristalería y los mendrugos de pan; apagadas las iras de don Roque y vuelto a su ordinario y pacífico nivel por la virtud de cuatro zalamerías de Petra, diose por terminada la sobremesa, y cada mochuelo (salva sea la comparanza) se fue a su olivo.
Don Roque y su mujer salieron los últimos. Al abocar al corredor, y no habiendo nadie que los oyera, dijo al primero la segunda, en voz muy baja y en tono algo dolorido.
– Estas negruras de Irene no se despejan.
– Ya se le irán despejando— contestó, quizá de buena fe, don Roque.– Y de todas maneras, mañana… será otro día.
– V— El «Casino Recreativo»
Debe saberse cómo ejercía de miembro de aquella sociedad el señor don Roque Brezales. Desde luego entendía por Casino, no las salas de juego, ni los gabinetes de lectura, ni el amplio vestíbulo, ni tantas otras piezas «secundarias» del local: a todo esto lo miraba él con una indiferencia que rayaba en menosprecio. El verdadero Casino, el único Casino, lo que por Casino entendía y reverenciaba don Roque, era el salón «principal,» aquel salón de rojas colgaduras de terciopelo, espesa alfombra, mullidos sillones y voluptuosos divanes, gran chimenea de mármol con juego de reló y candelabros, espejos de «cuerpo entero» y vistoso mirador. Aquello sólo era el Casino para él, y apurándole un poco los entusiasmos, cierto camarín, de vara y media en cuadro, embutido entre el patio y el extremo más remoto de un pasadizo; y no por el mechinal en sí, sino por cierto aparato prodigioso de blanquísima porcelana que contenía,