Jose Maria de Pereda

Nubes de estio


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por las fatigas de la batalla reciente en la atmósfera caldeada del salón, y no poco por la subsiguiente brega para encontrar medio a tientas su abrigo, que, enredado entre los pies de sus consocios, había ido a parar, hecho un bodoque, a un montón de barreduras escondido detrás de la puerta de salida. Iba solo ya y tapándose la boca con su pañuelo de bolsillo, porque el relente era fresco y él tenía un miedo cerval a las pulmonías; eran algo pasadas las diez y media, y en las calles que recorría no encontraba un alma, porque el movimiento y los atractivos de la población, a aquellas horas, no estaban por allí. Las gentes bullían a rebaños hacia el sitio de las ferias recientemente inauguradas, o alrededor del templete de la gran plaza, en el cual tocaba de balde la música del Hospicio. Por aquella plaza, o muy cerca de ella, tenía que pasar él para dirigirse a su casa.

      Siempre había considerado el buen hombre la música como uno de los ruidos más incómodos; pero aquella noche los halló verdaderamente insoportables. Le remedaban la voz del presidente de La Alianza, que, por más que hubiera negado el hecho, se había querido burlar, se había burlado más de dos veces, de la seriedad de su excelente amigo, el gran muchacho, el gran patriota Sancho Vargas, y los rumores provocativos de los que apoyaban la sospechosa actitud del enfatuado presidente, y, sobre todo, las gansadas, los rebuznos del animalote de Aceñas, que había conseguido, gracias a ciertas tolerancias de mal gusto y de peor ley, disolver a coces, materialmente a coces, una reunión de la cual debió haber salido en triunfo, con hachas encendidas y en un coche tirado por la junta directiva, para mayor solemnidad, el ilustre autor de tan atrevidos planes. ¡Cómo le mortificaban al buen señor los revolcones dados en la sesión a su ídolo, y a él mismo, y a todos los amigos de los dos! Pero ¿en qué consistiría que aún le mortificaba mucho más que todo ello el recuerdo de aquellas pocas palabras que acababa de oír de boca del hombre de hielo, lima sorda y traidorcillo?… ¡Cuidado si era cargante la música dormilona de aquellas palabras! «¡Pues mire usted que el del otro!…» Y este otro era, como quien no dice nada, su gran amigo Sancho Vargas; y el proyecto estrafalario y estúpido a que él, Brezales, se había referido con justa indignación, el de Aceñas. ¡Equiparar tales cosas y hombres tan desemejantes! ¡y con aquella frescura, y como quien no rompe un plato! Pues aún no eran estas palabras de su amigo las que más daño le habían hecho, sino las últimas. ¡Esas, esas sí que le habían escocido y mortificado! ¡esas eran las que verdaderamente daban la medida de cuanto había de dañino en aquella naturaleza de sorbete: «¡Aquí no hay hombres, sino hombrucos!»

      – ¿A qué llamará hombres de verdad esa ave fría de los demonios?– preguntose al llegar a este punto con sus pensamientos, mientras torcía el paso por una de las avenidas laterales de la plaza para huir de la vista de las gentes ruido de la música, que le impedían entregarse a sus meditaciones con la atención ardorosa que él necesitaba en aquellos instantes de fiebre.– Vamos a ver— se decía.– ¿Cómo han de ser los hombres que tú necesitas? ¿Cómo son los hombres con quienes tratas? ¿Cómo soy yo, finalmente? Hice mal, muy mal, ahora lo conozco, en darle la callada por respuesta, en mostrarme tan desdeñoso y altanero. Verdad que, en aquellos momentos, no se me ocurrió cosa mejor que responderle, como ahora se me ocurre, como se me ocurrió en cuanto nos separamos, yo hecho un rescoldo, y él tan fresco como una lechuga. Pues sí, señor: yo debí de meditar un poco las cosas sin tomar las suyas tan a pechos; y después de meditarlas, cogerle por un brazo, traérmele conmigo, y, puestos los dos en la calle, decirle:– «Vamos, amiguito, a ajustar esas cuentas al céntimo, porque es asunto el que has tocado que tiene más cola de lo que tú te figuras para el bien de este pueblo que nos ha visto nacer a dambos; y estás muy equivocado si piensas, por lo que a mí toca, que acabo de caerme de un nido.» (Me parece que no hubiera estado mal encajada aquí la ocurrencia que le pesqué a Sancho Vargas en la sesión.) «Píntame con pelos y señales esos grandes hombres, si no quieres que yo te diga que tú y otros muchos como tú habláis solamente porque tenéis boca;» y él me contestaría:– «Pues los hombres que yo echo en falta, han de ser así y asao.» Y resultaría que estos hombres no serían, a no estar loco el alma de Dios, fantasmas del otro mundo, sino personas de carne y hueso… como cada hijo de vecino; que no han nacido enseñados ni con un tesoro en cada dedo, y en cada ojo la virtud de sacar jamones de las peñas y ochentines acuñados de las losas de la calle, no más que con mirarlas y quererlo; habrán tenido, de muchachos, sus dolores de tripas y sus escuelas, y aprendido lo que todos, y un librejo de menos o de más, y a lo sumo, cuando han llegado a ser hombres, les habrá soplado mucho la fortuna, y bien aquí o en la otra banda, habrán hecho un gran caudal. Viéndose ricos ya, se habrán casado a su gusto, y habrán montado la casa a la altura correspondiente, y llegado a ser alcaldes, y presidentes de esto o de lo otro, y a tener muchos amigos de viso y dos o tres carruajes; y a viajar por media Europa, con la familia, y a llevar la palabra en el Casino entre los más espetados de los mayores contribuyentes; y a comer de lo mejor, y a vestir de lo más fino; a que se cuente con ellos y con su óbalo en todas las empresas, grandes y chicas, de la plaza, en los abonos al teatro y en la llegada de personajes de nota a la población; en fin, y por echar el resto, que tengan sanas intenciones, una buena voluntad y pecho para tirar una onza por la ventana cuando la ocasión lo pida. Me parece que, por escogido y ambicioso que sea el amigo, no podría pedir más que esto; y al oírlo yo, le diría:– «Pues si así han de ser tus hombres, ¿de qué te quejas, mala casta? Bien cerca de ti los tienes y no los ves; no te diré que a docenas, pero sí todos los que necesitas. Déjalos, déjalos que ellos se desenvuelvan y se explayen a su gusto; no le echéis zancadillas cuando se muevan, ni agua fría en sus entusiasmos, y ya los verás… Pero ¿qué has de ver tú, zarramplín de los demonios, réztil miserable? ¿Qué has de ver tú, caso que tengas ojos, si te los ciegan esos señorones replanchados que no encuentran bueno más que lo suyo y lo que tú murmuras, sólo porque con ello ofendes a los que les hacen sombra y quisieran ver en cueros vivos? Apártate, apártate de esas malas compañías, que, por más que te hagas el distraído, bien sé yo que las buscas y celebras. Déjalas, y ya que no te vengas con nosotros, ponte en la mitad del camino; y entonces verás dónde están los rencores y las envidias, y la causa de que en este pueblo, que nos vio nacer, no se haga cosa con cosa; y dónde, finalmente, los verdaderos hombrucos que todo lo echan patas arriba, porque, por mucho que se encaramen, no ven más allá de sus narices, como les dijo, con muchísimo salero, ese bobo que tú quieres poner al simón de Aceñas el beduino.» Pero como si callara: se aferraría en sus trece y me negaría la verdad; y entonces yo, cogiéndole de las solapas, le añadiría:– «Niega, niega, ciego de los ojos; niega hasta la palabra de Dios, que abonado eres y abonados sois para más de otro tanto; pero escucha este cuento: Yo tuve unas infancias pobres; yo barrí escritorios en pernetas, después de haber aprendido las escuelas sin zapatos y con pegas y remiendos en los calzones; yo hice los imposibles por rebasar de la raya de dependiente, porque bien se me alcanzaba que no pasar de allí en los días de la vida, como no hubiera pasado sin un milagro de Dios, era oler y no catar lo que a mí se me había metido entre cejas; y alcanzándoseme todo esto, con los ahorros de seis años de escribiente pagué un pasaje de tercera en un bergantín de mala muerte, y me planté en el otro mundo. Allí sudé sangre pura de mis venas en quince años de trabajo, no te diré cuál, ni cómo, ni en dónde, porque esto no es del caso, ni te importa un pito, curiosote y mentecato; pero sábete que aquel sudor me dio sus frutos en dinero, ¡muy buenos frutos! y que no pareciéndome bastanté para lo que se me había metido entre cejas, embarqueme con ello para acá, presupuesto a estirarlo a fuerza de golpes de fortuna, o a que el demonio se lo llevara todo de una palada. Llegué, establecime en grande, abarqué mucho, hasta más de lo que debía, pero sin dar cuarta al pregonero ni salirme de mis quicios; y las cuentas no me fallaron, y la suerte me ayudó; y fui ganando, y ganando, y metiéndome en cuantos negocios se me ponían por delante; y la buena fortuna comprobando con su ayuda lo bien hecho de mis cálculos. Y ya, con tanto ganar, las ganancias, solas de por sí, me traían los caudales a mi casa. Y así, hasta la hora presente. Yo tengo fincas, yo tengo barcos, yo tengo papel que vale montañas de oro, yo tengo… en fin, de cuanto Dios crio para riqueza de los hombres, y de todo tengo mucho y sano, y en rédito floreciente. Yo me casé, cuando quise, con la mujer que se me antojó; y ahí está: que se vea si hay otra dama en el pueblo que más campe, ni con hijas más guapas, más elegantes y vistosas y de más fina educación. Tengo los coches a pares, y ropas de lo mejor; los pudientes más soplados