Jose Maria de Pereda

Nubes de estio


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tengo acerca de los envidiosos que le persiguen; y todo lo mantengo ahora, porque dos cañonazos, o tres, o ciento, no alcanzan más que uno solo.

      – No entiendo el símil, mayormente,– respondió algo atarugado y un si es no es jadeante el aludido.

      – No es— replicó el presidente muy fino,– de absoluta necesidad que usted lo entienda, con tal de que haya entendido lo restante.

      – Eso sí.

      – Pues con ello basta y sobra: quédese aquí el incidente, y vamos al asunto; pero por derecho, porque el tiempo corre que vuela, y no hay más luz en toda la casa que la que está consumiéndose aquí. (Risas.) Es la pura verdad, y la digo porque sería una mala vergüenza para nosotros tener que levantar la sesión, o continuarla con cerillas por habernos quedado a oscuras.

      Para evitarlo y llegar cuanto antes al nombramiento de la comisión que debía estudiar el proyecto y dar su informe sobre él, el presidente hizo un resumen de los puntos que abarcaba. Sancho Vargas le dio por bien hecho.

      – Pido la palabra,– dijo entonces airadamente un socio de los que, siendo en la calle unos infelices, concurren a todas las juntas generales con cara feroz, y no despliegan los labios sino para residenciar a todo el mundo.

      Concediósela el presidente, y dijo, de medio lado, con ceño adusto y con voz fiera:

      – Según resulta de lo que acaba de oírse, el Ayuntamiento ha de dar de balde la inmensidad de terreno que ocuparán las innumerables, cómodas y lujosas habitaciones que han de regalarse a los obreros; el Estado, la millonada enorme para construirlas, y un impuesto sobre ciertos artículos de lujo y el pasaje trasatlántico, para conservarlas, con su caño libre, sus terrazas y sus jardines de recreo. No me meto a averiguar ahora si esto es cosa de sainete, o un proyecto digno de que le tome en consideración una Sociedad tan formal como la nuestra; pero antes de que pase a la comisión que ha de poner esas dudas en claro, pregunto yo al señor don Sancho Vargas: ¿con qué contribuye él, con qué contribuímos nosotros a ese vasto y costosísimo proyecto en que todo está pagado ya? ¿Qué pone él, qué ponemos de nuestra parte, para mover con el ejemplo las naturales resistencias del Gobierno y del Municipio? No tengo más que preguntar.

      Mirole Vargas con desdén olímpico, y le respondió altanero:

      – Yo pongo, nosotros ponemos lo único que me toca y nos toca poner: la iniciativa… el prestigio, la gestión poderosa. ¿Le parece a usted poco?

      – Muy poco— respondió el arisco fiscal.Con todo ello junto, si lo saca usted a la plaza por garantía, no levanta un empréstito de tres pesetas. (Aprobación y protestas, según los grupos.)

      – Pues demos de barato— replicó Sancho Vargas encrespándose de veras,– que todo eso sea verdad, y los que ponen tachas a mi proyecto tengan siquiera un asomo de razón: yo pregunto, yo pregunto, señores, porque puedo y debo preguntarlo; yo pregunto, yo les pregunto ahora mismo: ¿por qué habéis ensalzado, hasta las nubes otros proyectos semejantes, y elevado a sus autores a la categoría de los grandes genios y a la excelsitud de los semidioses? Y estos semidioses y estos grandes genios, ¿qué más pusieron de lo suyo en sus obras que lo que pongo yo de lo mío en las mías? Nada yo; nada ellos. Total, igual. Y, sin embargo, ellos por las altas cumbres entre voladores y bengalas, y yo por el polvo de los suelos, rechiflado y con coroza. (Rumores, acá de adhesión, y acullá de protestas.) ¿Hay quien lo duda? Pues falta razón para ello. ¿Queréis que os cite nombres? ¿que os determine casos?… ¿que os recuerde fechas?… (¡Sí, sí… ¡No, no! ¡Fuera! ¡fuera!… ¡Bravo, bravo!… ¡Basta, basta! ¡A otra cosa! ¡Sí, sí! ¡No, no!)

      Otro arrechucho, otra batalla, y nuevos y mayores esfuerzos del presidente para poner paz entre aquellas embravecidas falanges, capitaneada la más fogosa de ellas por el pacífico Brezales, que aquella noche estaba dispuesto a armar camorra con el lucero del alba.

      – Se procede al nombramiento de la comisión— grita el presidente cuando su voz pudo oírse en aquella baraúnda,– y se recomienda la brevedad.

      El señor don Roque Brezales, como ya se ha indicado, contaba en la Sociedad con muchos adeptos cuando se ventilaban puntos como los de la libra de velas de marras; pero fuera de estos casos, siempre que se las había con las falanges del presidente, que eran las mejor vestidas y de más gramática, perdía la batalla; y eso le pasó aquella noche con motivo del nombramiento de la comisión de tres individuos, por más que se brindó a ser candidato él mismo para dar mayor prestigio a la cosa, y los apasionados del autor del proyecto hicieron prodigios de fortaleza. Toda la comisión salió de los otros.

      Con la rescoldera de este trago en el cuerpo, se alzó nuevamente, después de reanudada la sesión, el heroico autor de los tres proyectos para dar cuenta del segundo. En el cual se trataba de una Indispensable y definitiva reforma del puerto de aquella ciudad.

      – Pido la palabra,– dijo, al enterarse del caso, un concurrente gordo, grandote, muy planchado y extenso de pechera, bigotes erizados y ojos de paquidermo.

      – ¿Para qué la pide usted?– le preguntó el presidente.

      – La pido— respondió el otro con un retintín muy singular,– porque de esos particulares tengo yo que hablar, ¡y mucho! (Risas y exclamaciones de un estilo nuevo allí aquella noche.)

      Prometiole el presidente que hablaría cuanto quisiera, pero a su debido tiempo, y mandó continuar en su tema al sempiterno preopinante. El cual dio lectura a una larga disertación, con latines también, en que se intentaba demostrar que las reformas actuales, que tantos caudales costaban ya al erario público, eran deficientes y absurdas; que se había cortado con miedo la bahía, y que era de imprescindible necesidad, para la conservación del puerto, sacar toda la línea de muelles construidos y proyectados medio kilómetro más al Sur.

      – ¿Otra tajadita más?– exclamó un oyente.– Pelo a pelo, se quedan los hombres calvos.

      – Esa es la opinión del vulgo, que no ve más allá de sus narices,– contestó con altivo desdén el de los proyectos.

      – Gracias, señor narigudo— replicó el oyente, que era de los bien vestidos.– Pero eso mismo nos solían responder los sabios que se empeñaron en la actual reforma, calificada de absurda ahora por usted, cuando los chatos la llamábamos disparate.

      – No es el caso el mismo— repuso el gran proyectista,– puesto que ustedes desaprobaban la reforma porque robaba mucha bahía, y yo la declaro absurda porque no roba todo lo que debe.

      – Pues por mí— dijo el otro,– que la roben de punta a cabo; ¡para lo que queda ya de ella!…

      – ¡Ah, señores!– exclamó el sustentante, tomando aires de profeta gemebundo,– y ¡cuán lamentable es hablar de memoria en tan delicados particulares! ¡Cuán lastimoso el desconocimiento de determinados principios científicos! ¡Si los hubiérais estudiado como yo, robando el tiempo al dormir, por no quitársele a los deberes mercantiles que sobre mí pesan! ¡Si hubiérais conversado largamente con los hombres de la facultad, como he conversado yo, una, dos, diez, ciento y mil veces, en este pueblo y fuera de él con vigilias y dispendios cuantiosísimos, y no del peculio ajeno, sino a expensas del propio, con el más honrado, con el más patriótico, sí, señores, con el más patriótico desinterés! ¡Ah, señores: si supiérais vosotros, como yo sé, lo que son los hilos de corriente, y la ley maravillosa de las arenas en suspensión! ¡Si supiérais, repito, que es un hecho, comprobado por la ciencia, en sus cálculos de gabinete, que cuanto más angosto es un canal, mayor es el tiro de la corriente, y mayor la cantidad de sedimentos que se lleva consigo!

      – ¡Vaya si sabemos eso, aunque chatos, quiero decir, aunque legos!– saltó de pronto el mismo concurrente bien vestido.– Y aún sabemos algo más: sabemos, sin habernos costado grandes vigilias ni cuantiosos dispendios; en fin, lo que se llama de balde, que cuando la anchura del canal sea cero, no entrará en él un mal grano de arena… ni tampoco una gota de agua.

      – Esa es una exageración de mal gusto,– replicó Vargas en tono despreciativo.

      – Esto es— afirmó