mismo rostro de la hermosa Pórcia? ¿Qué pincel sobrehumano pudo acercarse tanto á la realidad? ¿Pestañean estos ojos, ó es que los mueve el reflejo de los mios? Exhalan sus labios un aliento más dulce que la miel. De sus cabellos ha tejido el pintor una tela de araña para enredar corazones. ¡Ay de las moscas que caigan en ellos! ¿Pero cómo habrá podido retratar sus ojos, sin cegar? ¿Cómo pudo acabar el uno sin que sus rayos le cegaran de tal modo que dejase sin acabar el otro? Toda alabanza es poca, y seria afrentar al retrato tanto como el retrato al original. Veamos lo que dice la letra, cifra breve de mi fortuna. (Lee.) «Tú á quien no engañan las apariencias, consigues la rara fortuna de acertar. Ya que tal suerte tuviste, no busques otra mejor. Si te parece bien la que te ha dado la fortuna, vuélvete hácia ella, y con un beso de amor tómala por tuya, siguiendo los impulsos de tu alma.» ¡Hermosa leyenda! Señora, perdon. Es necesario cumplir lo que este papel ordena. A la manera que el gladiador, cuando los aplausos ensordecen el anfiteatro, duda si es á él á quien se dirigen, y vuelve la vista en torno suyo; así yo, bella Pórcia, dudo si es verdad lo que miro, y antes de entregarme al gozo, necesito que lo confirmen vuestros labios.
Basanio, tal cual me veis, vuestra soy. No deseo para mí suerte mayor, pero en obsequio vuestro quisiera ser veinte veces más hermosa de lo que soy, y diez mil veces más rica. Yo quisiera exceder á todas en virtud, en belleza, en bienes de fortuna y en amigos, para que me amaseis mucho más. Pero valgo muy poco; soy una niña ignorante y sin experiencia; sólo tengo una cosa buena, y es que todavía no soy vieja para aprender; y otra aún mejor, que no fué tan mala mi educacion primera que no pueda aprender. Y áun tengo otra felicidad mejor, y es la de tener un corazon tan rendido que se humilla á vos como el siervo á su señor y monarca. Mi persona, y la hacienda que fué mia, son desde hoy vuestras. Hace un momento era yo señora de esta quinta y de estos criados, y de mí misma, pero desde ahora yo y mi quinta y mis criados os pertenecemos. Todo os lo doy con este anillo. Si algun dia le destruís ó perdeis, será indicio de que habeis perdido mi amor, y podré reprenderos por tan grave falta.
Señora, me habeis quitado el habla. Sólo os grita mi sangre alborotada en las venas. Tal trastorno habeis producido en mis sentidos, como el tumulto que estalla en una muchedumbre cuando oye el discurso de un príncipe adorado. Mil palabras incoherentes se confunden con gritos que no tienen sentido alguno, pero que expresan un júbilo sincero. Cuando huya de mis dedos ese anillo, irá con él mi vida, y podreis decir que ha muerto Basanio.
Á nosotros, mudos espectadores de tal drama, sólo nos toca daros el parabien. Sed dichosos, amos y señores mios.
Basanio, señor mio; y tú, hermosa dama, disfrutad cuanta ventura deseo para vosotros, ya que no ha de ser á mi costa. Y cuando os prepareis á cerrar solemnemente el contrato, dadme licencia para hacer lo mismo.
Con mucho gusto, si encuentras mujer.
Mil gracias, Basanio. Á tí lo debo. Mis ojos son tan avizores como los tuyos. Tú los pusiste en la señora; yo en la criada: tú amaste; yo tambien. Tu amor no consiente dilaciones; tampoco el mio. Tu suerte dependia de la buena eleccion de las cajas; tambien la mia. Yo ardiendo en amores perseguí á esta esquiva hermosura con tantas y tantas promesas y juramentos, que casi tengo seca la boca de repetirlos. Pero al fin (si las palabras de tal hermosura valen algo), me prometió concederme su amor, si tú acertabas á conquistar el de su señora.
¿Es verdad, Nerissa?
Verdad es, señora, si no lo llevais á mal.
¿Lo dices de véras, Graciano?
De véras, señor.
Vuestro casamiento aumentará los regocijos del nuestro.
¡Pero quién viene! ¿Lorenzo y la judía? ¿y con ellos mi amigo, el veneciano Salerio?
(Salen Lorenzo, Jéssica y Salerio.)
Con bien vengais á esta quinta, Lorenzo y Salerio, si es que mi recien nacida felicidad me autoriza para saludaros en este lugar. ¿Me lo permites, bellísima Pórcia?
Y lo repito: bien venidos sean.
Gracias por tanto favor. Mi intencion no era visitarte, pero Salerio, á quien encontré en el camino, se empeñó tanto, que al cabo consentí en acompañarle.
Lo hice, es verdad, pero no sin razon, porque te traigo un recado del señor Antonio. (Le da una carta.)
Antes de abrir esta carta, dime cómo se encuentra mi buen amigo.
No está enfermo más que del alma; por su carta verás lo que padece.
Querido Salerio, dame la mano. ¿Qué noticias traes de Venecia? ¿Qué hace el honrado mercader Antonio? ¡Cómo se alegrará al saber nuestra dicha! Somos los Jasones que han encontrado el vellocino de oro.
¡Ojalá hubierais encontrado el áureo vellocino, que él perdió en hora aciaga!
Malas nuevas debe traer la carta. Huye el color de las mejillas de Basanio. Sin duda acaba de saber la muerte de un amigo muy querido, porque ninguna otra mala noticia podria abatir un ánimo tan constante; malo, malo. Perdóname, Basanio, pero soy la mitad de tu alma, y justo es que me pertenezcan la mitad de las desgracias que anuncia ese pliego.
¡Amada Pórcia! Leo en esta carta algunas de las frases más tristes que se han escrito nunca sobre el papel. ¡Pórcia hermosísima!, cuando por primera vez te confesé mi amor, no tuve reparo en decirte que yo no tenia otra hacienda que la sangre de mis venas, pero que era noble y bien nacido, y te dije la verdad. Pero así y todo hubo jactancia en mis palabras, al decirte que mis bienes eran ningunos. Para ser enteramente veraz, debí añadir que mi fortuna era menos que nada, porque la verdad es que empeñé mi palabra á mi mejor amigo, dejándole expuesto á la venganza del enemigo más cruel, implacable y sin entrañas: todo para procurarme dineros. Esta carta me parece el cuerpo de mi amigo: cada línea es á modo de una herida, que arroja la sangre á borbotones. Pero ¿es cierto, Salerio? ¿Todo, todo lo ha perdido? ¿Todos sus negocios le han salido mal? ¿Ni en Trípoli, ni en Méjico, ni en Lisboa, ni en Inglaterra, ni en la India, ni en Berberia, escapó ningun barco suyo de esos escollos tan fatales al marino?
Ni uno. Y aunque á Antonio le quedara algun dinero para pagar al judío, de seguro que este no le recibiria. No parece sér humano: nunca he visto á nadie tan ansioso de destruir y aniquilar á su prójimo. Dia y noche pide justicia al Dux, amenazando, si no se le hace justicia, con invocar las libertades del Estado. En vano han querido persuadirle los mercaderes más ricos, y el mismo Dux y los patricios. Todo en balde. Él persiste en su demanda, y reclama confiscacion, justicia y el cumplimiento de su engañoso trato.
Cuando vivia yo con él, muchas veces le ví jurar á sus amigos Túbal y Chus que preferia la carne de Antonio á veinte veces el valor de la suma que le debia, y si las leyes y el gobierno de Venecia no protegen al infeliz Antonio, mala será su suerte.
¿Y en vuestro amigo recaen todas esas calamidades?
En mi amigo, el mejor y más fiel, el de alma más honrada que hay en toda Italia. En su pecho arde la llama del honor de la antigua Roma.
¿Qué es lo que debe al judío?
Tres mil ducados que me prestó.
¿No más que tres mil? Dale seis mil, duplica, triplica la suma, antes que consentir que tan buen amigo pierda por tí ni un cabello. Vamos al altar, despidámonos, y luego corre á Venecia á buscar á tu amigo; no vuelvas al lado de Pórcia hasta dejarle en salvo. Llevarás lo bastante para pagar diez veces más de lo que debe al hebreo. Págalo, y vuelve