por completo de la reencarnación.
Por motivos evidentes se puede dudar de estos principios y quedarse, por lo tanto, con estos:
La práctica del amor, la fraternidad, la ausencia de prejuicios raciales o nacionalistas, son las primeras condiciones requeridas para disminuir el ciclo de las reencarnaciones.
La censura de la reencarnación mediante la falsificación de textos
Hay una evidencia que tengo que señalar sin tomar ningún partido: me he encontrado y entrevistado a un gran número de teólogos cuando era periodista, entre los que se cuenta monseñor Marty. Todos eludieron la cuestión de la censura para responder, en pocas palabras y con parquedad, que el cristiano que cree en la reencarnación funda sus creencias en argumentos erróneos. Queda por averiguar si los argumentos de la Iglesia católica no lo son también.
En el año 543, con ocasión del sínodo de Constantinopla, la Iglesia de Oriente condenó una antigua doctrina según la cual el alma existiría antes que el hombre, pero esta condena, firmada por el papa, no fue ratificada en el 553 por el Concilio General de Constantinopla. El olvido se reparó diez años después por el Concilio de Braga, que condenó a su vez la posición de aquellos para quienes las almas humanas habrían pecado en las moradas celestes y habrían sido precipitadas en los cuerpos humanos:
Si alguien dijere o pensare que las almas de los hombres existían antes de ellos en la medida en que eran con anterioridad seres espirituales y poderes santos, pero que la repugnancia les invadió al ver a Dios y se precipitaron en el mal, razón por la cual el amor se enfrió en ellas, y que han recibido el nombre de alma y han sido enviadas como castigo a los cuerpos, que esto fuere anatema.
Además si en 1247 el II Concilio de Lyon afirmó que «las almas humanas son recibidas inmediatamente en el cielo» tras la muerte física, es porque en aquella época las ideas sobre la reencarnación estaban todavía muy presentes en los ánimos. Francisco de Asís (ca. 1181–1226), fundador de la orden de los franciscanos, creía en la reencarnación. Pero, mucho antes de él, la tradición reencarnacionista era algo más religioso que filosófico.
En el siglo III, Orígenes (ca. 185–254) marcó una diferencia clara (a la que él se sumaba) entre la resurrección del dogma cristiano y el regreso eterno de los estoicos:
Si queremos saber por qué el alma humana obedece una vez al bien y otra vez al mal, hay que buscar la causa en una vida previa a esta. Cada uno de nosotros va al encuentro de la perfección mediante una sucesión de existencias. Estamos obligados a llevar sin parar mejores vidas, en esta tierra o en otros mundos. Nuestro abandono a Dios, que nos purifica de todo mal, proporciona el final de la reencarnación[9].
Por otra parte, es preciso descubrir una primera traición histórica: al no poder iniciarse en los misterios egipcios, el emperador Constantino, entonces enemigo de los primeros cristianos, no tuvo curiosamente otro recurso que el de instaurar el cristianismo como religión de Estado, lo que supuso un golpe fatal para Egipto.
Esta verdad histórica (religiosamente disimulada por razones de Estado) conviviría con la confusa visión que Constantino tuvo sobre el puente Milvio. Al parecer una cruz luminosa apareció en el cielo y le anunció: In hoc signo vinces («con este signo vencerás»).
El emperador Constantino hizo entonces de Eusebio de Cesárea su panegirista oficial[10].
Eusebio de Cesárea (ca. 265–340) nació probablemente en Palestina, en la ciudad de Cesárea, donde vivió hasta su muerte, trabajó, en un primer momento, como colaborador del sacerdote Pánfilo, que había recogido antiguos manuscritos de gran valor legados a la biblioteca de Cesárea por Orígenes.
Eusebio de Cesárea, con la ayuda de copistas, sacó provecho de su erudición para revisar y corregir los antiguos manuscritos dejados por Orígenes y otros textos tradicionales teniendo cuidado de conservar sólo los pasajes útiles recogidos entre los escribanos antiguos.
Tras ser elegido para el episcopado entre el 315 y el 320, redactó una primera versión de su Historia eclesiástica limitándola a un cierto número de intereses, omitiendo en ella todo lo que convenía al episcopado y a los reinos autoritarios. Esta Historia eclesiástica fue además objeto de numerosas correcciones importantes en función de los acontecimientos que modificaron la situación de la Iglesia.
El conjunto de la producción literaria de Eusebio de Cesárea es, de hecho, la refutación de la tradición neoplatónica expuesta en quince volúmenes por el filósofo Porfirio bajo el título Contra los cristianos.
A través de este filósofo, toda la tradición antigua, de gran erudición y conocimiento de los textos sagrados, rechazó el cristianismo fabricado, que constituía un rechazo irracional del auténtico esoterismo.
Pensamientos de la época clásica sobre la reencarnación
Son mucho más numerosos de lo que puede pensarse. De hecho, buena parte de ellos se debe a la pluma de notables escritores y filósofos griegos. Veamos algunos de ellos.
Los egipcios fueron los primeros en decir que el alma del hombre es inmortal. Sin detenerse, de un vivo que muere pasa a otro que nace; cuando ha recorrido todo el mundo terrestre, acuático y aéreo, vuelve a introducirse en un cuerpo humano. Este viaje circular dura tres mil años. (Herodoto, Historias, II, 123).
Estoy convencido de que podemos renacer realmente y que los seres que están vivos provienen de los muertos (Platón, Fedón).
Los glotones y los borrachos renacerán, quizá bajo la forma de un asno, los hombres violentos e injustos bajo la de lobos y halcones, y los que siguen ciegamente las convenciones sociales bajo la forma de abejas y hormigas (Platón, Fedro).
Cuando el tiempo ha terminado por fin de borrar todas las manchas de las almas y ellas han recobrado la pureza de su origen celestial y la simplicidad de su esencia divina, al cabo de mil años las conduce a las orillas del río Leteo[11], con el fin de llevarlas de nuevo a la vida y unirlas, siguiendo sus deseos, a nuevos cuerpos (Virgilio, Eneida).
Es una creencia admitida universalmente que el alma comete faltas, las expía, sufre castigos en los infiernos y pasa a nuevos cuerpos (Plotino, Enéadas, I, 1-12).
Cuando era piedra, morí y me convertí en planta. Cuando era planta, morí y conseguí el rango de animal. Cuando era animal, morí y alcancé el estado de hombre. ¿Por qué debería tener miedo? ¿Cuándo perdí algo al morir? (Djalâl Al-Dîn Al-Rûmî).
Si se echa una ojeada a la tradición celta se aprecia que los druidas creían en la inmortalidad del alma, cualidad que hizo decir a Diodoro Sículo:
Entre ellos prevalece la opinión de Pitágoras según la cual las almas de los hombres son inmortales y, tras un número indeterminado de años, vuelven a vivir penetrando en otro cuerpo.
Esta tradición, transmitida por Pitágoras pero muy anterior a él, se vuelve a encontrar hoy en un viejo proverbio bretón: Kement beo a zo maro, kement maro o vero beo! («¡Todo lo vivo estuvo muerto, todo lo muerto estará vivo!»).
Nadie puede explicar exactamente de dónde proviene la doctrina reencarnacionista. Su origen se remonta a la noche de los tiempos.
Se enseñaba como misterio esotérico en las iniciaciones egipcias, tres mil años antes de Cristo.
Veamos unos cuantos ejemplares, bastante esclarecedores, de esta tradición:
Antes de nacer, el niño vivió y la muerte no acaba con nada. La vida es un devenir, khèpraou, pasa del mismo modo que el día solar que va a empezar.
El hombre está compuesto por inteligencia, khou, y materia, khat.
La inteligencia es luminosa y se reviste para vivir en el cuerpo con una sustancia que es el alma, ba.
Los