Andrea Dilorenzo

El Balcón


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enséñales las tetas a mi amigo» le ordenó Ibi, empujándome hacia ella, y esta se quitó la parte de arriba sin ni siquiera desabrocharse los tirantes, así, sin muchas objeciones. «¿Has visto qué tetas?» observó él, entusiasmado.

      El salón estaba lleno de chicos que bebían y reían. En la cocina estaban Françoise y Manuel, dos amigos suyos, también surfistas.

      «Chicos, yo estoy con una tía… luego vengo» dijo Manuel, vaciando la botella de cerveza con un par de sorbos.

      «Vale, pero no nos hagas esperar como siempre, joder» exclamó Ibi. «¿Cuándo se repetirá otra noche así? El viento es perfecto esta noche, y la luna da bastante luz» le hizo notar Ibi.

      «No, no te preocupes, ahí estaré» le aseguró Manuel.

      «Hola, ¿qué hacéis?» preguntó Rocío, entrando en la cocina.

      «Luego vamos a surfear; ¿tú qué haces, eres de los nuestros?» le preguntó Françoise.

      «No, no creo» respondió la chica, con indiferencia. «¿Y él, quién es?» preguntó, indicándome con una mirada que tenía no sé qué de voluptuoso.

      «Es un amigo italiano» respondió Ibi.

      «Encantado, André» le dije yo, tendiéndole la mano.

      «Encantada, Rocío. ¿Eres el que ha llegado esta tarde?»

      «Sí, sí… soy yo» le contesté, balbuceando un poco, pues me seguía mirando con lascivia y no me quitaba los ojos de encima.

      «Ah, ya. ¿Tú también estás aquí por el surf?»

      «No, estoy solo de paso».

      «Ibi no me presenta nunca a sus amigos, será que se pone celoso» dijo Rocío , fulminando con la mirada a Ibi, como para provocarlo. Parecía que hubiese habido algo entre ellos, o que la chica quisiese aludir a algún episodio en particular.

      «No hace falta que te presente a mis amigos; no eres tímida, al contrario… » dijo Ibi, echándose a reír, y dio un codazo a Manuel, como si hubiese aludido a alguna extraña veleidad de la chica.

      «André, vamos a la playa a beber algo, venga» me propuso Rocío.

      «Estate atento, André» dijo Manuel, guiñándome el ojo.

      «Vamos, ¡qué capullos que sois!» exclamó la guapa surfista.

      «Hasta luego, hermano» saludé a Ibi, dejándome llevar de la mano por la joven surfista.

      «Ten, coge» me dijo Françoise, mostrándome un porro.

      Yo lo cogí y me dirigí con Rocío hacia la salida.

      En la playa quedaban pocas personas. Yo y la guapa surfista misteriosa nos sentamos cerca de una fogata. Era una de esas chicas que te hacen sentirte a gusto enseguida: muy simple, espontánea, sonriente, alegre, un poco como yo, solo que yo era un poco más tímido que ella, tardaba más en soltarme.

      Charlamos durante una media hora. Después, Rocío, sin esperármelo, me quitó la botella de la mano y me acarició el cabello, mirándome fijamente con los labios abiertos.

      «Qué suaves son» dijo ella, y lamí lentamente sus labios con la lengua.

      Sabía que habría acabado así. No paraba de pensar en Sarah, pero Rocío era muy atractiva. Los pechos pequeños, firmes, la piel dorada, el físico atlético, la voz sutil y suave, la boca pequeña y carnosa, dos grandes ojos turquesas bajo sus cejas… creo que hubiera sido difícil para cualquiera resistir a sus insinuaciones. Aquella chica parecía estar hecha a posta para dar placer, para perturbar los sueños de los hombres, tenía tal encanto que parecía ser heredado de una antigua estirpe de seductoras.

      «Tú también tienes un cabello bonito» le susurré. «Me gustan así, ondulados… parece como si te lo hubieras dejado secar al viento» le dije, mirando sus ojos entornados.

      «Sí, así es» dijo ella, sin apartar la mirada de mis labios. «Eres muy observador».

      Se acercó para besarme, pero retrocedí un poco, dejando solo un par de centímetros que separaban nuestros labios.

      «Si quieres provocarme, lo estás consiguiendo» susurró ella, con la respiración agitada por el deseo.

      Con la mano derecha le acaricié el costado, y luego la espalda, que tenía un surco voluptuoso a la altura de sus caderas, y le apreté con fuerza entre mis brazos, besándola intensamente. Su mano se había introducido debajo de mi sudadera y acariciaba la espina dorsal con las uñas, produciéndome escalofríos. Me extendí sobre ella apoyando los antebrazos sobre la arena fresca, y seguí besándola, hasta que se entregó completamente.

      Era la primera vez que hacía el amor en la playa. Entonces comprendí por qué los poetas y escritores de todas las épocas se habían aplicado tanto en ensalzar las pasiones consumadas bajo el cielo estrellado.

      Los besos esbozados y dados con fervor, lascivos, voluptuosos, reverberaban a lo largo de todas las fibras de nuestros cuerpos, como las ondas que nacen tras el lanzamiento de una piedra en una charca de aguas inmóviles. Podía percibir el mutar de su piel al tacto de mis manos, sus poros encrespándose como la superficie de un lago rozada por una brisa constante. No hacía nada que ella no quisiese o no pidiese con el mudo lenguaje de su cuerpo. Ahora sus manos me pedían inocencia y yo me entregaba a sus caricias, ahora sus labios se estremecían y suspiraban suplicándome poseerla como un fuego que arde y consume la madera más blanda. Y como en una melodía polifónica de dinámica imprevisible, nuestros gemidos se alteraban y se entrelazaban, se comunicaban como dos instrumentos en perfecta sintonía.

      Después de que nuestras pasiones se adormilasen, permanecimos unos instantes sin hablar, envueltos en un paño que habían dejado los chicos que habían estado ahí antes que nosotros. Hacía frío, pero esa hora de pasión intensa nos había calentado.

      «¿En qué piensas?» me preguntó Rocío.

      «En nada» le respondí, y el tono con el que lo hice resultó más brusco de lo que me habría gustado.

      «Venga, dímelo. ¿En qué piensas? ¿Hay algún problema?»

      «No, para nada. Estaba saboreando... ¿“la plenitud de la vida”? No sabría cómo llamarlo» contesté, distraído.

      «Plenitud de la vida... » murmuró ella. «O sea, un momento de felicidad, ¿o qué?» preguntó Rocío, algo perpleja.

      «Umm... no exactamente. Sabes, es esa sensación que experimentas cuando dejas que las cosas, simplemente, sucedan, y te parece estar justo en el lugar donde deberías estar, en ese preciso instante, justo en ese momento. Ni más, ni menos» le respondí, casi entre dientes.

      «No pensaba gustarte tanto» dijo ella, con una expresión de satisfacción, y me besó en la mejilla.

      Como imaginaba, me había malinterpretado. Ella no era la causa de mi euforia, si bien solo en una pequeña parte.

      

      

      

      

      Ya habían pasado dos días. Aquella mañana me desperté tarde debido a la borrachera. Desayuné en la terraza de madera que daba al mar. La casa de Ibi era muy austera, pero, en general, era bonita, acogedora. Estaba amueblada de manera simple; en las paredes había colgados posters de surfistas que cabalgaban olas tan altas como edificios y, en algunas esquinas de la casa, viejas tablas de surf rotas, expuestas como viejas cicatrices o trofeos de guerra. Sobre una mesa había algunas fotografías de cuando vivía en Turquía con su familia y otras de viajes a Tailandia y Australia, así como adornos de madera tallada bruscamente.

      El bungaló se erigía en medio de una larga extensión de arena finísima y blanca cual marfil pulido, que se perdía de vista hasta el horizonte, interrumpida solo por rocas u otras formaciones naturales; no había grandes construcciones de cemento o edificios