Andrea Dilorenzo

El Balcón


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ha dejado, ¿de acuerdo? Hasta luego» me dijo, tendiéndome la mano.

      Le estreché la mano y salí de la sala.

      Saliendo de la comisaría me paré a fumar en las escaleras de un portal, a cubierto de la lluvia, y permanecí allí hasta la una y cuarto pensando a lo que me había pasado. La humedad había incrementado el dolor de cabeza y me fui a uno de esos bares que se encuentran en la plaza enfrente de la estación de autobuses. Me fui a sentar en una mesa cercana a las vidrieras que daban a la calle. Miraba caer la lluvia y sentía cómo raspaba fuerte contra los cristales, como una provocación del cielo. Abrí el periódico que estaba en la mesa y comprobé que también en España se hablaba únicamente de la crisis económica, los escándalos financieros de los bancos y de la política.

      Cuando paró de llover caminé hasta la Avenida de Europa con la intención de almorzar en uno de los muchos restaurantes de esa calle. Pero antes pasé a saludar a Lute, que trabajaba justo al lado del restaurante de mi amigo Ángel, la Yerbabuena, quien me invitó enseguida a sentarme en una mesa apartada para charlar un rato.

      Salí del restaurante a primera hora de la tarde y me dirigí justo enfrente, al Parque el Majuelo.

      Estaba prácticamente desierto. Hacía una tarde gris y lluviosa, había parado de llover hacía una media hora. Algunos polluelos se balanceaban relajados en pequeñas bañeras formadas en las ruinas fenicias que se encontraban justo en medio del parque. Más allá, un cachorro permanecía enroscado bajo una de las palmeras que acariciaban las calles adoquinadas que serpenteaban entre pequeños jardines policromados, entre los cuales se erigían palmeras provenientes de todos los continentes. Las hojas secas, caídas de grandes higueras, formaban una alfombra ocre en casi toda la zona del parque y, aunque bien entrado el invierno, el viento esparcía en el aire la melancólica fragancia del otoño. El pequeño chiringuito donde solía ir a beber el tinto de verano estaba cerrado; algunos gatitos se habían reparado bajo su pérgola, ya que de los árboles empapados de lluvia caían abundantes gotas de agua plateadas, así que caminaban despacio, mirando hacia arriba y dando algún que otro brinco para evitar las gotas. Saludé a la señora que daba clases de pintura en la primera de las nueve casetas de artesanos que rodeaban una parte del perímetro del parque, después subí las escaleras del puente ubicado encima de las ruinas y me dirigí hacia la caseta denominada “Málaga”, donde mi amigo Antonio “el Salao” fabricaba sus guitarras y otros instrumentos de cuerda y percusión.

      Antonio era como un padre para mí y me quería mucho.

      Me lo decía a menudo: “¡Te aprecio más de lo que crees!” No era muy viejo, pero el duro trabajo le había causado varios achaques, de los cuales un par al corazón, y demostraba algún año más de sus efectivos sesenta y cinco. Tras casarse con Patricia, una mujer inglesa, se había mudado a Reino Unido; había trabajado en una fábrica que construía piezas de aviones y se quedó treinta años. Después, cuando se jubiló, volvió a Almuñecar y empezó a trabajar como guitarrero.

      «¡Muy buenas tardes!»

      «André, ¡qué alegría verte!» dijo Antonio. «Joder, ¿dónde estabas?»

      «¡Hola, Antonillo!» y nos abrazamos con fuerza.

      Me enseñó las últimas guitarras que había construido y probé algunas de ellas, sin escatimar en elogios acerca del sonido y los acabados, y él se sintió muy halagado. Aquella tarde estaban también José, Baldomero y Maria, que escuchaban un disco de Camarón de la Isla, fumando hierba y contando anécdotas de los viejos tiempos. Mientras tanto les expliqué lo que me había sucedido. Quién sabe, quizás me habrían podido ayudar a encontrar el teléfono, dado que conocían a todo el pueblo, podían haber escuchado algo por ahí. Pero yo, no sé por qué, había relacionado aquel episodio a lo sucedido en Málaga, en el baño de la estación. Era solo una extraña sensación.

      

      

      

      

      A las dos y media de la noche todavía estaba despierto. Estaba leyendo un libro de poesías de Antonio Machado que había encontrado en la habitación donde me alojaba; luego dejé el libro en la mesilla y vi aquella caja que había aparecido en mi maleta, la noche anterior. No la había observado bien antes, pero ahora que mi mente estaba despejada de otros pensamientos, mi vista lograba analizar mejor los detalles y, por lo que había visto, deduje que era de una calidad óptima.

      Cuatro centímetros de ancho, cinco de largo y tres de alto, o un poco más, de madera de palisandro envejecida y perfectamente pulida; tenía una incisión dorada en forma de cruz ansada sobre la parte superior y una pequeña piedra verde incrustada en el interior del oval de la cruz.

      Recordaba muy bien la cruz ansada, “la llave de la vida”, pues de niño era un apasionado de la egiptología. Era uno de los símbolos más usados en el Antiguo Egipto para fabricar amuletos, brazaletes y una infinidad de cosas más. Lo raro es que esta caja era una sola pieza. Es decir, tenía la forma de caja pequeña, pero no había aperturas, compartimentos o cosas parecidas. Intenté en vano encontrar un modo de abrirla, pero nada, no era una caja. Renuncié, pensando que podía tratarse simplemente de un adorno más que de una caja, tal y como me pareció al principio, si bien tenía el aspecto de esta última.

      Luego me dormí, fantaseando acerca de lo que podía ser ese objeto y cómo había acabado en mis manos, a pesar de que ya me había hecho una idea.

      V

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      El acantilado en el que estaba sentado en soledad se encontraba a unos tres kilómetros de la ciudad. Había una gran luna llena, y su reflejo, que brillaba en el agua como millones de estrellas juntas, llegaba casi a los escollos, si no hubiese sido por la corriente que golpeaba con dulzura el agua cercana a las rocas, eliminando así su rastro luminoso.

      Iba allí con frecuencia, cuando vivía en Almuñécar. Me gustaba estar solo, mirar la luna, el mar, fumarme algún cigarro escuchando un poco de música y sentir la brisa en la piel.

      Unos metros más adelante había una chica que estaba pescando. También ella estaba sola. Intrigado, me giré para observarla y noté que tenía la cabeza inclinada hacía las rodillas, como si estuviese llorando. Saqué el paquete de cigarrillos que tenía en el bolsillo de la camisa; luego hurgué en los otros, pero me había olvidado el mechero en la habitación. Así que me acerqué a la chica para preguntarle si por casualidad tenía uno; ella alzó la cabeza, se secó las lágrimas con el dorso de la mano y me pasó un mechero que sacó de una especie de caja de herramientas que tenía a su lado. Se lo devolví y me senté cerca de ella, no demasiado, mirando su equipo de pesca. Será extraño, pero no había visto nunca una chica pescar, era muy graciosa. Además de la caña de pesca tenía, a su lado, una maleta con unas iniciales grabadas en un borde y en el interior otras cajas que contenían anzuelos, cebos y otros accesorios de los cuales desconocía el nombre y uso.

      «Pareces una profesional, mira cuántas cosas tienes... » le dije, acercándome a ella.

      Ella no dijo nada. Permanecía sentada, con el mentón apoyado en las rodillas y las manos en la caña de pesca. Traté de romper el hielo con la primera anécdota que me vino a la cabeza.

      «Sabes, he ido a pescar solo dos veces en toda mi vida; una vez con mi primo, cuando no era más que un niño; fuimos a un lago artificial y conseguí pescar una trucha, pero, no sabiendo cómo quitar el anzuelo, acabé descuartizándola; me ensucié todo, una cosa increíble. La última vez, sin embargo, fue hace unos años, justo por