Andrea Dilorenzo

El Balcón


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fui lentamente, no me preocupé mucho, y me fui a comer algo al bar cercano a la taquilla (intuí que esos tíos tenían algo en común con la persona que había entrado en el baño, era más que evidente, pero no me quise meter, no tenía ninguna intención de estropearme las vacaciones).

      

      

      

      

      A las dos en punto el termómetro del autobús marcaba diecinueve grados, diez más que en Málaga, a pesar de que Almuñécar se encuentre a tan solo unos setenta kilómetros de distancia. Una vez fuera del autobús, mientras me disponía a coger mi equipaje del maletero, miré alrededor, intrigado, intentado reconocer alguno. Pero ni siquiera una cara conocida. Cogí la maleta y me dirigí hacia el centro de la ciudad.

      Pasé por la plaza enfrente de la estación, que tenía en el centro una rotonda con grandes e hirsutas palmas tropicales que proyectaban una gran sombra sobre los coches que la rodeaban, y di una ojeada a derecha e izquierda buscando reconocer alguno en los bares que se encontraban alrededor. Pero no vi ninguno, solo alguna cara que me era vagamente familiar, había demasiada gente. Llegué hasta la Plaza del Ayuntamiento y también ahí estaba abarrotado, fuera y dentro de los locales, y pasé a saludar a Alejandro, el propietario del Mason, una brasería argentina próxima al ayuntamiento.

      Charlé con él una media hora. Después sentí la necesidad de darme una ducha y, tras haber saludado a todos, me encaminé directo al hostal.

      III

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      Había dormido alrededor de cinco horas. Sabía que no debía meterme en la cama después de la ducha, nunca tuve la costumbre de descansar por la tarde, pero lo hice igualmente; estaba cansado y el vino me había subido un poco a la cabeza.

      Desde la habitación contigua llegaban suaves risas, voces de mujer, y el rumor de las tazas y botellas de la cafetería, el murmullo de clientes que conversaban en alguna lengua que, en mi estado de semivigilia, no conseguía descifrar.

      Tenía pensado ir al taller de guitarra de mi amigo Antonio para darle una sorpresa. No sabía que me encontraba allí y había rogado a Alejandro que no le dijera nada, si le hubiera visto antes que yo. Pero era demasiado tarde. A esa hora ya tenía que estar en alguna parte bebiendo con José o, quizás, en casa con su mujer. Permanecí unos minutos más en la cama escuchando las voces de esos desconocidos, después cogí el teléfono y llamé a Antonio para avisarle acerca de mi llegada.

      «¡ Dígame !» respondió él, pensando quién seria, no reconociendo mi número que tenía el prefijo italiano.

      «¡Antonio, soy André! ¿Cómo estás?»

      «¡ André! » contestó, sorprendido, casi gritando, como solía hacer cuando hablaba por teléfono. No escuchaba muy bien.

      «¿Dónde estás? ¡Joder!»

      «¿Adivina? ¡Estoy al lado de tu casa, en el hostal Altamar! He llegado esta tarde, quería darte una sorpresa, pero me he quedado dormido.»

      « Bueno , ¿y qué haces ahí? Patricia y yo estamos yendo al Lute a cenar con algunos amigos. ¿Te vienes con nosotros? ¡Anda!»

      «¿Nos vemos después mejor? Me acabo de despertar» le respondí, un tanto avergonzado. «Si quieres nos vemos más tarde, en La Ventura , si no os supone ningún problema, claro.»

      «Bueno, cuando salgas me llamas y si todavía estamos por ahí nos bebemos algo juntos. ¿Está bien?»

      «¡Vale! ¡Hasta luego entonces, Antonio!»

      «¡Venga! ¡Hasta ahora, André!»

      Casi ninguno me llamaba Andrea, pues fuera de Italia era considerado puramente un nombre femenino.

      Me cambié de ropa y me fui a comer un bocadillo al bar del hostal. De vuelta a la habitación, me di una ducha caliente y busqué en la maleta algo elegante; tuve que sacar todo, pues había colocado los pantalones debajo del resto de la ropa para no arrugar los jerséis y las camisas que había planchado y doblado con mucho cuidado. Ordenando de nuevo la ropa encontré entonces lo que, al menos a primera vista, parecía una pequeña caja de madera. La observé un instante; no me pertenecía y no entendía qué hacía ese objeto entre mis cosas, así que la dejé en mi mesilla. Tenía prisa por salir. Dejé la llave de la habitación en la portería y salí del hostal con tanta prisa que me miraban como si viesen un canario escapando de su jaula.

      

      

      

      

      Era muy temprano cuando terminé de cenar. Estaba seguro de que Antonio todavía estaría comiendo con la mujer y sus amigos; así que me dirigí hacia “La Ventura”, un restaurante muy famoso por sus espectáculos de flamenco, donde años atrás, tuve el honor de tocar.

      A pocos metros de llegar a la entrada, en el semioscuro callejón que conducía al restaurante, flotaba en el aire el sonido poderoso de la guitarra de Ricardo de la Juana, un gitano que tocaba a menudo en aquel tablao . Lo había conocido justo en ese lugar. Era un hombre de mediana estatura, un tanto metido en carnes, la piel oscura, el cabello colocado hacia atrás con el gel, y en su modo de hablar había siempre un toque de arrogancia.

      Cuando entré en el tablao había una multitud y me paré cerca de la barra para saludar a Fernando, el propietario. Ricardo estaba en el palco cantando una rumba junto a su cuñado, Ramón, que tocaba el cajón y una bailaora que no conocía.

      «Hola, tío, ¿qué pasa? ¿Cómo estás, Fernando?»

      «¡André, qué sorpresa! ¿Qué tal? ¡Un vino aquí pa’ el muchacho!» exclamó Fernando, y el camarero me sirvió casi al instante una copa de vino tinto, acompañado de albóndigas con salsa de tomate.

      Me quedé sentado un rato cerca de la barra, observando los presentes y sorbiendo el vino. Fernando estaba muy ocupado con la clientela como para charlar conmigo; entonces me alcé y pasé entre las personas que estaban de pie delante de la barra, y me fui a la izquierda, hacia el patio. Era aún tan bonito como me lo recordaba, con sus plantas trepadoras que flanqueaban la parte alta del muro y las buganvillas rosas y moradas que descendían como racimos de uvas maduros y, al centro, una gran higuera abrazaba con una débil sombra las mesas que se encontraban alrededor de la misma. Los muros tenían, como en el edificio del hostal, azulejos y otros adornos de estilo mudéjar. Volví y me apoyé a la puerta que había entre la sala y el patio, para ver el espectáculo más de cerca.

      «¡Bueno, señores! ¡Un poquito de silencio, por favor!» gritaba Ricardo, dirigiéndose al público, un poco distraído. «¡Cinco minutitos, por favor! ¡Señores, por favor!»

      Había un gran alboroto y Ricardo silenciaba siempre a todos cuando se disponía a cantar algo más profundo. Mientras tanto, Ramón y la chica que estaba bailando se apartaron y Ricardo comenzó a cantar una soleá:

      

      

      

      

       «Tengo el gusto tan colmao

       cuando te tengo a mi vera,

       que si me dieran la muerte

       creo que no la sintiera... ».