Andrea Dilorenzo

El Balcón


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dejó un tanto atónito, pues siempre le había considerado un poco tacaño, más bien bastante. Diría que era la persona más tacaña que jamás había conocido. Pero también es verdad que siempre cumplí con todos mis deberes con entusiasmo, sin considerar que una jornada laboral de ocho horas era pagada – normalmente – a cuarenta euros. Este era el mínimo. Si me hubiera pagado como debía, a pesar de aquellos “cien euros extra”, todavía quedaría algo. Pero no me apetecía crear polémica ninguna, era suficiente así.

      Noté que en su rostro asomaba una sonrisa casi sarcástica, un gesto no demasiado disfrazado, típico de aquellos que hacen una buena acción y se complacen, idolatrándose a sí mismos en silencio por su benevolencia.

      «Gracias, gracias, no tenías por qué hacerlo. En cualquier caso, me he sentido a gusto aquí, te lo agradezco. Nos veremos seguramente, Alfre’» le dije, dándole una palmadita en la espalda, y me fui a la otra parte a cambiarme.

      No tenía ninguna intención de seguir más de lo debido con esa estúpida conversación sobre esto y aquello, solo tenía ganas de fumarme un cigarrillo y volver a casa para comprarme el billete online.

      Sí, ya lo había decidido hacía tiempo.

      Para ser más exactos, fue concretamente el mismo día que encontré trabajo en el restaurante. Justo aquel día comencé a hacer ciertos planes que me habrían llevado quién sabe dónde.

      Así, fui corriendo a cambiarme y saludé a Alfredo.

      El médico se encontraba aún sentado, dando sorbos a la copa de vino. Nos saludamos en silencio, tras un gesto con la cabeza. Alina y Olga habían salido sin darme cuenta y no sabía si habían salido solo un momento o si se habían ido a casa. Pero no me importaba mucho, tenía otras cosas en la cabeza, así que me fui.

      

      

      

      

      Llegué a casa después de unos veinte minutos.

      Ese silencio sepulcral, que reinaba desde las tres a las cinco de la tarde, era interrumpido únicamente por el estridente ladrido del perro de la vecina, un pequeño caniche blanco, del que todo el vecindario reprobaba, pues resonaba en todo el edificio cuando la dueña lo bajaba en el ascensor.

      Encendí el ordenador y busqué en internet un vuelo para Andalucía. En poco más de media hora, encontré una buena oferta: Roma/Málaga, ida y vuelta, doscientos cuarenta y tres euros, impuestos y maletas incluidos. “Considerando que estamos en Navidad, diría que no es mucho. Además, tengo que comprarlo ya, no me importa el precio”, pensé, y me froté las manos de la emoción.

      Faltaba poco. Solo unos días y estaría de viaje. Habría vuelto a ver a los viejos amigos y conocido a nuevos. Mi mente era un completo zumbido de voces que fantaseaban sobre los destinos a los que habría podido ir una vez llegado a España; sí, seguramente no me habría quedado en una misma ciudad. En el primer lugar de una larga lista estaba Tarifa, donde se había mudado mi amigo Ibi, después Portugal, Marruecos… y así, pensando, soñaba.

      II

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      Acababa de salir del aeropuerto de Málaga y ya aferraba un cigarrillo entre los labios. Para un fumador empedernido pasar dos horas sin fumar es casi una eternidad. Sin embargo, me demoré en encenderlo, pues tenía la sensación de sentirme observado, seguido. De todas formas, con toda esa gente, hubiera sido lo más normal. Intenté no pensar en ello y me relajé.

      El cielo malagueño era límpido y hacía más calor que en Roma, quizás por la cercanía al mar, y como en todos los aeropuertos, una muchedumbre esperaba a sus seres queridos. Buscaba un taxi para dar una pequeña vuelta por la ciudad y comer en uno de los muchos restaurantes del lugar, pero parecía casi imposible encontrar uno libre o que, por lo menos, se parase cerca de mí. Tras esperar en vano durante más de cuarenta minutos, decidí coger un autobús para alcanzar finalmente mi destino.

      Sorprendentemente, la estación de autobuses estaba casi desierta. Había solo un considerable grupo de latinoamericanos, todos en edad adulta, quizás en un viaje organizado, pues había un hombre más joven que parecía darles indicaciones, pero aquellos se comportaban como niños en una excursión y no le hacían ni caso. Les oí hablar durante unos minutos. Me alegré mucho de escuchar ese acento latino, me dio la impresión de que eran venezolanos o colombianos.

      «¡ Muy buenos días, señores! ¡ Que tengan un bonito día! » les saludé, en voz alta, agitando la mano en al aire, así… sin pensarlo.

      No sé qué me pasó por la cabeza, pero estaba tan feliz de estar ahí, que me vino de manera totalmente espontánea.

      Habían pasado cuatro años desde que me fui. Estaba muy unido a esos lugares. Además aquellas personas me hicieron recordar también los días que pasé en Perú, así como todas las demás experiencias hermosas que viví antes de volver a Italia.

      «¡ Buenas, muchacho! ¡Buenos días! ¡ Adiós, muchacho! ¡Anda con Dios! ¡Hola! ¡Adiós! » respondieron ellos, con la típica actitud alegre de los sudamericanos, para nada asombrados del saludo de un desconocido, tal y como hubiera sucedido si hubiese saludado a cualquier europeo sin conocerlos.

      Eché un vistazo al tablero de las llegadas y salidas, para ver cuáles eran los horarios para Almuñécar, pero el primer autobús habría tardado hasta dos horas. Así que cogí mis maletas y me dirigí hacia la estación de trenes, en busca de una máquina de café o algo de picar mientras tanto. En la entrada de la estación había adornos, un tanto escuetos, y un gran árbol de Navidad; también en el aeropuerto de Fiumicino, en Roma, había adornos y un árbol mucho más grande que el que acababa de ver, pero ni siquiera me digné a mirarlos, quizás porque solo tenía ganas de irme de allí.

      Cuando entré en la estación, me percaté de que necesitaba orinar, por lo que me dirigí hacia el baño. En el de los hombres no había nadie, por lo que aproveché para dejar las maletas cerca de un amplio lavabo alargado, y me cerré con llave en uno de los muchos cubículos. Enseguida entró una persona dando un portazo. Respiraba jadeante, como si hubiera corrido mucho e intensamente, y se le percibía una cierta agitación, sentía que resoplaba. La situación me pareció extraña, pero traté de mantenerme en mi sitio. Terminé lo que había empezado y tiré de la cisterna, con mucha calma. Cuando salí del baño noté que el hombre se había ido sin que me diese cuenta. Puede que el ruido de la bomba de desagüe hubiese cubierto el de sus pasos, pues no vi ninguno, y no oía ningún otro sonido que no fuese el de mi respiración y la goma de mis zapatos nuevos que chirriaban sobre el suelo liso. Eché un último vistazo alrededor y me lavé las manos mirándome al espejo; pero, cuando fui a coger mi maleta, incliné la cabeza y me di cuenta que la cremallera superior estaba medio abierta. Probé tanta rabia que estuve a punto de gritar.

      Cuando aquel tío entró me había olvidado completamente de la maleta. Pero me calmé al instante, acordándome de que en su interior, por suerte, además de ropa y algún que otro cachivache sin importancia, no había metido nada de valor. Justo por ese motivo había decidido dejarla ahí, abandonada durante un minuto o dos. De hecho, a parte del dinero y de los documentos que llevaba conmigo en la chaqueta, no tenía nada más. Así que abrí la maleta para echar una ojeada. Parecía que todo estaba en orden, o casi, ya que daba la impresión de que aquella persona había hurgado aquí y allá en busca de algo, si bien no faltaba nada a primera vista.

      Cuando salí del baño había cuatro o cinco hombres