Andrea Dilorenzo

El Balcón


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tenía razón, se estaba realmente bien.

      Por la tarde me quedaba sentado en la orilla del mar mirando los chicos que hacían peripecias con el kitesurf.

      «¡André, André!» gritaba Alex, un chico alemán que compartía la casa con Ibi. «¡Hay visita!»

      Me llamaba desde la terraza.

      En casa, Sarah hablaba con Ibi; parecía estar a gusto y se reía a carcajadas. Sentí un poco de celos, pues Ibi hacía bromas una detrás de la otra y me dio la impresión de que estaba intentando ligar. Luego me acerqué a ellos. Noté en seguida que ella se había cambiado el color del cabello, que ahora era negro como el ébano; le favorecía ese tono oscuro, me gustaba todavía más. En los días anteriores no había hecho otra cosa que pensar en ella; precisamente yo, que nunca quise creer en el destino y que siempre lo había etiquetado como una de los inventos más feos del ser humano, esta vez había interpretado aquel encuentro como una señal del destino.

      De todas formas, independientemente del motivo de mi encuentro con Sarah, sentía ya que le amaba, y habrá sido quizás por esa razón por lo que me calentaba los sesos desde que la conocí.

      Salimos fuera para hablar y estar un poco a solas. Estaba más que contento de verla y también ella lo estaba. Nos sentamos casi a orillas del mar, con el viento que golpeaba con dulzura nuestros rostros, y los pies en la arena fresca. Las olas sacudían la playa, incesantemente; caían en frente de nosotros, como postrándose en una lacónica reverencia y luego, como súbditos entregados, bajaban al mar, desapareciendo bajo la espuma blanquecina.

      «Te queda bien ese color» observé, mientras le acariciaba el cabello.

      «Me alegro» dijo ella, enrojeciéndose un poco. «Es mi color natural».

      Nunca había visto unos ojos tan profundos y sinceros como los suyos, me moría de ganas de besarla. Era como si los labios de mi alma se proyectasen hacia los suyos, mientras yo, con mi cuerpo material, permanecía inmóvil y hablaba casi por inercia, empujado por el deseo de darle una buena impresión. Lo sé, esto puede parecer hipócrita, y quizás lo sea; pero, a veces, el miedo de perder a una persona a causa de algo que quisieras decir o hacer, te hace actuar de ese modo: quisieras hacer una cosa y haces otra, a menudo completamente opuesta a la primera. Sobre todo cuando se trata de la relación entre un hombre y una mujer. Debe haber sido así también hace tres mil años.

      «Toma, es para ti» me dijo Sarah, tendiéndome un paquete; envuelto en papel pintado a mano y una sutil cinta blanca y azul. «Quería habértelo dado hace unos días, en mi casa… pero, por desgracia, tenía otras cosas en la cabeza y se me olvidó. Pero ahora ábrelo».

      Sonrió, más aún con los ojos, que brillaban como el resplandor de las estrellas en una noche calma y límpida.

      «Vale, vale. Lo abro en seguida» le tranquilicé, intentando quitar el envoltorio sin estropearlo; y me fue difícil, pues el papel era muy delicado y estaba tardando una vida en abrirlo. «No te creas que no tengo ganas de ver de lo que se trata, ¡estoy más impaciente que un niño a media noche el 24 de diciembre!»

      Finalmente conseguí desenvolver el paquete y lo abrí.

      El pequeño colgante de ébano estaba pegado a un sutil collar, también negro, hecho de una maraña de hilos sutilísimos, casi minúsculos, enrollados con cuidado hasta formar una especie de cuerda muy compacta, parecida a un collar, precisamente. En el interior de este colgante, de forma plana y circular, había grabados tres círculos equidistantes entre ellos, y en cada uno de ellos estaban grabadas, con mucha precisión, lo que parecían ser pequeñas letras árabes o sánscritas, como formando otros dos círculos.

      «Es muy bonito, de verdad. Lo llevaré siempre conmigo. Tiene que ser muy antiguo, ¿verdad?» observé, examinando todavía aquel enigmático colgante.

      «Sí, lo es. Era de mi padre que, a su vez, lo obtuvo de un viejo maestro sufi que vivía en Damasco, hace muchos años. Después mi padre me lo dio a mí, y yo, ahora, te lo regalo a ti» me explicó ella, y en su rostro apareció una sonrisa tan luminosa que parecía provenir de un destello espontáneo de su corazón, más que de la curva prominente de sus labios.

      «No sé qué decir. Gracias, no tengo palabras».

      La besé en la mejilla y le acaricié delicadamente la cara.

      «Ven, yo también tengo algo para ti» le dije y, cogiéndola de la mano, la conduje a la habitación donde me alojaba. «Si hubiera sabido que venías, lo habría envuelto yo también» añadí, para así ocultar un poco la vergüenza de mi falta. «Esto es para ti, Sarah».

      Abrí el cajón de la mesilla y le di la caja que había encontrado, por casualidad, en mi maleta.

      «Gracias. Es muy bonita. ¿Qué es? Parece un pequeño joyero... ».

      «Sí, algo así. No sé qué es exactamente, pero el grabado que hay en la parte superior es la cruz ansada, un símbolo que usaban los antiguos egipcios para simbolizar la vida eterna. O, al menos, esto es lo que dicen, no se sabe aún el verdadero significado de este símbolo».

      Me besó en la mejilla y luego me cogió la mano, apretando mis dedos con los suyos, y percibí un escalofrío que atravesaba ambas manos.

      No te escondo, querido Lector, que en aquel momento, cuando me estrechó la mano, no tuve más dudas: fue un flechazo para los dos.

      Fuimos con los otros que estaban ya en la terraza, algunos asando pescado a la brasa y otros contando historias de surf y viajes pasados en lugares perdidos en los confines del mundo. Sobre la mesa había fruta tropical, baguettes, jamón serrano y cervezas de litro.

      «Siéntate aquí, André» me dijo Ibi, que estaba preparando la mesa.

      Éramos alrededor de veinte personas, de todas las nacionalidades. Había una atmósfera agradable, algo que iba más allá de la simple cordialidad.

      «Sarah, ven aquí en medio, así nos cuentas cómo conociste a André» le dijo Yasmine, una chica de origen polinesio que estaba sentada junto con otras chicas, de las cuales una italiana llamada Alessandra.

      El sol estaba por caer y, al horizonte, el cielo se tiñó de rojo. El sol resplandeció sobre la casa, la playa, el mar, sobre nuestros rostros. De repente, todos los allí presentes dejaron sus sitios y guardaron silencio, casi como si lo hubieran preestablecido horas antes. Tuve la sensación de que era algo que hacían habitualmente, como una especie de ritual.

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