Andrea Dilorenzo

El Balcón


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verdad? ¿Dónde?» me preguntó, como si se hubiese despertado de una catarsis.

      Luego apartó las manos de la caña de pescar y las colocó alrededor de las rodillas, apoyando la mejilla derecha sobre ellas, y me miró con una expresión extraña, como si siguiese ausente.

      Yo también la observé durante unos instantes. Su rostro era muy dulce, no tendría más de veinticinco o veintiséis años. Llevaba unos pantalones beige y una sudadera azul con capucha; su cabello liso y de color caoba estaban recogidos debajo de una gorra y parecía tenerlo bastante largo.

      «¿Sabes dónde está el castillo? Justo ahí al lado» le respondí.

      «Claro que se dónde está. Paso a menudo» me dijo ella, asintiendo con la cabeza.

      «Sabes, ahora que te oigo hablar, no pareces española; no eres de por aquí, ¿verdad? ¿De dónde eres?» le pregunté, curioso de su acento; no lograba adivinar de qué nacionalidad era.

      «Soy siria. Pero tú también pareces extranjero, eh… » observó ella, bajando la mirada y entornando un poco los ojos, como si estuviese tratando de concentrarse para averiguar de qué país era mi acento. «Hablas bien el español, pero se nota que eres extranjero, a pesar de comportarte como un andaluz» añadió.

      Luego se dio cuenta de que me avergonzaba un poco y me sacó la lengua. Me parecía que ya estaba más serena y me alegré, así podía hablarle más libremente.

      Estallé en una especie de carcajada liberadora.

      Tuvo la impresión de que me estaba pavoneando por el hecho de que mi acento fuese similar al de los andaluces. Me sentí un poco tonto, aunque no hubiese motivo.

      «Sí, soy italiano. Me quedaré aquí solo unos días, quizás una semana. He venido para saludar a algunos amigos y pasar mi cumpleaños aquí claro, que fue ayer.»

      «Ah, ¡felicidades!»

      «¡Gracias! Te decía que la próxima semana iré a Tarifa y después pasaré unos días en Portugal. Quisiera ir a un sitio, pero ahora mismo no recuerdo cómo se llama. Lo sé, es absurdo, lo he visto una vez en televisión. Me acuerdo solo que es un islote, o una parcela de tierra, donde los templarios, creo, construyeron un castillo, una fortaleza o algo parecido; y se puede llegar a pie, pero solo cuando está la marea baja. Y eso… ¿tú qué me cuentas?»

      Ella suspiró. Fueron unos interminables instantes de silencio.

      «Que todo va mal» dijo de repente.

      «Vaya... lo siento» le dije, cogiendo otro cigarro, y le tendí el paquete para ofrecerle uno.

      «No, gracias. No fumo. El mechero lo tengo porque era de mi padre, estaba junto al equipo de pesca. Pero yo no fumo. Ten, cógelo».

      «Te lo agradezco» le dije, cogiendo el mechero, y encendí el cigarro que ya apretaba entre los labios. «¿Tu padre ha venido contigo a España, o has viajado con amigos?»

      «He llegado sola, hace tres días. Sabes, hace muchos años, mi padre compró una casa cerca de la zona del castillo; veníamos de vacaciones tres meses cada año, con toda la familia. ¿Has visto las esculturas que hay en el Parque? Las ha hecho Bachir Kondakji, mi padre» me dijo ella, llena de orgullo.

      «Ah... sí, claro. Las que se ven cuando se entra desde la parte de los columpios, ¿no?»

      «Sí, exacto».

      «Entonces tu padre es escultor. Interesante... ».

      «Sí, escultor y pintor, aunque la escultura ha tenido un papel predominante en su carrera artística».

      «Es muy bueno. He escuchado hablar muy bien de esas esculturas. Me decías, ¿cómo es que has venido sola?»

      Ella permaneció en silencio durante unos minutos. Se entendía que le había sucedido algo. Tuve esa sensación que se tiene cuando se hace una pregunta indiscreta. Ella suspiró profundamente, antes de volver a hablar, como si estuviese buscando la fuerza para hacerlo. Me di cuenta de que quizás no debía insistir y traté de remediarlo.

      «Perdona, si no quieres hablar de ello no pasa nada».

      «No, no te preocupes» me tranquilizó, y después suspiró de nuevo. La semana pasada una bomba destruyó mi casa, en Damasco. Murieron todos» respondió ella, y una lágrima surcó lentamente su rostro.

      Se me encogió el corazón. Es estos casos no se sabe nunca lo que decir, se tiene siempre miedo a decir algo estúpido, predecible, en el intento de mitigar el dolor con alguna palabra de circunstancia, a menudo con el resultado contrario.

      «Mi madre, mi padre, mi hermano mayor y mis dos hermanitas... Yo me he salvado de milagro porque estaba en el trabajo, en otra parte de la ciudad. Por eso he venido a España. No me queda nada más en Siria y mis familiares están todos desaparecidos. Ya no tengo a nadie allí. Aquí al menos tengo una casa».

      Hubiera querido abrazarla, pero dudé. En mi mente le acaricié ligeramente el hombro. Luego ella reanudó la conversación, manteniendo la cabeza agachada y la mirada fija en un punto en el vacío.

      «Tú estás ahí haciendo tu vida, trabajas, sales con los amigos, como todas las personas que viven aquí. ¿Entiendes? Todo normal. Después un día, llegan estos mercenarios de otros países – ¡porque no son sirios como dicen en las noticias extranjeras!–, y matan a todos los que se encuentran por delante. Así, solo porque eres cristiano o por otros motivos que solo Dios sabe. Luego vengo aquí y en las noticias les llaman rebeldes que combaten contra el régimen de Assad. ¡Pero qué rebeldes! ¡Qué régimen!»

      Aferró su chaqueta y se la puso sobre los hombros.

      Permanecimos en silencio durante algunos minutos.

      «Perdona, llevamos ya un rato hablando y todavía no te he dicho cómo me llamo. Puedes llamarme André, aquí todos me llaman André. ¿Y tú?»

      «Sarah» respondió ella, con una sonrisa sutil y sincera que parecía proceder de una irradiación de su alma, más que del pliegue de sus labios.

      «De acuerdo. Ven, vamos a beber algo. Aquí se está levantando un poco de viento».

      La fresca brisa hizo que se me pusieran los pelos de punta y me abroché la chaqueta. El viento tenía un olor particular, no traía el olor a mar. Estaba seguro de que se trataba de un mensajero con buenas noticias.

      Caminamos una decena de minutos por el paseo marítimo y entramos en una pequeña bodega cercana a la playa. Ahora que había más luz, y podía mirarla mejor, noté que era muy hermosa, más de lo que me había parecido cuando la vi en el acantilado. Tenía las facciones un tanto orientales; los ojos eran redondos, pero los ángulos externos terminaban como las puntas de una hoja lanceolada. Me inspiraba mucha ternura, si bien era a su vez muy sensual. Se apartó el pelo y una espesa melena ondeó sobre sus hombros para después bajar hasta la espalda, en un gesto que nada tenía de voluptuoso, pero que perturbó profundamente mis sentidos. En aquel preciso instante vi mi futuro, en un breve fluir de imágenes borrosas que se sucedían rápidamente, una tras otra, como el paisaje visto desde la ventanilla de un tren en marcha, que no tuve ni siquiera el tiempo de enfocarlas. Después se sentó casi a mi lado y sentí su perfume, parecido al de una flor que acaba de germinar.

      Pedimos una botella de Viña Ardanza, un vino malagueño muy apreciado, y patatas de maíz y queso, símiles a las tortillas en bolsa que se venden en Italia, sazonadas con una salsa picante, y seguimos hablando.

      «Has viajado solo para pasar tu cumpleaños en España, mmm… ¿No tienes novia, en Italia?» me preguntó Sarah.

      No sé por qué, pero esperaba que me hiciese esa pregunta, aunque no tan pronto. Quizás me equivoque, pero cuando una persona del sexo opuesto quiere saber si estás soltero o no, casi seguramente está tanteando el terreno. Pero luego reflexioné e intenté no pensar más en ello. Acababa de vivir una tragedia, de las más horribles; ¿cómo se me pudo pasar por la cabeza que pudiese estar interesada en mí y, además, sin ni siquiera conocerme? Y sin embargo,