Eugenio Pochini

Sangre Pirata


Скачать книгу

son puras escusas!»

      «Siento mucho que tú puedas pensar eso.»

      «Entonces dime, ¿qué debería hacer?»

      Avery intentó con su mano acariciarle la mejilla, pero él quitó la cabeza con desdén. «Para ti llegó el momento de convertirte en un hombre. Debes…» Luego frunció el ceño. Un conjunto profundo de arrugas cubrió su piel morena. Él comenzó a hurgar en sus bolsillos.

      «¿Que estás haciendo?» preguntó Johnny, intentando mantener un poco de auto control.

      «Cualquier cosa que llegue a sucederte, debes mantenerlo en un lugar seguro» contestó el otro y dejó caer el ojo de vidrio de Wynne entre sus manos.

      «Yo…» El muchacho se quedó sorprendido al ver una luz adentro, inmóvil como si fuera agua estancada.

      «¡Prométemelo!» exclamó el anciano. De repente, trató de doblar una rodilla, las articulaciones crujientes, para pararse frente a su rostro. «Si algo sale mal, tendrás que esconderlo. Cuando esa historia termine, volveremos a buscar a tu madre. Bart es un buen tipo. Estoy seguro de que la cuidará.»

      Johnny asintió, sin entender bien el por qué. Le parecía de haber sido lanzado adentro de la existencia de otra persona. Su mirada se perdía en la palpitante luz verdosa. Parecía que esa luz lo estaba llamando, atrayéndolo con vagas promesas de cosas que no podía entender.

      ***

      Después de un rato, dejó de llover.

      Rogers apenas se dio cuenta. Su atención estaba dirigida en Teach: estaba recorriendo la distancia que lo separaba del sacerdote con pasos lentos y tranquilos, como si intentara fortalecer la solemnidad de su forma de andar.

      «La Fe es llena de luz, padre» sentenció, una vez que llegó cerca del hombre. «Pero hay tinieblas que pueden cegar.»

      «En nombre de Dios» gritó Mckenzie. «Tengan piedad.»

      «Piedad es mi segundo nombre» contestó sarcásticamente el pirata. «Y se lo quiero demostrar salvando la vida de ese niño. Como mencionaba anteriormente, también tenemos nuestro propio código de buena conducta.» Hizo un ligero asentimiento con la cabeza y el enano liberó al rehén, que se regresó rápidamente en los brazos de su madre. «Pero ahora usted me debe un gran favor, por este acto de clemencia.»

      “¡Maldito perro!” Rogers estuvo a un nada de gritar en voz alta esa oración. Una nueva sensación de enojo lo invadió. Lo más detestable de Teach era exactamente eso: el gusto que obtenía con esos infames jueguitos psicológicos en contra de sus víctimas. O'Hara lo agarró por el brazo.

      «Debes mantener la calma» susurró. «No llegamos hasta aquí para que después nos maten.»

      El corsario asintió. Salir a campo abierto sería desastroso. Habría perdido el control de la situación, con el riesgo de ser aniquilado por la tripulación de Barbanegra. Tenía que idear un plan.

      Por mientras Mckenzie no dejaba de llorar. «Wynne no me dijo nada. ¡Es la verdad!» Esa última palabra salió en un grito desesperado.

      «Quiero creerle» contestó Teach. «Además, no creo sea usted tan estúpido como para arriesgar todas estas vidas inocentes.» De forma casi teatral abrió los brazos como si quisiera abrazar a toda la multitud.

      «¡Larga vida al capitán!» gritó alguien y el resto de la tripulación empezó a reírse.

      Barbanera enseñó una risa sarcástica. «Es para ese motivo que elegí liberar a los civiles.» Los miró uno por uno, enigmático, con los ojos ardiendo bajo la manta de humo que rodeaba su cabeza. «Se pueden ir.»

      Los presentes intercambiaron entre ellos miradas de terror puro. Rogers pensó que el pirata podía mentir. Después de todo, era una eventualidad de tomar en cuenta. Desde un personaje así había que esperarse de todo.

      Edward Teach sacudió su cabeza, parodiando de alguna manera la actitud decepcionada de quien no se espera tal comportamiento. Tomó una de las pistolas y apuntó al azar en contra de los prisioneros.

      «¡No lo quiero repetir!» exclamó.

      La placita estaba llena de sonidos agudos, no eran de terror ni de gratitud. Las mujeres gritaban, los niños lloraban y los hombres maldecían, empujándose en busca de una salida.

      «Le repito nuevamente que nosotros también tenemos dignidad» afirmó Barbanegra, otra vez sarcástico. Luego se dirigió nuevamente a Mckenzie. «Miren al contrario sus feligrés» y con su pistola apuntó a un tal. En el tentativo de salvarse, no había dudado en golpear a una mujer, dejándola caer en el barro. Ella pedía ayuda, aunque nadie la estaba ayudando. «Los cobardes no los soporto.»

      Las gritas de los presentes fueron ahogadas por un disparo.

      La bala golpeó al tipo casi en el centro de la espalda, levantándolo hacia adelante de alrededor de un metro. Cayendo este gesticuló un par de veces, rascando el aire en busca de dónde agarrarse. Teach se le acercó, guardando el arma. Silbaba tranquilo. Una vez que alcanzó el hombre lo traspasó con su sable.

      «¡Esta es la ira de Dios!» dijo gritando el pirata.

      Mckenzie entrecerró los ojos y bajó la cabeza. Sus hombros se levantaban y bajaban, siguiendo el ritmo irregular de su llanto.

      «Le ruego de parar con todo eso» borboteó. Era como escuchar alguien que tenía la boca llena de comida. «Estoy seguro que Dios tendrá piedad de usted.»

      Rogers sintió como un escalofrío. Aunque había sido educado en un ambiente de bueno principios, había preferido dejarlo todo para pasar su vida en el mar. Sin embargo, no pudo ocultar su desprecio por la actitud ultrajante de Teach.

      «Ha llegado el momento de actuar» dijo mirando a sus hombres.

      O’Hara asintió.

      «¿Qué piensas hacer?» le preguntó.

      Él señaló tres callejones en el lado opuesto de donde se encontraba ahora: dos de estos estaban a un lado de la iglesia; el tercero, al contrario, estaba ligeramente más distante.

      «Los vamos a rodear» contestó. «Barbanegra nos ha dado una gran ventaja alejando a los prisioneros. Al menos no estarán molestando al momento de enfrentarnos.» Volvió a estudiar la situación. Casi en el centro de la plaza, las guardias estaban todavía de rodillas, bajo el control de los piratas. «Por lo que tiene que ver los soldados, juraron de morir por la patria. Entonces no es nuestro problema. Divídanse en tres grupos y den la vuelta a las casas. Yo me quedaré aquí.»

      Su observación fue muy fría, sin posibilidad de réplica.

      O’Hara parecía no estar de acuerdo. «Es muy riesgoso que te quedes solo. Sería mejor si yo me quedara contigo.»

      El corsario lo miró pensativo por un momento. «Preferiría que tu alcanzaras la calle aislada. Es una excelente vía de escape. Si llegaran a escaparse podríamos alcanzarlos con facilidad.»

      Un renovado grito de terror los distrajo de sus discursos. Rogers tuvo el tiempo de ver a su tripulación alejarse en tres direcciones diferentes. Luego volvió a mirar la escena: Teach había regresado con Mckenzie y tenía la cabeza del sacerdote entre sus manos. Quién sabe por qué estaba convencido de que podía aplastarla como si fuera una uva. Un pensamiento gracioso, realidad que lo llenó de un terror inaudito.

      «¿Que quiere de mí?» El sacerdote estaba mirando su verdugo con los ojos muy grandes sin poder creer lo que le estaba pasando.

      «Quiero hacer un juego» contestó Teach. La sombra de una sonrisa surgió en sus labios.

      «No entiendo.»

      «Déjeme explicárselo.» El pirata soltó la cabeza del sacerdote y empezó a caminar tranquilamente, reduciendo el espacio entre el religioso y el grupo de los soldados. «Estaba hablando en serio cuando dije que estaba seguro que Wynne no le había contado nada.»

      Mckenzie