El otro movió la cabeza y se cargó el pesado material sobre sus hombros. «Lo hizo para mostrar misericordia después de lo que pasó. Además quiso protegerse a sí mismo. En realidad no es por nada magnánimo.»
Cuando salieron, se dirigieron hacia el grupo escaso de árboles que crecían cerca de la capilla. El aire parecía hecho de plomo mientras caminaban entre las intrincadas ramas y raíces; era un aire pesado, lleno de obscuros presagios. Después de un poco, el suelo bajaba suavemente y la vegetación desapareció. Las cruces habían desaparecido, dejando el lugar a lápidas sencillas plantadas en el suelo.
«¡Allí está!» Avery se detuvo de repente, señalando a un montículo a pocos metros de distancia de ellos.
Sin perder más tiempo en conversaciones empezaron a trabajar. El trabajo era incómodo; la tierra era un fango frío y granular, tanto que estaban sumergidos en el lodo hasta los tobillos. La excavación tomó mucho tiempo. Hubo un momento donde Avery tuvo que parar. Batallaba en respirar.
«Síguele tu» dijo, sentándose en el borde lodoso de la fosa.
El muchacho continuó. Más hundía la pala, más sentía los latidos de su corazón acelerar. Varios minutos después también comenzaron a dolerle las manos. Trató de no rendirse. La absurda exaltación que estaba probando lo empujaba a continuar. Luego, de repente, se detuvo. La pala ya no estaba sacando más tierra. Producía un sonido chispeante, como garras que rascan bajo el suelo. La imagen lo llenó de miedo: ¿y si el cadáver se hubiera salido de la fosa para arrastrarlo con él?
«Desde ahora yo me encargo» anunció de forma providencial Avery. Desde su bolsa hizo aparecer una herramienta parecida a una cuchilla metálica. Una de sus extremidades era puntiaguda y ligeramente curva.
Johnny, aliviado, se salió de la fosa, y se sentó en el borde, al lado de la antorcha plantada allí cerca para dar luz: la madera humedecida iba a quemar todavía por poco tiempo. Tenían que darse prisa.
El anciano bajó, con cuidado de no resbalarse. Al llegar al fondo, movió otro poquito el suelo, del cual aparecieron los toscos ejes del cofre. Se inclinó, estudiando el espesor con la punta del índice. Parecía que estaba estudiando la situación, o tal vez, estaba rindiendo homenaje a Wynne. Cuando pareció satisfecho, alargó las piernas, plantó las botas sobre ambos lados del sepulterío y clavó la punta del pestillo entre las tablas. Empezó a quitarlas. El estallido de la madera era tremendo: recordaba el ruido de huesos rotos. La cubierta se quitó gradualmente hasta cuando ya se pudo entrever el cadáver.
Estaba rígido, apoyado en el féretro, con los brazos apretados contra los lados y el cuello torcido. El largo y manchado pelo estaba sucio de lodo y le cubría una parte de su rostro. La piel estaba tirada como papel viejo, músculos y tendones se podían notar debajo de ella. Sus dedos eran como verdaderas garras.
Cuando los vio, Johnny sintió un renovado sentimiento de terror. Eran los mismos que creía oír mientras cavaba. Todavía estaba pensando en ese ruido cuando se vio obligado a girar la cabeza al otro lado. Un hedor insoportable lo atacó, el inconfundible rastro ácido de la putrefacción. Se forzó a no vomitar: tenía el intestino en agitación, como si alguien lo estuviera meneando con un palo.
Avery también sobresaltó. Levantó la chaqueta para cubrirse la cara.
«¿Cómo te va, mi estimado?» preguntó directo a Wynne. La voz salió nasal, casi divertida en ese contexto.
En respuesta, la mandíbula del pirata comenzó a moverse a través de la confusa masa de pelo, casi como si se estuviera esforzando por hablar.
Johnny abrió bien los ojos. “Oh, ¡Dios mío! Todavía está vivo…”
Desde la boca no salió ninguna palabra, sino una rata. Antes vieron la cola, luego la mandíbula se abrió en gran bostezo y la bestia dio un paso atrás con sus patas. Retrocedió de unos pocos pasos, sin preocuparse de los humanos. Movió sus pequeños ojos negros, obviamente aturdido por la molestia de haber tenido que abandonar la guarida, para luego desaparecer en un agujero que se encontraba en el fondo del ataúd, donde la madera estaba podrida.
El anciano se quedó tranquilo. Johnny, al contrario, estaba muy agitado y preocupado.
«¿Qué hacemos?» preguntó. El palito dentro de su abdomen se había convertido en una viga. Tenía miedo de que Avery le ordenara que volviera adentro de la fosa.
Al contrario, él se quedó en silencio, pasando una mano sobre su mentón áspero, pensando. Los mechones de pelo gris caían a los lados de la cabeza y los arroyuelos de lluvia se deslizaban a lo largo del cráneo pelado.
«Pásame la antorcha, antes de que se apague» ordenó de repente al muchacho.
Johnny hizo lo que le pidió el anciano. Vio a Avery agarrar el cabello del muerto y arrancarlo con furor, su cabeza cambió de angulación y, aunque el cuello no se había roto, envió una serie de sonidos crujientes. Su rostro seguía sonriendo, la boca abierta y distorsionada, de donde había salido el ratón, era reducida a un pozo sin fondo. La ausencia de la lengua le permitía al roedor poder quedarse adentro de su boca sin ningún problema. Todavía había rastros de sangre seca alrededor de los labios.
«¡Ven aquí!» le dijo Avery. Sumergió la antorcha en el suelo. La luz amarillenta y agonizante proyectaba su sombra contra un lado de la fosa, estrechándola en una forma de medialuna.
Sin mucho entusiasmo, Johnny volvió a bajar. Por un momento perdió de vista el cadáver: Avery se había inclinado tanto que le cubría la vista. Parecía que estaba manipulando algo. Finalmente, soltó el cuerpo y Wynne cayó pesadamente en el ataúd.
«¿Entonces?» preguntó el joven.
El anciano se volvió para mirarlo, con la palma de la mano abierta y temblorosa. Entre sus dedos todavía tenía algunas partes del pelo grasiento de Wynne. El ojo artificial del pirata se destacaba sobre la piel de la mano muy arrugada de Avery. Era una esfera casi perfecta, a excepción de un ligero corte en un lado. Parecía mirarlo con un odio encadenado.
Luego movió la palma de la mano cerca de la antorcha, de modo que la luz se filtrara a través de ella. Un resplandor verdoso brillaba dentro del bulbo ocular. Si antes parecía una llama sutil, bajo el calor de la llama ahora estalló como un pequeño sol incandescente.
«Oh, ¡Dios mío!» exclamó Johnny, la boca abierta por el asombro.
«Ya ves, ¿ahora me crees?» Dijo Avery. Luego movió los labios, continuando a hablar, pero el muchacho no escuchó el resto de la oración.
Sin ningún previo aviso, un estruendo ensordecedor explotó cerca de la bahía, seguido de una columna de fuego, que se elevó en el cielo como el tentáculo gigante de un calamar. Y casi de inmediato se empezaron a escuchar terribles gritos de dolor.
CAPÍTULO CUATRO
BARBANEGRA
Cuando se escuchó la detonación, Rogers estaba dormido. Después de reunirse con el gobernador, había pasado el resto de la noche encerrado en su cabina. Se había acostado sobre su catre, intentando seguir el hipnótico balanceo de la linterna que colgaba sobre su cabeza, movida por la resaca que hacia ondear al barco. Lentamente se había quedado dormido, gracias también al ruido de la lluvia contra los vidrios de las ventanas. Cuando el estruendo lo despertó, abrió los ojos y se levantó rápidamente, justo en tiempo para ver la puerta de su cabina que se estaba abriendo.
Husani estaba a la entrada, casi no podía respirar.
«¡Mi capitán!» exclamó, todo sudado. «¡Nos están atacando!»
«¿Nos están atacando?» repitió él.
«Apareció una embarcación, en alta mar. Luego escuchamos un estruendo desde Fort Charles. Hay llamas en todas partes.»
«¿Qué tipo de embarcación?»
El gigante negro tuvo un momento de indecisión. «Velas