Eugenio Pochini

Sangre Pirata


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solos?» preguntó el anciano.

      «Tú no te preocupes» contestó el otro. «Mandé el muchacho a la cocina. Seguro tendrá bastante trabajo. Ahora siéntate y explícame porque querías hablar conmigo.»

      Hubo un ruido de sillas. Johnny caminó cautelosamente hacia la puerta que separaba la cocina de la habitación principal. La empujó lentamente, dejándola lo suficientemente abierta para escuchar a escondidas.

      «¿Cómo está Anne?» preguntó Avery.

      «No bien» contestó el portugués. «Son algunos días que parece haber mejorado. Esto me hace esperar. Pero sin la opinión de un médico, no podemos estar seguros.»

      «Es una verdadera lástima.»

      «Así es.»

      Johnny se impresionó. Escucharlos platicar con un tono tan preocupado sobre la condición en la que se encontraba su madre lo animó. Empujó aún más la puerta y siguió mirando. Desde la posición donde estaba era capaz de vislumbrar la espalda de Avery.

      El anciano comentó: «Sin embargo no quería platicar de eso, si no de lo que le pasó a Wynne. Fui a su ejecución.»

      «¿Lo conocías?» preguntó Bartolomeu.

      «Estábamos en el mismo barco.»

      Faltó muy poco a que el joven gritara por el asombro. ¿Así que los rumores sobre la vida de Avery eran verdad? ¿Era realmente un pirata? Tenía que encontrar una manera de averiguarlo.

      Se deslizó fuera de la cocina, empujando la puerta tan lentamente que se tardó una eternidad. Caminando gatoneando como un bebito llegó al largo mostrador y se detuvo para calmar los latidos de su corazón. Podía sentirlo palpitar hasta dentro de las sienes. En su mano derecha todavía sostenía la jarra de vino: se había olvidado que la tenía con él. La emoción era tan fuerte que ni siquiera notó que estaba apoyado en el estante lleno de botellas. El movimiento las hizo tintinear. Él levantó la vista, asustado. Durante una fracción de segundo, no sucedió nada. Luego oyó algunos pasos que se acercaban. Levantó la mirada. La mano callosa de Bartolomeu apareció por encima de su cabeza. Estaba a unas pocas pulgadas. Incluso podía oír el hedor de su aliento. Pronto le agarraría el pelo, lo sacaría y... al contrario, se inclinó sobre el estante y tomó una botella de ron, volviendo hacia Avery.

      «Esto no me explica porque quisiste verme» comentó mientras abría el corcho de la botella.

      «Ahora te lo explicó» contestó Avery.

      Se escuchó el eco de un segundo ruido de pasos, seguido por las jarras que venían dispuestas una junta de la otra. Johnny se inclinó sobre el borde del mostrador. Vio a los dos servirse de beber.

      «Wynne hizo muchas cosas malas en su vida» afirmó el anciano y se tomó su ron. «Pero era solamente un miserable. No merecía terminar su vida así.»

      «Mejor él que nosotros» declaró Bartolomeu.

      Avery asumió una expresión que era una mezcla entre incredulidad y resignación.

      «¿Tienes miedo que te descubran?» le preguntó el portugués.

      El no respondió. Empezó a mirar a su alrededor, sospechoso. Después de un rato añadió, con la voz reducida a un silbido apenas perceptible: «El problema tiene que ver con lo que dijo antes de ser ahorcado.»

      Todavía escondido detrás del mostrador, Johnny se estremeció. Se acordó del pirata mientras se agitaba colgando de la horca, las piernas moviéndose en el aire y el borbotón de sangre que le manchaba la cara.

      «¿Hablas del Triángulo del Diablo?»

      «Las noticias corren rápidamente, Bart.»

      «Son puras tonterías» comentó con fastidio el portugués.

      «¡Te puedo asegurar que ese lugar existe!» La mirada de Avery destilaba una seguridad palpable... y amenazante. «Incluso el más ingenuo entre los marineros de agua dulce conoce la leyenda. Pero yo puedo asegurarte que existe.»

      «¡Ya basta!»

      «¿Como ves si te cuento una pequeña historia?»

      El portugués murmuró algo, sin preocuparse.

      «Muy bien.» Avery volvió a beber. Los dedos temblaban visiblemente y algunas gotas de ron se vertieron a lo largo del cuello de la botella. «Todo empezó hace unos años. Con la tripulación con la cual trabajaba nos desembarcamos en una isla cerca de Antigua. Nos alojamos en el puerto durante varios días tratando de averiguar dónde estábamos realmente.»

      «El archipiélago de las Antillas es famoso por albergar islas que no aparecen en ninguna carta náutica» precisó Bartolomeu.

      «Ya lo sé» contestó el otro, con tono fastidiado. «Lo que ninguno de nosotros podía imaginar era que el lugar estaba habitado por una tribu de indígenas.»

      «¿Cuales?»

      «Los Kalinago.»

      Durante unos segundos Bartolomeu se quedó en silencio. Luego sacudió lentamente la cabeza, como si el asunto no le convenciera completamente.

      «¿Los comedores de muerte?» preguntó.

      «Exacto» replicó Avery. Estaba sonriendo. Evidentemente, ese recuerdo lo divertía. O lo ponía nervioso. Difícil de decir. «Déjame continuar.» Tragó la segunda copa llena de ron y se llenó una tercera. «El capitán decidió enviar una expedición para inspeccionar la isla. Los esperamos de regreso por varios días, en vano. Así que decidió ir él mismo, junto con otros de la tripulación. Incluyendo a Wynne y a mí. La tripulación estaba muy preocupada, aunque nadie se atrevía a discutir sus órdenes. Dejamos las chalupas en la playa y entramos adentro de la selva.»

      «Allí se encontraron con los Kalinago» afirmó Bartolomeu.

      «Fueron ellos que nos encontraron» dijo el anciano, resignado. «Nos capturaron tal como lo habían hecho con nuestros camaradas. Nunca olvidaré lo que vi. Son bestias, sin una pizca de piedad.» Tomó todo el líquido, haciendo que goteara sobre su barbilla y cuello. «Descuartizan sus víctimas cuando todavía están vivas, con una ferocidad sin precedentes.»

      La actitud de Bartolomeu estaba cambiando. A diferencia de su interlocutor, apenas había tocado el ron. Ahora tenía sus brazos extendidos sobre la mesa, sus dedos tan estrechamente entrelazados entre sí que los nudillos se habían puesto blancos.

      «Como quiera» comentó Avery, «nuestro capitán logró que el chamán lo recibiera. Pudimos evitar la muerte, pero a un precio demasiado alto.»

      Escondido detrás del mostrador, Johnny empezó a temblar. El asunto era muy interesante. Terriblemente interesante.

      Por otro lado, Avery era como dudoso, y se sirvió otra vez de beber.

      «El capitán pactó con él» explicó, lentamente. «Y este le contó de la existencia de un gran tesoro escondido en una isla al noreste de las Bahamas. Incluso mostró un viejo dibujo grabado en una tableta de arcilla. La ubicación de este lugar coincidía aproximadamente con el punto donde se supone se encuentre el Triángulo.»

      «Háblame de ese pacto.»

      «El capitán tenía que comprometerse a recuperar el tesoro. Podía quedarse con lo que quería para el mismo. El chamán, a cambio, tenía que traerle un amuleto.»

      «¿Un amuleto?»

      Avery asintió. «Sí. Un amuleto de jade.»

      «¿Porque?» insistió Bartolomeu.

      «No tengo la menor idea. Sólo se lo dijo a él y a sus hombres más confiados. A nosotros nos dejaron afuera de la cabaña. Después me enteré de que gracias al amuleto habría garantizado al capitán que este iba a poder recuperar lo que había perdido en el pasado.» Se quedó pensando. «Quien sabe de qué estaba hablando.»

      «¿Y luego?»

      «Tan