que tenían función tanto de alojamiento cuanto de almacén de armas y municiones. Varias pasarelas conectaban el cuerpo central de la fortaleza a las murallas y cada una tenía su propia batería de cañón. El muro sur, al contrario, se asomaba al mar. Allí estaba la torre central.
Tan pronto como Johnny pasó las puertas, se encontró adentro de una muchedumbre confusa, desordenada. Al principio tuvo la desagradable sensación de estar perdido, definitivamente fuera de lugar en un sitio tan desarmante.
Desde donde estaba, apenas podía ver el andamio. Tenía que encontrar una manera de acercarse. La fortuna vino a su rescate tan pronto como el carruaje del gobernador hizo su entrada. La multitud se vio obligada a abrirse y él aprovechó de esa situación para acercarse lo más posible. Lo logró sin dificultad. Entonces una mano le agarró del hombro. Tragó saliva, temiendo que alguien estuviera enojado con él. Probablemente a un soldado no le había gustado lo que acababa de hacer. Se tardó mucho en darse la vuelta.
«¿Que estás haciendo aquí?» le preguntó Avery, tomándolo totalmente por sorpresa.
«Me espantaste» comentó el joven, sorprendido. «Yo pensaba que era una de las guardias.»
El viejo se puso a reír mostrando los pocos dientes que le quedaban. «¿De casualidad tienes tu conciencia sucia, mocoso? ¿Tienes miedo de terminar ahorcado tú también?» y levantó flojamente su mano delante de él.
Siguiendo su dedo huesudo, Johnny se asombró de lo sencillo que era la estructura que los soldados habían erigido: una viga, sostenida por una vertical, de la cual colgaba un lazo robusto. Todo eso colocado sobre un palco elevado a más de tres metros del suelo, accesible a través de una escalera.
«¿Viste muchas ejecuciones por ahorcamiento?» preguntó.
«Oh, sí.» La expresión de Avery se entristeció y su mirada se volvió inusualmente vacía. «A todas estas personas no le interesa el prisionero, si no escuchar el ruido de su cuello cuando se rompe. La experiencia me enseñó a ser insensible. Con el tiempo también tu aprenderás esta lección.»
Johnny se quedó impactado. Había notado un increíble sufrimiento en el tono del viejo hombre, como si un recuerdo muy doloroso hubiera regresado de repente en su memoria. “Si es cierto que ha presenciado tantas ejecuciones, debería estar acostumbrado a estas. Entonces, ¿qué es lo que lo perturba?”
Al contestarle de hecho fue su fantasía. “Bennet Avery es un pirata, John. ¿No lo has entendido todavía? Los rumores sobre él son ciertos. Estaba a bordo de la Queen Anne’s Revenge. ¡Tal vez hasta conoce al condenado!”
Sus reflexiones fueron sofocadas por jolgorio de aclamación que venía directamente desde la multitud. Alguien estaba festejando la llegada del gobernador. Morgan bajó del carruaje seguido por una segunda persona. Los dos subieron los peldaños que conducían a la zona elevada de la plaza.
«Ciertas personas nunca cambian» comentó Avery, disgustado.
Johnny parecía no entender. «¿Qué quieres decir?»
«Antes de entrar en política» comentó el otro, «el señor gobernador era un pirata sin escrúpulos.» La preocupación de antes fue sustituida por una expresión de odio. «No dudaba en matar a los miembros de su propia tripulación. Como nivel de crueldad se colocaba inmediatamente después de Edward Teach .» Al pronunciar ese nombre, fue sacudido por un escalofrío que el chico pudo apenas percibir. «El tipo detrás de él se llama Woodes Rogers. Es un corsario. Es conocido por ser uno de los más famosos cazadores de piratas.»
«¿Entonces porque están juntos?»
«El oro hace milagros.»
«Pero todo eso no tiene sentido.»
«Deberás entender eso también» comentó Avery, con tristeza. «Muchos hombres han perdido la vida en el desesperado intento de acumular riquezas. Es una enfermedad que no puede ser sanada.»
Johnny asintió con la cabeza. Había entendido lo que quería decir, aunque nunca había tenido nada que ver con el dinero. Cuando su padre manejaba el negocio, él era demasiado pequeño para comprenderme la importancia. Ahora, las pocas monedas que lograba ahorrar, le parecían un tesoro de inmenso valor.
«Ya van a empezar» comentó el anciano. «Ese es el verdugo.»
Un hombre enorme había salido de las chozas, seguido por un joven que sostenía un tambor. Saludó al gobernador y a su anfitrión con un ligero gesto de la cabeza. Luego se subió cansadamente por la escalera.
Un susurro se levantó entre la gente, como una ola creciente. El ruido de tambor comenzó, y desde un segundo edificio aparecieron tres soldados. El último acompañaba a un hombre con una apariencia demacrada, vestido de harapos. Caminaba cojeando, con los brazos atados atrás de la espalda, el cabello grasiento le cubría la cara. Gran parte del cuerpo estaba marcado por heridas profundas, algunas de las cuales eran sangrientas.
La multitud comenzó a reír y gritar y alguien empezó a tirarle verduras. Un tipo incluso le arrojó una piedra, que golpeó al preso en su frente. Este vaciló, casi cayó, recuperó el equilibrio y levantó la cara cerca de la multitud.
«¡Camina!» le gritó una guardia al prisionero.
«¡Bastardo!» le gritaba la gente.
Caminando lentamente, el detenido fue escoltado hasta abajo del andamio, donde se vio obligado a detenerse. El joven dejó de tocar el tambor. Uno de los soldados se puso en posición de saludo, desenrolló un pergamino y empezó a leer. «Por deseo de Su Majestad y del Gobernador de Jamaica, ser Henry Morgan, el presente Emanuel Wynne ha sido condenado a la pena de muerte por medio de ahorcamiento. Es acusado de robo, homicidio, secuestro y piratería.»
La última palabra tuvo el poder de desencadenar un frenesí incontrolable entre los presentes, tanto que Johnny temió por su propia vida. Se dio cuenta de que la gente estaba como poseída por una furia de la que nunca había oído hablar. Todos gritaban sin distinción de sexo o edad. Muchos incluso buscaron llegar hasta el pirata para poder golpearlo personalmente. Los soldados se vieron obligados a sacar las armas y respingar los más violentos.
“Eso era lo de que hablaba Avery” pensó. “Lo quieren ver muerto. Y pronto. Es lo único que le interesa.”
«¿Usted cómo se declara?» le preguntó el soldado a Wynne. Una pregunta que representaba solamente un ritual, respuesta que no tenía ninguna importancia.
El pirata no contestó.
«Que Dios tenga piedad de su alma» concluyó el hombre. Envolvió nuevamente el pergamino y miró al gobernador, que contestó agitando perezosamente su mano.
Sin perder tiempo, Wynne fue obligado a subir. Casi a la mitad de la escala sus piernas perdieron fuerza y casi casi se iba a caer de espalda. Desde la multitud surgieron gritos de protesta. Uno de los soldados lo agarró fuertemente y lo obligó a continuar.
«Su destino ya está decidido» afirmó Johnny, con tristeza. «¿Porque lo odian tanto?»
Esperó a que Avery le contestara algo, dando por sentado su participación. Cuando este no respondió, se volvió para mirarlo.
Se quedó desorientada por lo que vio.
El anciano tenía los ojos tan brillantes que casi podían reflejar la luz del sol. Se estaba conteniendo de llorar sólo porque no quería mostrarse en ese estado.
Mientras tanto, Wynne había llegado al destino y estaba a completa disposición del verdugo. Decenas y decenas de voces gritaron nuevamente su desprecio, seguidas por un ruido de tambores más potentes. Kane colocó el condenado con cuidado sobre la trampilla y apretó el nudo alrededor de su cuello. Todo estaba inmóvil, incluso el aire. Incluso el lejano remolino de las olas se había detenido.
Fue entonces cuando el francés sorprendió a los presentes. Se echó a reír en voz alta, tan alta que cubrió el mismo ruido de los tambores y la multitud abajo. Era como si un cañón estuviera disparando muy cerca